Aquí nadie se queda quieto.
Sacristán
Aunque su construcción fue decretada en 1871, la orden se cumplió entre 1874 y 1931. Recibió el título de Basílica Menor en 1948, y en 1952 fueron renovadas sus campanas, altares y confesionarios. Fue declarada Monumento Nacional en 1982.
Prepara
Tras bastidores, las misas ordinarias en la Catedral se preparan rápidamente. Los sacerdotes entran de civil a la sacristía y en segundos salen de blanco celestial rumbo al altar. El sacristán se ocupa de la biblia en el atril y del recipiente con las hostias; otro empleado hace el último ajuste del incensario. Si la celebración incluye al arzobispo, el templo se atiborra de flores y la misa empieza más puntual que nunca. Monseñor Ricardo Tobón Restrepo es obsesivo con el tiempo.
Pero no importa quién comande la misa, si uno de los cinco canónigos, el párroco o el arzobispo, la Catedral Metropolitana siempre exhibe ese aire solemne del que parece estar impregnado hasta el más recóndito de su millón 120 mil ladrillos.
Cuenta
No se sabe con certeza cuánto fue el dinero total invertido en este edificio. Mientras unos autores hablan de 600 mil pesos, otros le apuntan a dos millones. Lo que sí consta es que las vidrieras costaron veinticinco mil pesos; los altares y el comulgatorio, 45 mil; el púlpito de mármol, cinco mil; las doscientas bancas, cinco mil; y las sillas donde ponen sus posaderas los curas, sesenta mil.
En sus crónicas de Medellín en 1932, Enrique Restrepo Jaramillo cuenta que la plata la reunieron 241 personas con aportes que variaron entre cien y mil 250 pesos, entre una semana de trabajo y mil adobes, y entre un real mensual y “lo que pueda en dinero y servicios”, que fue el ofrecimiento de don Manuel Uribe Ángel. Es de suponerse que, con tan buenos fieles, las indulgencias no faltaron.
En la iglesia más importante de Medellín, orgullo de sus parroquianos, hoy se consumen al año 72 botellas de vino y unas 250 mil hostias, se queman veinticuatro kilos de incienso granulado y se ejecutan mil 924 misas. Además, se realizan alrededor de sesenta bautizos, cuarenta exequias, veinte primeras comuniones y diez matrimonios.
Limpia
Una visitante indeseable se pasea muy cerca del altar, y para su infortunio se dirige a los pies de un canónigo que la manda de un pisotón al otro mundo. El crujido se pierde en el registro del órgano, que se expande desde lo alto por la penumbra. Testigo de los hechos, el sacristán se sumerge raudo en un armario de la sacristía para hacerse a recogedor y escoba. Levanta el cadáver al comienzo de una misa que no es precisamente el funeral de una cucaracha.
Mientras tanto, una anciana voluntariosa se ocupa de unos arreglos florales, una empleada les pasa un trapo húmedo a la parte baja de las columnas y a las bancas desocupadas, y dos obreros, con la discreción que permiten los andamios, hacen trabajos de mantenimiento en una de las naves.
Pero muy poco se distraen los dos centenares de asistentes a la misa de ocho, ancianos y trabajadores, transeúntes y residentes, entregados a la oración en momentos en que, afuera, otra empleada se ocupa de un menester menos espiritual: descargar baldes de agua en los bordes externos del templo donde la noche anterior hicieron su riego los impíos.
Recauda
En algún momento de la eucaristía, las mismas encargadas de la limpieza dejan su oficio para recoger las limosnas en bolsas de tela amarradas a un palo que parece alcanzar no solo el fondo de cada banca sino también del corazón del devoto. Al final del recorrido, y con la actitud ceremonial que imprime esta iglesia, invierten los nutridos cazamariposas en una urna y vuelven a lo que estaban.
De la bondad de los feligreses sabía el obispo de Medellín en 1871, cuando dijo que había que construir una nueva catedral en la Plaza de Bolívar para tener un lugar “más digno de las riquezas, ilustración y progreso de la ciudad”.
Conserva
En contraste con la visibilidad de la enorme Catedral, desde la que antes de tanto edificio podía divisarse la extensión de este valle, está el museo de arte religioso, en las entrañas del templo, donde se guardan lejos de los ojos mundanos cuarenta pinturas y quince esculturas de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Un poco menos ocultos se encuentran el mausoleo de los obispos y la cripta donde están los restos del escritor Tomás Carrasquilla.
Por fortuna, a los ojos de los simples mortales sí están El Cristo del perdón, óleo de Francisco Antonio Cano, su obra religiosa más destacada, y la escultura Jesús crucificado del también antioqueño Bernardo Vieco Ortiz.