Un álbum con las postales de un paseo a La Playa

Cuatro infartos han llevado a Humberto Guerra, portero del edificio Cárdenas, a la sala de urgencias. El último, hace dos años, fue un anuncio decisivo que lo obligó a obedecer las recomendaciones de los médicos: mucho ejercicio. Por ese motivo, cada día elige rutas distintas para llegar al edificio donde reparte su jornada de ocho horas entre las labores de portero y ascensorista. Para Humberto, de 73 años, todos los caminos son afluentes de la Avenida La Playa, que ha caminado de arriba a abajo desde la juventud.

Sentado en la silla de plástico, desde la que ve pasar cada día a miles de peatones, rememora aquellos años sesenta del siglo pasado en los que salió de prestar el servicio militar en Bogotá y llegó a Medellín a buscar trabajo. Coltejer lo recibió en los talleres que quedaban en la zona donde hoy están las Unidades Residenciales La Playa y Villas del Telar I y II, frente al Museo Casa de la Memoria. Cuando acababa su jornada, seguía la ruta de La Playa hasta el Teatro Junín, que en sus últimos días de apogeo todavía programaba películas de vaqueros. Al salir de la función, era frecuente que se tomara un tinto o un guaro en alguna de las cantinas de la avenida Primero de Mayo.

En la memoria de Humberto estas imágenes permanecen fijas como en un álbum de postales de una Medellín siempre distinta, cuyas transformaciones acentúan el paso del tiempo. “De un momento a otro el Teatro Junín ya no estaba y apareció ese gigante, el Coltejer. Me acuerdo mucho del socavón que abrieron para construirlo”; a Humberto no le alcanzan las palabras para calcular la profundidad del agujero en el que se clavaron los cimientos del edificio más emblemático de la ciudad.

Un álbum con las postales de un paseo a La Playa

Cobertura de la quebrada Santa Elena. Francisco Mejía, ca. 1930.

 

Pero de edificios emblemáticos y lugares para evocar el pasado está sembrada esta avenida de muchos nombres que serpentea en el corazón de Medellín, manteniendo el curso sinuoso de la quebrada que aún corre bajo el concreto. En apariencia, la congestión vehicular de cada día y las multitudes que transitan afanosamente le dan a esta arteria del Centro una dinámica opuesta a la que nutre su leyenda. No hay rastro de los tertuliaderos de antaño, como el café La Bastilla o de cines como el Teatro Avenida, que exhibía la programación del día en sus marquesinas blancas. Imposible también repetir el plan de las familias que desde mediados del siglo XIX programaban paseos de olla a los charcos que había quebrada arriba. Sin embargo, es un ejercicio valioso renunciar a la velocidad citadina para caminar en busca de esas postales que permanecen como vínculo con el pasado y testimonio de una historia urbana que sigue escribiéndose.

El álbum del paseo puede empezar en el lugar de trabajo de Humberto Guerra. El edificio Cárdenas y su gemelo siamés, el Álvarez Santamaría, conocidos como El Portacomidas por su similitud con la lonchera de los obreros. Su arquitectura moderna, que mezcla el vidrio y el concreto, representa un momento crucial en el desarrollo urbano de la ciudad en el que las edificaciones republicanas de aire europeo le fueron cediendo paso a fachadas que iban perfilando, desde mediados del siglo XX, la ciudad del futuro.

El contraste puede apreciarse muy bien desde la esquina de la carrera Palacé con la avenida Primero de Mayo. Siguiendo el recorrido quebrada arriba, lo primero que llama la atención es la fachada amarilla del edificio Palacé, construido en la década de los treinta y declarado bien de interés cultural de la ciudad. En aquella época, en el segundo piso del edificio, el Club Tresillos acogía a abogados, hombres de negocios y médicos que buscaban la embriaguez de la bohemia, el vértigo de los naipes y la música de los serenateros.

En la entrada principal del edificio se aglomeran hoy los anuncios de la Óptica Berlín, la Clínica del Vestido, una tienda naturista, una oficina de cobros jurídicos, la Notaría 18 y Frisby, colorido popurrí publicitario que por poco vuelve invisibles a los dos atlantes que sostienen con abnegación el mirador del edificio.

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Edificio Coltejer. Gabriel Carvajal, 1973.

Siguiendo el recorrido por la avenida Primero de Mayo hasta Junín, no son pocas las imágenes que se pueden coleccionar. Para darle un rostro humano al recorrido están los acróbatas del rebusque, hombres y mujeres que venden carcasas de celulares, masajeadores, veneno para cucarachas, filtros para el lavaplatos, correas, billeteras o los spiderman chinos de textura gelatinosa que Guillermo León Restrepo arroja sin cesar en una de las columnas del edificio Lonja Propiedad Raíz. Guillermo no vocea para llamar la atención de los transeúntes; desde hace doce años arroja muñequitos amarillos, rojos, azules, contra la columna negra del edificio y estos descienden de nuevo hasta sus manos como arañas invasoras.

Junín es el punto en el que la avenida cambia de nombre. A partir de ahí y hasta el Teatro Pablo Tobón Uribe es La Playa en todo su esplendor. La esquina donde se erigen los 36 pisos del edificio Coltejer sigue siendo un referente obligado de la ciudad y el punto de partida para quienes todavía salen a juniniar. El edificio con forma de aguja fue inaugurado en 1972 y hasta 1977 fue la construcción más alta del país. Su afilada cúspide es como la firma que le da identidad a cualquier panorámica de la ciudad, aunque todavía hay muchos que lamentan la desaparición del Teatro Gonzalo Mejía, o Teatro Junín, una elegante excentricidad con aire de palacio inaugurado en 1924, donde funcionó el prestigioso Hotel Europa y un teatro colosal con 100 lunetas, 37 palcos, 800 puestos de preferencia y 2000 entradas de galería a la que los obreros y los campesinos le llamaban el gallinero.

El progreso acelerado se llevó el Teatro Junín y dejó a su paso el Coltejer y nuevos edificios en los que se aglomeraron empresarios, abogados, contadores, cambistas, ingenieros y todo tipo de profesionales. Siguiendo el recorrido La Playa arriba, el edificio La Ceiba es un claro ejemplo de la forma en la que se aglutinan los gremios. De un piso a otro hay oficinas de abogados, talleres de joyería, casas de cambio, la sede de Comedores Compulsivos Anónimos y las oficinas de la Asociación de Autores, Compositores, Intérpretes y Músicos Colombianos (Acimcol).

La fachada del edificio refleja de modo emblemático esa aglomeración: una cuadrícula perfecta de ventanas y balcones similares a las recámaras de una colmena. En el segundo piso, desde los ventanales del restaurante Hato Viejo se observa el transcurrir apurado de la vida citadina, en contraste con aquellos hombres y mujeres que detienen su paso en alguna cantina del Pasaje La Bastilla o ingresan a jugarse las últimas reservas de suerte en las máquinas tragamonedas de los casinos.

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Si a través del ventanal de Hato Viejo pudiera acelerarse el tiempo, como en una película, no solo se vería el fluir de las multitudes, sino que podría echarse un vistazo a las transformaciones que el futuro le depara a una avenida que primero se llamó Camino de Rionegro, cuando la quebrada Santa Elena aún corría a cielo abierto. Y aunque el porvenir todavía mantendrá la quebrada oculta bajo el cemento, nuevos tonos de verde poblarán los costados de La Playa, gracias a la intervención que la Alcaldía de Medellín y la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) realizan desde el 30 de octubre de 2017 en el tramo entre la Avenida Oriental y Palacé y, a partir de junio de 2018, entre la Avenida Oriental y Girardot (carrera 39). La ampliación de los senderos peatonales estará acompañada de la siembra de 150 árboles, la construcción de jardineras y una ciclorruta que le dará a los ciclistas una vía segura para que disfruten de este paseo urbano.

Ahora estamos cerca de la intersección más transitada de Medellín, donde se cruzan La Playa y la Avenida Oriental. En los cuatro puntos cardinales de este cuadrilátero hay espacio para las artesanías, los juegos de azar, la salud, el arte, la música, los negocios y el cine. Aunque los teatros tradicionales desaparecieron del sector, los cinéfilos todavía acuden asiduos al Centro Comercial Paseo de La Playa, donde encuentran los títulos más escasos. Al lado de estudios de piercings y tatuajes, almacenes de películas comercializan por catálogo la filmografía mundial.

La Clínica Soma también aparece en el recorrido con su mural Oda al Amor, del maestro Norman Pizano, y cómo no agregar al álbum de este paseo la fachada de la Casa Barrientos, escenario de sagas familiares, leyendas de fantasmas y aventuras literarias. Hoy es conocida como la Casa de la Lectura Infantil y es una de las pocas que sobreviven de una época ya remota en la que enormes quintas de jardines exteriores se levantaban en ambas orillas de la quebrada.

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Palacio Arzobispal. Benjamín de la Calle, s.f.

Frente a la casa existió otra con aire majestuoso conocida como Palacio Arzobispal. Había sido un regalo de bodas del magnate Amador para su hijo José María, pero tras la muerte del recién casado fue vendida a la Arquidiócesis de Medellín en 1907. En 1964 sirvió de sede del Sena, lo que representa un importante antecedente de la presencia de la educación técnica en la zona. En 1979 la construcción de la Avenida Oriental se llevó por delante la mansión y en sus terrenos se levantó el edificio Vicente Uribe Rendón.

Algunos árboles centenarios, desperdigados en ambos costados de La Playa, también fueron testigos de drásticas transformaciones: la quebrada que se tornó nauseabunda; la decisión de cubrirla y derrumbar algunos de los diecinueve puentes que comunicaban las dos orillas (diez de ellos se encuentran en el tramo entre el Parque Bicentenario y Palacé; seis están entre la carrera Bolívar y la Minorista; y los tres restantes estuvieron ubicados del Museo Casa de la Memoria hacia el oriente y todavía subsiste a la vista el de La Toma); la nueva calzada para los automóviles; la entrada de la modernidad. La renovada cara de una ciudad con fama de pujante. Se entiende la nostalgia de muchos por ese pasado de hollín ausente, caminatas a la sombra de los árboles y más silencio.

Pero además de los árboles, otros testigos pueden hablar de la gloria de La Playa. José Cortés se pasa las tardes en los Billares Universo mirando las jugadas imposibles a tres bandas que expertos jugadores ejecutan en las mesas de reluciente paño verde. Tiene 83 años, es oriundo de Santa Rosa de Cabal y vive en Medellín desde los veintiuno. Llegó a la ciudad a finales de los años cincuenta y, aunque al principio vivió en Copacabana, se convirtió rápidamente en un asiduo de los tertuliaderos de La Playa y en un espectador ávido de las zarzuelas y las óperas que presentaban en el Teatro Junín. “Siempre me metía en el gallinero, que era donde mejor se pasaba. Tanto me gustaba venir desde Copacabana hasta La Playa que terminé viviendo aquí”.

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José es uno de los residentes del edificio San Diego, entre Girardot y El Palo, y no lo sorprende que La Playa esté en el umbral de una nueva transformación. Sabe de los nuevos árboles, de las cinco estaciones de EnCicla que se ubicarán a lo largo de la avenida, del carril que los vehículos le cederán a la ciclorruta y de la nueva configuración de las vías laterales, diseñadas solo para entrar o salir de las manzanas. La Playa será una arteria verde y recuperará su condición de paseo urbano.

Un álbum con las postales de un paseo a La Playa no estaría completo sin incluir los bustos de los próceres que reposan en sus pedestales a lado y lado de la avenida, o sin pasar por el Palacio de Bellas Artes que la Sociedad de Mejoras Públicas construyó en los años veinte del siglo pasado. Sin embargo, vale la pena incluir los monumentos vivientes que abrigan con su sombra a los peatones. Árboles jóvenes y viejos en cuyos troncos puede leerse carteles con sus nombres.

Desde Córdoba y hasta el Teatro Pablo Tobón Uribe, los árboles han sido marcados y nombrar cada uno habla de la riqueza natural que brota entre las calles del Centro. Hay urapanes, ceibas brujas y ceibas rosadas. Mangos, limoneros y samanes. Peros de agua crecen junto a laureles y almendros. Un árbol se llama vara santa y otro, casco de vaca. Pomarrosas y flamboyanes levantan sus ramas entre tulipanes africanos. Y palmas de dátil de las canarias comparten tierra con yarumos blancos, guayacanes amarillos y zanconas. El jardín se extiende por La Playa y rodea la fuente donde una Bachué en trono de agua parece vigilar sus dominios, respaldada por la imponencia del Teatro Pablo Tobón, que desde 1965 convoca a la ciudad a prestigiosos artistas del mundo, desde el silencioso Marcel Marceau hasta la ronca Adriana Varela.

Las vías que rodean al teatro están pintadas de un azul que representa las aguas que corren bajo La Playa. Los fines de semana no es extraño ver niños armando castillos en cajas de arena que evocan aquellos días de caminatas y comitivas que se conservan borrosos en las fotografías de los archivos. Esplendor del pasado que despierta nostalgias, pero que hoy recobra nitidez para las nuevas generaciones.

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