Paseo de La Playa. Pastor Restrepo, 1875.
George Steiner, cuando explicaba su Idea de Europa, entre los aspectos que él consideraba unificaban a ese continente, como los cafés —fuentes inagotables de encuentro y conocimiento— o el paisaje “caminable” —un territorio sin grandes accidentes geográficos que aíslen a sus gentes—, mencionaba las calles y la tradición de nombrarlas en honor al pasado o a antepasados ilustres. Las calles de Europa, según Steiner, permiten la circulación de una memoria común. Sostienen el peso de un ayer compartido. Al contrario de América del Norte, que prefirió numerarlas. Las unas conducen al pasado; las otras, al futuro.
Trayendo las ideas de Steiner sobre las calles como vehículos de cohesión social a la América Latina mestiza, en particular a Medellín, vemos que a las nuestras primero les pusimos nombres cotidianos, El Resbalón, El Codo, La Amargura; luego, las cubrimos de pasado a la europea, con nombres de batallas de la Independencia; y por último, las numeramos a la estadounidense. Haciendo caso a todos a la vez y a nadie en particular.
Así se fue creando una forma muy nuestra de relacionarnos con las calles por lo que no son o dejaron de ser. Y podríamos decir que hay dos formas de ser medellinense: quienes conocen las calles por sus nombres y quienes las prefieren por sus números —si algo diferencia a un taxista curtido de un neófito de Uber es este pequeño detalle histórico, por no mencionar a Waze—.
Calle Boyacá. Benjamín de la Calle, 1900.
Las muy heróicas Maturín y Niquitao primero fueron Guanteros y San Francisco, por mencionar un par con reminiscencias bélicas. Bolívar, el Camellón del Llano; y Carabobo, el Carretero Norte. También las hemos llamado con dos nombres al mismo tiempo: Avenida Oriental y Avenida Jorge Eliécer Gaitán, por ejemplo. Incluso, en una explosión de eclecticismo nominal, al curso de una misma vía le hemos atribuido tres personalidades en menos de un kilómetro: Avenida La Playa, Avenida Primero de Mayo y Avenida de Greiff, con sus respectivos números consecutivos: 51, 52 y 53.
Pero esas vías, llámense caminos, camellones, carreteros, calles o carreras —con nombres comunes, históricos o con números—, nos han permitido ampliar nuestros horizontes. Nos han acercado la periferia al Centro, creando nuevos barrios a su paso; y también nos han alejado del Centro para fundar otros territorios.
En la Medellín colonial las principales calles demarcaban el perímetro de la Plaza Mayor —el centro de la villa— y en ellas vivía la gente importante: funcionarios reales y criollos, jerarcas de la Iglesia y peninsulares influyentes. “El diseño de la Plaza se realizó a cordel y regla, así salían las calles en línea recta, constituyendo una trama urbana en cuadrícula, que seguía un patrón octogonal, en forma de damero. Este diseño, ordenado por la legislación española, no siempre coincidió en la práctica. En la villa de La Candelaria de Medellín, las limitaciones físicas y sociales que imponían las quebradas, las casas, la distribución de los solares, la terquedad de los vecinos, etc., hicieron que algunas calles tuvieran trazos irregulares, cóncavos y angostos, que aún hoy es posible apreciar”, como se lee en la introducción del libro Historias callejeras, editado por el Archivo Histórico de Medellín en 2014 (p10-11). A la vista las tenemos hoy, como Barbacoas, que sigue el curso de la quebrada La Loca o la venerable Avenida La Playa, que sigue a la Santa Elena.
Calles medio rectas, medio torcidas; truncas la mayoría, que un poco más de un siglo después de la Independencia hacían dudar a Tomás Carrasquilla de la rectitud del espíritu medellinense. Decía el escritor en 1919: “…lo de más es aquello de topetarse unas calles con otras; de interrumpirse aquí para seguir más allá o para no seguir; es aquello de incomunicar, como si fueran para gafos o apestados. Estos resabios coloniales, o si se quiere estilos, en achaques de edificaciones y ensanches urbanos, apenas si han desaparecido de quince años para acá. No hace veinticinco principió el trazado de estas hermosas calles de Caracas, Perú, Bolivia, Argentina y La Independencia, y, sin embargo, las cinco miden en su primer estadio trunco algo más de dos cuadras” (Medellín, p65).
Calle Junín. Manuel A. Lalinde, ca. 1920.
Esas calles del último cuarto del siglo XIX, hechas a medias e irregulares, “unas son culebras, otras garabatos”, hacían que Carrasquilla apelara a “filósofos patagones” para decirnos que el enredo de caminos enredaba el espíritu. “Según eso, el alma medellinita debe ser una maraña”, sentenciaba el escritor. Por esos años —como ahora—, los medellinenses nos enmarañábamos con el paisaje, tratando de hacerlo nuestro, a nuestra manera.
Cuenta Lisandro Ochoa en sus Cosas viejas de la Villa de la Candelaria, que “según la tradición, las calles… se trazaban respetando las sinuosidades de un vallado o de un cerco de piñuela, igual que los desniveles del terreno. Como el agrimensor y el teodolito eran desconocidos, las mesuras se hacían a cabuya pisada, sin tener en cuenta las pendientes. Había la leyenda de que nuestros antepasados preferían desviar el trazado de una calle por respetar la vida de un árbol” (p13).
Hoy, cuando algunos espíritus citadinos buscan desenredar el pasado y demandan privilegiar la flora y la fauna urbanas sobre las obras civiles, conviene no olvidar la actitud de nuestros antepasados del siglo XIX. Ochoa recuerda cómo la calle Boyacá, en el crucero con Tenerife, “fue desviada por no sacrificar un aguacate que había en una esquina”, y la calle Maracaibo también “fue desviada por no hacer lo mismo con un corpulento mango”.
Hacia 1871 se inició la construcción de los carreteros hacia el norte y el sur, que permitieron la integración y promovieron el poblamiento del valle de Aburrá desde Barbosa hasta Caldas. El carretero Norte sirvió de eje ordenador del Plan de Ensanchamiento de 1890 y del Medellín Futuro de la primera década del siglo XX. Y ambos relegaron la importancia de los antiguos camellones coloniales que como decía Carrasquilla “parece que en los tiempos bendecidos del Rey Nuestro Señor y de la Patria Boba, no había en esta villa noble y leal más camellones que las vías naturales hacia el Norte y hacia el Sur; ésta, tortuosa y ondulada; aquélla, plana como una mesa: El Llano y La Asomadera, nada menos” (p56).
Calle Amador. Gabriel Carvajal, 1964.
Dicho proceso de expansión urbana, promovido por los carreteros, “posibilitó el saneamiento de las áreas inmediatas, el control del desbordamiento de las quebradas y ríos, y la construcción de puentes que permitieran ir ampliando la frontera urbana hacia áreas potencialmente urbanizables”, como cuenta el arquitecto Luis Fernando González en Medellín, los orígenes y la transición a la modernidad: crecimiento y modelos urbanos 1975-1932 (p77). Así ocurrió con el puente sobre la quebrada La Palencia, que hacía parte de la ampliación del Camellón de Ayacucho o Carretero del Oriente (iniciado en 1873), que no solo mejoró la conexión con Rionegro, sino que permitió la formación del barrio Buenos Aires.
Para regocijo de Carrasquilla, que se quejaba de “las gentes que vinieron después” de los rezagos coloniales, porque “¿qué iban a hacer para compaginar lo viejo con lo nuevo? Pues empeorar lo chapetón. Romper aquí; empatar allá; sacar manzanas en triángulo, en pentágono, en bonetes, en demonios coronados; apurar la hispánica torcedura: porque los muertos mandan, aunque nos pese a los vivos, mayormente en cosas que perduran” (p65), los carreteros Norte y de Oriente, reconvertidos en la carrera Carabobo y la calle Ayacucho, partían la ciudad en una rectilínea cruz de varias leguas. “Las vías más largas de la ciudad progresista”, las definió el escritor, congraciado con cualquier indicio que nos llevara a medio enderezar el espíritu.
Y fue precisamente en Carabobo y Ayacucho —esas vías que al decir de Carrasquilla “se alejan de las estrecheces peninsulares, se ensanchan, se dilatan, se embellecen, bien así como las colonias de España se emanciparon”; vías arterias del Centro de la Medellín del siglo XXI— donde recientemente se han llevado a cabo las principales transformaciones de ese enrevesado espíritu medellinense, y se ha puesto en marcha un verdadero cambio de orden: el imperio del peatón, del transporte público y de la bicicleta.
En la última década, en Carabobo y Ayacucho se ha llevado a la práctica lo que debe ser la movilidad en el Centro de la ciudad actual y futura. En 2005 se dio paso a la peatonalización de Carabobo entre San Juan y la Avenida de Greiff, lo que también dio pie para que se le empezara a llamar Paseo Peatonal Carabobo. Y en 2015, con la puesta en funcionamiento del nuevo tranvía, se abrió a la ciudad —al peatón, al ciclista y al transporte público— el Corredor de Ayacucho. Nuevos “paseos” y “corredores” que ingresaban tímidamente a formar parte del rico vocabulario que han tenido nuestros caminos.
El primero con un carácter primordialmente comercial y el segundo que se anunciaba como “turístico y patrimonial” le abrían al ciudadano de a pie mayores posibilidades de encuentro y de reconocimiento de su propia historia e identidad. El tradicional ensanche —una de las formas preferidas de los dirigentes de antaño de materializar lo que ellos consideraban progreso—, que había permitido el crecimiento de la ciudad a lo ancho, a lo largo y a lo alto, que llegó al punto de partirle el corazón por la mitad, como lo hizo la avenida Oriental, y que se convirtió en adagio popular —“se lo llevó el ensanche”— en referencia a lo que se pierde definitivamente, ya no era la única forma de ampliar nuestro paisaje ni de entender nuestra relación con las calles.
Aérea de Medellín. Gabriel Carvajal, 1976.
A partir de 2016, desde la gerencia de la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU), se dieron a la tarea de elaborar un Plan de Convergencia para el Centro de Medellín. “Recogimos trece iniciativas de intervención en el territorio de los últimos quince años, públicas y privadas: de la Universidad Pontificia Bolivariana, la Nacional, el arquitecto Luis Fernando Arbeláez, Urbam de Eafit. Superpusimos las diferentes propuestas por capas y donde encontramos convergencias decidimos que serían las líneas iniciales para el nuevo Plan Integral del Centro”, recuerda César Hernández, ingeniero civil y exgerente de la EDU.
En relación con la movilidad, la primera conclusión del análisis fue que la planeación y la intervención debían partir de considerar el futuro del Sistema de Transporte Público (STP) y del metroplús en el Centro, que ya tenían delimitado un anillo conformado por la avenida San Juan, la Oriental —incluidos los puentes— y la avenida del Ferrocarril para frenar la llegada de nuevas rutas de buses. “Dentro de ese anillo pensamos los atravesamientos horizontales y verticales para crear una malla peatonal de sur a norte y otra de oriente a occidente, que permitiera a la gente desplazarse desde San Juan hasta Prado y también por La Playa, Amador, etc., incorporando además un sistema de transporte en bicicleta dentro de ese corazón o anillo cerrado”, explica Hernández.
La segunda conclusión fue que la intervención, además de contar con un espacio público renovado, debía facilitar una movilidad urbana sostenible, que priorizara al peatón, reorganizara el transporte público y creara ciclorrutas —y la proyección de unas cincuenta nuevas estaciones de EnCicla—. Adicionalmente, debía tener un fuerte componente ambiental: conservación de especies arbóreas existentes, siembra de nuevas especies y aumento de jardines. El fin último era lograr que el Centro mejorara y ampliara su oferta como lugar de encuentro y permanencia. En ese anillo de convergencia, que constituye el corazón del Centro, y tomando como ejes la avenida La Playa —con sus tres personalidades entre el Museo Casa de la Memoria y el Museo de Antioquia— y la carrera Bolívar —desde San Juan hasta el Parque Berrío—, se priorizaron cuatro paseos: los propios Bolívar y La Playa más La Bastilla y Junín; y diez corredores: Maturín, Perú, Barbacoas, Boyacá, Amador y Córdoba, y cuatro llamados corredores verdes: Oriental, Ferrocarril, Argentina y El Poblado.
En este contexto, la EDU entiende el paseo urbano “como un espacio público ideal para actividades culturales, comerciales y de interacción social”, que invita a permanecer en él; y el corredor “como un espacio público lineal donde se combina el trásito peatonal y el vehicular”, que conecta parques, plazas y otros puntos de referencia.
“La avenida La Playa y Bolívar son los ejes estructurantes de la intervención, porque atraviesan el Centro con mayor capacidad”, dice Carlos Puerta, arquitecto líder del estudio Arquitectura y Espacio Urbano, ganadores del concurso público para intervenir la carrera Bolívar. “Los paseos y corredores han ido teniendo una intención. Bolívar tiene el tema de identidad, La Bastilla y La Alhambra son históricos. Otros son más funcionales. Amador es un corredor funcional con una carga comercial muy alta. La Playa está cargada de verde, se pasa a dos carriles y se carga de verde el borde. Un carril se vuelve ciclorruta”, añade Puerta.
Todos los paseos y corredores sumarán metros cuadrados de andes y jardines y para hacerlo se reducirán el número de calzadas vehiculares. “En Bolívar teníamos dos, va a quedar una; en Amador y Maturín tres, van a quedar dos; en Alhambra tenemos dos y la idea es que quede una. Ese corredor vehicular que se reduce es para ampliar espacio público”, dice Diego Pérez, líder social de la EDU.
Si tomamos como referencia las fichas técnicas de los dos ejes estructurantes, La Playa y Bolívar, vemos que entre ambos aportarán más de dos mil metros cuadrados de nueva superficie peatonal, 2.1 kilómetros de ciclorruta, aproximadamente diez mil metros cuadrados de espacio público y 187 nuevos árboles.
Es un ensanche a la inversa, ya no pensado para abrirle paso a los vehículos automotores, sino para ampliar nuestra relación y posibilidades de interacción con el Centro. Uno que permita la contemplación, mejore las condiciones ambientales y nos aligere el espíritu enmarañado que hemos ido complicando y acelerando con el paso del tiempo.