Al pie del Centro
Eliana Castro Gaviria

Barrio Suramericana

Si Suramericana —el conjunto de ocho torres de apartamentos entre las calles Pichincha y Colombia, a orillas de una canalización y de una estación del metro— fuera un hombre sería un abuelo, alto, atlético, pulcro e intelectual. Se levantaría a las siete de la mañana, no antes porque ya madrugó durante muchos años, caminaría hasta el estadio y regresaría una hora después. En la tarde saldría a chuparse una paleta amarilla acompañado por su perro. Los viernes, muy a las cuatro de la tarde, se sentaría en uno de los locales del parquecito arborizado que comunica con los edificos de Sura y Protección a conversar sobre política, recordaría amores y antes de las ocho de la noche ya estaría otra vez en casa.

A finales de los años cuarenta del siglo pasado, Paul Lester Wiener y José Luis Sert, dos urbanistas europeos, con sus gabardinas, sombreros y maletines, aterrizaron en Medellín para elaborar el Plan Piloto que integraría el Valle de Aburrá. Entre otras disposiciones, sugirieron construir parques, escuelas, viviendas y antejardines en la zona occidental de la ciudad que, poco a poco, caóticamente, se había poblado de industrias de tejidos, licores y jabones.

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Edificios multifamiliares del Centro Suramericana. Sector de La Otra Banda. Horacio Gil, s.f.


Hombres de negocios, como J.B. Londoño o Mario Posada, ya les habían echado el ojo a aquellas tierras baratas y planas,pero cenagosas, y se habían apoderado de buena parte de ellas. En 1953, el propio Posada le ofreció a Suramericana de Seguros uno de sus lotes, cercano al río Medellín y a la autopista. Y Jorge Molina, entonces presidente de la compañía, supo que aquel sería —porque no era— el sitio ideal para invertir en bienes raíces.

A pesar de que ya se adelantaban las primeras obras de valorización del sector, como ensanches y aperturas de calles, rectificación y canalización del río, acueductos y alcantarillados, el mundo al otro lado del río seguía siendo un “zancudero”, distante, dependiente de las pataletas de las quebradas La Hueso y La Iguaná. Pese a esto, Suramericana compró el lote.

En los años siguientes vinieron las discusiones internas sobre qué hacer con él: ¿una sede de la compañía?, ¿un proyecto de vivienda en altura para la clase media? En uno de sus viajes de negocios, Molina quedó fascinado con algún barrio a las afueras de París donde sus habitantes paseaban tranquilos entre árboles, locales comerciales y las casas de sus vecinos.

Alguna espinita debió quedar de esa escena. El 29 de octubre de 1965, en primera plana del periódico El Correo, los medellinenses vieron por primera vez la maqueta del Centro Suramericana, con las primeras tres torres multifamiliares y la promesa de sembrar cuarenta búcaros. A decir de la nota, las obras costarían unos ciento cincuenta millones y se advertía que podrían llegar a los doscientos de acuerdo con las ventas de apartamentos; apartamentos concebidos, desde sus orígenes, para la clase media-alta de Medellín. Ocho años después, las notas de presa anunciaban siete bloques en 116 mil varas cuadradas, de las cuales 65 mil se destinarían a parques y zonas verdes.

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A Alejandro Muñoz Londoño se lo advirtió su suegro: “Mijo, nunca se vaya de Suramericana que el día que el río Medellín esté limpio seguramente ese va a ser el puerto”.

En los noventa, treintañero, casado y con tres hijos —Manuela, Mariana y Martín— llegó a vivir a la torre número 5, “enamorado de que todo estaba cerca: colegios, iglesia, universidades, almacenes, notaría, bancos”. Y una estación de metro, lo más parecido a un puerto en una ciudad sin mar.

A esta hora, tres de la tarde, en el parque —llamado por capricho de “las flores”—, un jovencito lee alguna novela de Murakami, otro mira su celular aprovechando el internet gratis y un par de mujeres pasean a sus perros. Alejandro —alto, camisa roja, cejas pobladas, ojos confusos— está sentado en una de las mesas del café-restaurante La Manuela. Es lunes y el lugar está solo, quizás por eso tiene ganas de charlar: “Esto es lo máximo. A dos cuadras de la autopista y de Colombia y mirá el silencio, mirá el verde, la frescura; la gente me dice: ‘Alejo mantené ruanas para cuando nos dé frío en la noche’”. Y quizás sea cierto, aunque es media tarde sopla un viento fresco.

Alejandro nació en San Joaquín a mediados de los sesenta. Al pie del CentroComo sus abuelos vivían en Sopetrán era un ritual casi sagrado que, a la venida del pueblo, la familia cruzara en bus la calle Colombia y se bajaran en el Éxito —otrora el famoso almacén Sears—. Entonces se iban caminando por toda la 65 viendo el mundo cambiar: alzándose un edificio allá, otro allá, una torre aquí y otra allá. “Pero los primeros edificios altos que vi fueron los de Suramericana, unos edificios hechos sin ninguna clase de hambre”, dice.

Durante las más recientes elecciones para ediles de la Comuna 11, mientras hacía campaña, los vecinos alcanzaron a llamarlo “El alcalde de Sura”. Alejandro es, desde 2012, una de las cabezas de Amisura, una sociedad de amigos que luchan para que la urbanización se mantenga verde y reluciente, para que el parque no sea un simple sitio de paso sino de integración y para que los vecinos se conozcan y cuiden entre sí. Para que Suramericana sea, pues, una familia.

Quizás el orgullo mayor de este grupo de amigos es el Bazar Sura, una feria a mediados de año en la que participan la mayoría de vecinos: unos sacan sus productos, alquilan puestos y venden comida, bisutería, ropa o plantas; otros aprovechan y compran. Todos disfrutan del parque, de un día de sol y de un par de números musicales. El bazar está inspirado, aunque guarda sus proporciones, en Bazarte, aquel festival de músicos, poetas, intelectuales que, durante los ochenta, se realizó en estas mangas por impulso de Nicanor Restrepo.

Más de un vecino dice que esta es una unidad autosostenible, porque es su propia comunidad la que reúne el dinero para pagar la vigilancia privada del parque, los trabajadores que arreglan andenes, ponen bancas y canecas de basura y el jardinero que sostiene cámbulos, hurapanes, magnolios, almendros, palmas, eucaliptos y veraneras.

Mientras Alejandro habla, un vecino llega al café y, entre señas, le pregunta si alguien le dejó un mensaje. Alejandro le dice que sí, que le llegó un mensaje de Xiomara y Mariana —estudiante de aviación, simpática y paciente— conecta al hombre sordo en un chat con su novia desde el celular de Alejandro. En el parque, un muchacho toca el acordeón.

 

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Suramericana —sea centro, urbanización o comunidad— tiene alma de finca antioqueña, por sus árboles de mangos, peras y nísperos, el cantar de sus pájaros y sus maneras antiguas en las que conocidos y extraños dicen “buenos días”, “hasta luego” y “gracias”. Tiene también algo de campus universitario, por sus torres distribuidas alrededor de una plazoleta —conviene recordar que Raúl Fajardo y Augusto González, dos de las tres cabezas de su diseño, tuvieron en sus manos los proyectos de campus como los de la Universidad de Antioquia y la de Medellín—. A decir de sus habitantes es un oasis, un pulmón.

El juego es casi inevitable: sentarse en sus amplios andenes a imaginar la vida de cientos de hombres, mujeres, niños y mascotas tras las fachadas de sus edificios.

Las torres 2, 3, 4, 5 y 6, construidas en los setenta, son similares en su concepción. Tienen apartamentos de cuatro habitaciones, una para servicio, balcón, dos baños, un par de salones y un balcón.

La torre 1 es la única con nombre distinto: Otrabanda. Es también la más pequeña —ubicada sobre la calle 64B—: sesenta apartamentos y unos veinticuatro garajes. El techo y la primera ventanería fueron hechos de madera; por eso, vista desde afuera, es la más oscura. De uno de los balcones, una mujer mayor habla por teléfono: “Ponete pues las pilas que vos sos mi ángel de la guarda”. Atrás hay un parque infantil, pero sin niños.

A partir de Suramericana 2 aumentan los garajes y aparecen, en el primer piso de cada edificio, los locales comerciales: arepas venezolanas, peluquerías, tiendas. De sus balcones brotan muchos jardines con cuernos y helechos y alguna ventana de los pisos inferiores luce atrapasueños y mandalas. Es la única torre que, en sus últimos pisos, tiene cuartos útiles.

En el edificio 3 ya no hay cuartos útiles —la idea no fue muy funcional, al parecer—. El 4 no tiene terraza. En el 5 sí, pero es la torre con menos jardines en su fachada. La torre 6 es la más movida: hay notarías, restaurantes, consultorios médicos, sastrería y hasta una tienda de joyas; es la única con dos pisos destinados al comercio. Cuentan que en esta torre vivía el mismísimo Jorge Molina, a quien le quedó tan pequeño el apartamento para sus seis hijos que tuvo que comprar dos.

La 7 está más cerca de la 1 que de la 6, tiene dos entradas y una terraza grande en el segundo piso. La 8 es la torre más adolescente: construida a comienzos del 2000, ya no con el ladrillo tradicional sino con uno catalán. Luce más viva. Tiene dos salones sociales y tres pisos de parqueaderos. Mientras en el resto de los edificios, por piso, hay cuatro apartamentos, en la 8 hay seis.

En esas torres, detrás de sus cortinas, casi siempre blancas, claras, viven libreros como Gloria Melo, que tiene su librería Al pie de la letra hace veinticuatro años; también periodistas, escritores, profesores, siquiatras, ingenieros, la mayoría profesionales. “Este es el corazón de Medellín, está en medio de todo. Puede que no sea un buen vividero para los jóvenes y sus fiestas, pero sí para uno que se encierra con las gallinas”, dice Adolfo Giraldo, habitante de la torre 4.

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Lo primero es una sala comedor estilo Luis XVI y una cocina larga, muy blanca, seguidos de un salón con dos sillas isabelinas, un par de sofás y una mesa de mármol con patas de madera. Al fondo, con vista al sur de la ciudad, un balcón repleto de plantas. Marta Arias Molina está sentada en uno de los sofás y, como sorprendida por el recuerdo, dice: “Una vez leí en el periódico la historia de un celador que mató a un indigente porque se encaramó a un árbol por un mango. Y yo decía: ese no fue el legado de mi tío, eso no es lo que quiso ver. Él se hubiera muerto de tristeza con esas noticias”.

Alto, acuerpado, nariz aguileña, buen cocinero y buen pescador, así describe Marta a su tío, Jorge Molina Moreno, presidente de Suramericana durante veinte años y alcalde verde de la ciudad entre 1986 y 2001. Se sabe que por él se sembraron más de treinta mil árboles en Medellín: “Mi tío sembró árboles de guayabas, de mangos y nísperos porque decía que quería ver a los niños encaramados en los árboles. Mucha gente de la calle, de hecho, se ha alimentado de los guayabos y de los mangos, para eso eran”.

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Cuando Marta era una adolescente de trece años, su mamá, hermana de Jorge, le dio un ultimátum a su esposo: después de veinte años radicados en Bogotá, era justo regresar a su ciudad natal. La familia entonces llegó a mediados del 75, cuando Suramericana 4 era la torre más reciente, la de mejores acabados, la mejor ubicada —no estaba cerca de la calle ni de la canalización—. Y allí puso los ojos la madre, en el piso 12, convencida de que nadie nunca taparía su vista. “Y ahora, mirá: nos taparon unos poquitos, el edificio de Protección, el 7 y el 8. Pero eso es parte del progreso: ver esta ciudad en la noche, llena de luces, como un pesebre es muy lindo”.

En estos 167 metros cuadrados —cuatro habitaciones, tres salones y un balcón— Marta dibujó sus primeros planos como estudiante de arquitectura; estudiando fue que escuchó a sus profesores decir “si hay un temblor en Medellín, los últimos edificios que se van a caer son los de Suramericana”. Desde este balcón vio incontables veces a su padre, abogado en Camacol, avisarle a su madre que calentara el almuerzo porque allá iba. En este salón les contó a sus padres que dejaría su trabajo como arquitecta y montaría un negocio de comidas. Muchos años después, sucediendo a su padre y a su madre, asumiría la presidencia de la junta del edificio porque siempre le oyó decir a él que “uno tiene que velar por las cosas de uno, porque si no se deterioran”. Aquí todo lo vivió y lo aprendió.

“Ojalá hubieran construido un edificio con apartamentos pequeños para la gente que se va quedando sola, como yo”, lo dice cuarenta años más tarde, mientras un fotógrafo de alguna compañía inmobiliaria dispara con una cámara; en pocos días pondrá en venta el apartamento. “Me voy, pero el corazón se queda”.

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En el Toscana, minimercado y uno de los cafés del parque, tres mujeres conversan. Otros personajes merodean el lugar: el tipo que canta tangos, “elegante y ceremonioso”, el flautista “enloquecedor”, el que canta canciones de Serrat, solo Serrat, un vendedor de agujas que lleva un año vendiendo las últimas agujas que le quedan. Claudia Jaramillo —habitante de la torre 6— recuerda sus épocas como comunicadora de Suramericana en los ochenta, cuando coordinaba la oferta del teatro El Subterráneo: “Cine europeo, diferente, mucho más culto, de producción”. Mientras beben una aromática, un tinto y un jugo de naranja, Luz Elena Arango y Claudia Vergara, primas, cuentan sus compras en el bazar del fin de semana pasado: pijamas, ropa interior, tendidos de cama.

“Esta es una comunidad muy suigéneris”, dice Claudia. “Es abierta, sí, pero con una tradición muy importante de familias. El sentido de comunidad nuestra no es el sentido ajeno al otro. Todo el mundo cuida a todo el mundo, todo el mundo cuida a Suramericana”.

“Y tenemos este parque: uno se siente por fuera de Medellín aquí”, concluye Luz Elena.
En una ciudad atiborrada, sofocante y acelerada, esto último es casi un milagro.

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