Contar el Centro

Contarnos el Centro

(...) Seis eran los hombres de Indostán,
tan dispuestos a aprender,
que al elefante fueron a ver
(Aunque todos eran ciegos).
(...) El elefante, al que nunca vieron,
es un poco todo lo que ellos
discuten, juzgan, y definen, sin más:
pared, espada, serpiente, árbol añoso,
gran abanico y cuerda.

Los ciegos y el elefante

Papá, explícame para qué existe la historia.
Marc Bloch

“Les pido que me acepten esta premisa”, comienza a decir el hombre de gafas que está sentado al frente de un auditorio de sesenta personas en un edificio construido en 1803. “La-historia-no-existe”, sigue diciendo, y deja pasar un segundo lento entre una palabra y otra para parecer lo suficientemente enfático. Con la mitad de la cabeza poblada de canas, y una barba igual de generosa en pelos blancos, este historiador sin historia, este artista de los archivos, este reconstructor de familias, amante de las cartografías, restaurador de vidas, como esmeradamente lo describe en un perfil la periodista Laura Mejía Moreno, dice esas palabras hoy, sábado 18 de agosto de 2018, en un lugar que esa disciplina que él niega ha erigido como patrimonio arquitectónico de Medellín: el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Se trata de Roberto Luis Jaramillo, profesor de historia de la Universidad Nacional, autor de varias ediciones críticas de textos históricos que hablan sobre la ciudad de Medellín desde el siglo XVIII.

Está sentado en una silla de madera, junto a una mesa de centro alta, también de madera, con dos vasos y una jarra llena de agua. A su lado está el fotógrafo Juan Fernando Ospina, director del periódico Universo Centro, que antes de Roberto dio la bienvenida a las personas que fueron elegidas para participar de los talleres de narrativa, Contar el Centro, proyecto ganador de los estímulos al arte y la cultura que la secretaría de cultura de la ciudad otorga cada año. “Un día como hoy hace veintinueve años, mataron a Luis Carlos Galán Sarmiento”, le recuerda Juan a la audiencia. Yo los veo desde la cuarta fila de sillas vino tinto plegables del salón y tomo nota de la idea que acaba de enunciar Roberto: “Quisiera hablarles a ustedes cómo, desde distintos oficios, podemos hacer historia”, dice. Los ojos de los no-historiadores que están aquí se abren ante esta afirmación, porque todos tienen interés en aprender a narrar, escuchar, retratar, dibujar y grabar la cotidianidad del Centro.

En la pantalla que hay arriba de la mediacalva de Roberto y delante de todos los ojos abiertos aparecen los oficios de los hombres —porque todos los que cita son hombres— que escribieron la historia de la Medellín que conocemos hoy. El cojo Benítez era amanuense, Eladio Gónima era teatrero, Manuel Uribe Ángel era médico, Fernando Vélez, abogado, Lisandro Ochoa, comerciante, José María Mesa Jaramillo, archivero, Ricardo Olano, comerciante, Luis Latorre Mendoza, contador, Carlos J. Escobar, maestro de escuela… por lo menos hasta 1950 Roberto no menciona a ningún historiador de profesión que haya escrito sobre la ciudad en la que vivió. “La historia no es una ciencia”, dice Roberto. “¡La maldita historia no existe!, es un oficio y puede ser hasta un género literario”, continúa. “Pero ni la historia existe ni mi historia es la única que vale”, dice.

En una hora y media, y después de un recuento pormenorizado de las obras y los hombres, la jarra de agua estará vacía y la charla inaugural de los talleres de narrativa de Universo Centro hará parte del pasado. Yo saldré con una perspectiva de la historia que no había tenido y mi cabeza se irá inundando de preguntas en los próximos dos meses: ¿Para qué tomamos fotos? ¿Para qué queremos contar historias de la gente, de la calle? ¿Qué podemos hacer con la grabación de las campanas de un tranvía? ¿De qué nos sirve tener dibujos de parques y venteros ambulantes? Esas preguntas se las haré a varias personas que están saliendo conmigo del edificio en este momento. En unas semanas hablaremos de sus impresiones, de sus primeros recuerdos del Centro, de qué esperan ellos que pase con esto, de su propia versión, así sea corta, de la Medellín que viven y de la que son testigos en el segundo decenio del siglo XXI.

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