Sin importar que nunca hubiera sido uno de mis deseos formales de romero literario, hace poco visité el osario de Tomás Carrasquilla en la Catedral Metropolitana. Circunstancias menudas, que incluyen la vanidad de ver mi nombre en letras de molde, me empujaron a la misteriosa excursión. Las únicas noticias que tenía sobre el caso se reducían, por un lado, al recuerdo borroso de la nota con que El Colombiano conmemoró los cincuenta años de la muerte del escritor -el 19 de diciembre de 1990-, en la que se recordaba la ruta que había tenido el cortejo fúnebre, allá en el brumoso 1940. Lo otro era un par de líneas de En la diestra de Dios Padre que describen el entierro de Peralta, especie de otro yo del escritor: “como era tan humilde, quiso que lo enterraran sin ataúl, en la propia puerta del cementerio onde todos lo pisaran harto”. Me tentó saber, frente a tan ascética imagen, qué tanto podría diferir la última morada de Carrasquilla.
El sacristán me franqueó una de las puertas principales de la Catedral aprovechando la siesta del cura, un viernes en que Medellín parecía derretirse bajo un sol vacacional. Otras dos almas pías, deseosas de expiar sabe Dios qué pecados literarios (de ahí que me reserve sus nombres y rasgos), se sumaron a la visita. Fuimos hasta el lejano fondo del templo, doblamos a la izquierda del presbiterio y pasamos al otro lado de un grueso portón, hasta entonces celosamente cerrado; seguimos por un pasillo que se abría a la derecha, para luego girar a la izquierda y bajar por unas gradas que llevaban hasta la boca de la cripta, acomodada tras una reja. Casi sobre el último umbral, en una losa de piedra estaba tallada una frase del muerto más ilustre de la parroquia: “Sin alma no hay arte posible, sea alma de sabio o de visionario, de santo o de niño… ¡de lo que se quiera! La cuestión es alma. Tomás Carrasquilla”. Una casa de funerales, sin duda sponsor de aquella bodega siniestra, ponía sus créditos a un lado del nombre del autor.
La cripta se me antojó decepcionante. El moderno diseño del espacio, su excelente iluminación y la sobriedad y pulcritud de su disposición nada tenían que ver con lo que, a mi juicio, debía ser un cementerio catedralicio. Después de haber conocido las lóbregas catacumbas de los franciscanos limeños, mi visita a los sótanos de la Catedral Metropolitana me producía el mismo efecto de estar transitando entre la selva amazónica y un jardín zen. Para colmo, el sacristán mascaba chicle sin ningún miramiento, a lo que sumaba la valiente desfachatez de no saber dónde estaban los despojos de los famosos, o si había algunos además de los de Carrasquilla, cuya lápida le había sido señalada en pasadas jornadas por visitantes mucho más ilustrados. El único consuelo era el nombre latino de nuestro guía, Ovidio, necesariamente ligado al de Virgilio, conductor de Dante en los profundos círculos del Inferno.
El osario del escritor de Santo Domingo está en una de las galerías más cercanas a la puerta, casi en la mitad del muro oriental, sobre la cuarta fila. En una losa de unos treinta por treinta centímetros, bajo la talla de una esfera incrustada en los cuatro cuartos de un cuadrado fragmentado –tal como ocurre en todos los nichos–, se lee una inscripción que no puede ser más sencilla ni menos rotunda: “TOMÁS / CARRASQUILLA N / ENERO 17 1858 DBRE. 17 1940”. El único exceso que se permite aquel monumento funerario es el error en la fecha del fallecimiento; si hay otro privilegio, ese solo puede ser la incestuosa vecindad entre la lápida del escritor y la de su hermana Isabel, sembrada a un lado, en el osario que le sigue en sentido norte. Uno podía, en cumplimiento de los gestos pueblerinos que con tanta socarronería retrató Carrasquilla, dar dos golpes sobre la losa para saludar al muerto, pero diez segundos más tarde había que repetirlos a modo de despedida: no había nada por hacer o ver en aquel sótano, a todas luces tocado por la limpia mesura de la cultura Metro.
Tuve que desechar forzosamente cualquier tentación de comparar mi aventura con la de Dante, y no solo por la armonía reinante en la cripta, sino sobre todo, por el destino del muerto. Los huesos de Carrasquilla no parecían estar soportando el castigo reglamentario de ningún pecado mortal, como ocurre con los lujuriosos que son juguete de vientos tempestuosos en la Divina comedia, o como los maledicentes que, allí mismo, naufragan en piscinas de mierda. El escritor parecía descansar en un lugar modesto y tranquilo, del todo afín con su modorra de viejo ciego y paralítico, salido de casillas apenas para denunciar y zaherir los excesos de la vanidad, y amigo de florituras solo cuando empuñaba la pluma y jugaba a ser José María de Pereda o cualquier otro de los románticos españoles. A diferencia de Peralta, nadie lo pisa “harto” allí donde duerme, pues solo por cuestión de metros no está bajo el coro capitular de la Catedral. Apenas importunado por el zumbido apagado de los vehículos que suben por La Paz y que se cuela por la claraboya que cierra su galería, Carrasquilla parece confinado en un benigno purgatorio. De hecho, quizá está –y nada más que mi desorientación me impedía constatarlo– a la diestra del Padre… cuando este da la misa.
Más pronto de lo que había calculado estaba de vuelta en la puerta del templo. Vi que, en este mundo tormentoso de la superficie, el sol seguía golpeando con la misma saña del principio de la visita. El Bolívar ecuestre del parque apenas soportaba el calor, del todo ajeno a la sombra de la que gozan los bienaventurados.