El Edificio Henry: Una memoria arquitectónica en el centro de Medellín

Edificio Henry. Fotografía Rodríguez, 1925.


“Me parece evidente que aquellos que no tienen memoria
tienen una oportunidad mucho mayor de tener vidas felices
que aquellos que la tienen. Pero hay algo de lo que no puedes
escapar: una inclinación natural a volver la vista atrás. Si intentas
escapar de la memoria acaba disparándote por la espalda”.
W. G. Sebald

Hay edificios del paisaje urbano que no pasan desapercibidos pese a su arrinconamiento, su aparente olvido o su “natural” disposición en alguna esquina de la ciudad, que los hacen discretos y no parecen llamar la atención de los desprevenidos y ajetreados transeúntes. En parte, y solo en parte, es la situación de un edificio ubicado en la esquina noroeste del parque de Berrío de la ciudad de Medellín. Se llama el Edificio Henry como bien se lee en letras de bronce, siguiendo la forma del arco de la portada, o más arriba, inscrito en bajo relieve en la cornisa de la misma portada, para que no haya lugar a equívocos.

El edificio Henry, por el sólo hecho de estar en el cruce de la calle Boyacá con la carrera Bolívar, en pleno corazón histórico de la ciudad, el parque de Berrío, del cual hasta hace unos pocos años se enorgullecía la mayoría de la gente de Medellín, al punto de preciarse haber nacido allí, implicaría no ser considerado discreto. Pero el solo hecho de haberle pasado por el frente y a pocos metros la estación y el pesado viaducto en concreto del sistema de transporte —el Metro—, irremediablemente ocultó para la ciudad su fachada y dificultó su visualización, pese a que, de manera paradójica, permitió apreciar a corta distancia y en diferentes alturas sus particulares características estéticas. (…)

Pese a todo, en la ciudad, especialmente en el centro, se mantienen todavía algunos edificios representativos que se resisten al paso de los años, al abandono y al abuso inmobiliario, y llaman la atención de muchas personas que ven en sus formas señas de otros tiempos, inquietantes llamados al pasado y sus detalles ornamentales son un principio de declaración estética no claramente comprendida. Sin lugar a duda uno de los más representativos es el Henry, con sus locales comerciales en el primer piso y las oficinas en los seis pisos restantes. Las huellas y las evidencias lo delatan, y por eso este edificio, parodiando al escritor mexicano Juan Villoro para el caso de los de Berlín, es “una ponencia en concreto sobre el accidentado transcurrir del tiempo”, aunque los de aquella antigua capital alemana eran ponencias en piedra.

Como ponencia debería decir mucho a la ciudad, a su historia y su patrimonio; sin embargo, despistados y apurados patrimonialistas, muchos de ellos haciendo negocios en el mercado de la memoria y la nostalgia, no saben cómo considerarlo: de “estilo europeo” dicen unos, un “edificio clásico” señalan otros, de influencia norteamericana algunos más, y, así, de manera incierta tratan de catalogar este representativo edificio, a lo que se suma además que se hizo “según planos de un ingeniero norteamericano”. Aparte de precisiones históricas y taxonómicas, este edificio marcó una impronta fundamental dentro de la historia urbana por lo que significó en la introducción de cambios tecnológico-constructivos, en el paso de una ciudad horizontal a una vertical, y en la manera como se abordó y renovó la estética arquitectónica al final de la década de 1920 cuando fue construido e inaugurado.

El Edificio Henry: Una memoria arquitectónica en el centro de Medellín

El Edificio Henry fue diseñado y construido con la dirección del arquitecto bogotano Guillermo Herrera Carrizosa a instancias de sus promotores, los comerciantes Enrique Mejía O. y Benjamín Moreno, para ocupar el lote que quedó luego del incendio ocurrido en mayo de 1922, que acabó no solo con el antiguo local esquinero sino con muchas otras edificaciones en la calle Boyacá, la gran mayoría de ellas de tapia y cubierta de teja de barro. El nuevo edificio Henry se inauguró a principios de 1929 y el hecho de haber sido construido en concreto armado ya es, de por sí, un primer aspecto significativo, además de la parafernalia técnica para sus instalaciones eléctricas, los equipos y sistemas de abastecimiento de agua, de ventilación mecánica y ascensores, que marcaron una impronta renovadora en la ciudad. Igual se puede decir de su funcionalidad arquitectónica, con una planta simple, clara y lógica para la circulación y distribución a las distintas oficinas.

En segundo lugar, implicó una nueva etapa en la verticalidad arquitectónica de la ciudad, pues incrementó en dos pisos las construcciones comerciales. El mayor alarde constructivo de la ciudad hasta el momento, en términos de la arquitectura comercial y obviando la arquitectura religiosa, especialmente la nueva y monumental catedral que también se terminaba por estos años, había sido el Edificio Olano, promovido por el comerciante Ricardo Olano y construido entre 1920 y 1922, cuyos cuatro pisos lo reputaron como el edificio de mayor altura en su momento, además de marcar un hito por la novedosa incorporación de un ascensor. Situado también en el cruce de la carrera Bolívar con la calle Boyacá, carrera Bolívar de por medio, el Olano fue superado por el Henry tanto en lo técnico como en altura, determinando el punto de quiebre hacia lo que se llamó el “rascacielismo”.

En esta década de los años 1920 se expresaron críticas por la subutilización del suelo urbano de lo que ya se consideraba como el centro comercial de la ciudad, debido a la costumbre de construir casas de dos pisos manteniendo la vieja tipología de un primer piso para la renta y el segundo de vivienda para los propietarios, cuando en Estados Unidos —en Chicago y Nueva York— habían demostrado la posibilidad de aprovechar el aire con los “arañacielos”, “skyscrapers” o “rascacielos”; incluso, en Bogotá ya se había adoptado esa nueva manera arquitectónica con la construcción del edificio Cubillos en 1927, un edificio de ocho pisos en concreto armado. De ahí que la construcción en Medellín del Henry y el inicio del edificio de Peláez Hermanos, en mayo de 1928, fueran celebrados como una forma de economizar pero también de quitarle la chatura a la ciudad y de paso al espíritu de los habitantes. El arquitecto Martín Rodríguez terminaría por argumentar en 1930 el valor, importancia y novedad estética del “rascacielo”: “Se aúnan en él…el máximum de eficiencia y la técnica implacable, con el gusto artístico más refinado y sutil, dentro de su grandiosidad”; aunque sólo en 1938 se volvería a plantear la construcción de uno nuevo para iniciar en definitiva el despegue hacia las alturas.

El tercer aspecto a considerar es el estético, pues el Henry fue uno de los aportes renovadores a la reconfiguración estética de una ciudad que en la década de 1920 había sido dominada por el trabajo historicista del arquitecto belga Agustín Goovaerts. Pero, a finales de la misma década, se incrementó no solo una oposición a Goovaerts, situación que no se puede considerar exclusivamente xenofóbica, aunque algo de ello había, sino que escondía tintes políticos y, una buena parte, de los intereses por parte de los arquitectos locales de construir una nueva arquitectura para la ciudad.

Precisamente en 1928, cuando se estaba a punto de terminar la construcción del edificio Henry, la presión y los ataques contra el arquitecto belga arreciaron, pues, desde diferentes frentes en la prensa local, los estilos arquitectónicos que había definido para los edificios gubernamentales (los palacios de gobierno nacional y departamental) eran descalificados por inapropiados. El gótico de uno y el románico de otro, según el arquitecto diseñador, fueron defendidos con vehemencia y considerados por él como apropiados para edificaciones civiles como había ocurrido desde la Edad Media, habiéndose desarrollado incluso un “gótico civil” y no exclusivamente religioso como señalaban los detractores de estos proyectos que, por el contrario, los consideraban no solo inadecuados sino ajenos a las realidades locales, pues no contribuían al “buen desarrollo de una arquitectura propia”, como apuntaba el también arquitecto Tulio Medina, quien además proclamaba la necesidad de incorporar las “influencias que mejor se adapten a nuestras necesidades y a nuestra raza y teniendo muy en cuenta que los estilos arquitectónicos no resultan de meros caprichos sino que obedecen a causas lógicas de las condiciones de cada pueblo”. (…)

Es necesario señalar que Herrera Carrizosa había estudiado arquitectura en la Universidad de Míchigan y luego prosiguió estudios en París en el Instituto Francés, donde ganó el Premio Roma de Arquitectura en 1925. (…) Cuando llegó a Medellín a principios de 1927 ya tenía un bagaje académico, profesional e intelectual que puso a disposición de la ciudad. Al parecer, su arribo a la capital antioqueña se debió a cuestiones sentimentales al entablar una relación con una hija del rico comerciante Alejandro Ángel El Edificio Henry: Una memoria arquitectónica en el centro de Medellín, lo que le permitió no solo instalarse en esta ciudad, sino que aseguró un prestante círculo social y económico para su ejercicio profesional, al punto que su propio suegro le encargó el diseño del proyecto para el Teatro Hotel “Angelia”, un proyecto que se promovió y fue portada de revista, pero no se construyó pues la empresa se abandonó luego del fin de la relación del arquitecto y la hija del empresario. (…)

Para este arquitecto bogotano la arquitectura era la manifestación concreta del espíritu colectivo de un pueblo, en la que se expresaban sus anhelos, sus sueños, sus visiones de la vida y su universo. Y eso quería hacer con sus propuestas arquitectónicas, para que dejaran de lado esa “mescolanza antiestética, todos los motivos arquitectónicos que el mal gusto ha hallado fuera del país”, y, por el contrario, expresaron algo colombiano. Señalaba: “Mi anhelo es sencillo: crear una arquitectura nacional que corresponda a nuestro clima, nuestro temperamento y nuestras necesidades, y que encarne en formas comunicables nuestro ideal de vida, de belleza y de inmortalidad”. Y parte de ese algo colombiano y nacional lo creía hallar en una tradición hispanista que ya había comenzado a experimentar en los estados del sur de los Estados Unidos al lado del arquitecto Dwight James Bau en palacios y residencias que se conocían como de estilo “mediterráneo”. (…)

Eso es lo que de alguna manera trató de expresar Herrera Carrizosa en el edificio Henry. En un edificio dentro de los principios estéticos clasicistas de la Escuela de Chicago aunó la decoración de raigambre castellana y plateresca, para hacer una obra austera, de elegancia contenida, a la vez que proyectaba la solidez y altivez que se esperaba de un edificio comercial. Una pequeña torre a la manera de los skyscrapers de Chicago, no en acero y mampostería como aquellos, pero si en cemento armado, dividido su volumen en los tres componentes básicos de una columna clásica —basa, fuste y capitel—, cuya división se aprecia claramente por las cornisas o franjas horizontales que delimita cada componente y se acentuó con la decoración aplicada en cada parte. El arquitecto Carlos García Prada lo describió en su momento con gran precisión:

En el primer piso, ricamente ornamentado con motivos de pura y graciosa inspiración plateresca, nos encontramos en presencia de un serio estudio arquitectónico en el cual no sabe uno qué admirar más, si la gracia juguetona y exquisita de los detalles decorativos, o el noble ritmo que la subordina al conjunto. Hay allí suavidad, serenidad, energía y ligereza. Ni una sola nota desentona la composición. Y sin embargo, la vista del observador no llega a ‘fijarse’ en el primer piso. Dotado el edificio, en su totalidad, de un hondo, enérgico dinamismo, lo obliga a ascender imaginativamente para recrearse después en los pisos segundo, tercero y cuarto, todos sobrios, admirablemente controlados, en los cuales campea el más severo gusto castellano, y luego, al terminarse la feliz ascensión, la vista se deleita en la contemplación del último piso, también ricamente decorado, que sirve de coronación al organismo. Vemos, en estos contrastes, algo de sentido estético que inspiraba a los maravillosos artistas árabes que tan bellas cosas hicieron en tierras de España.

García Prada destacó la inspiración en los lenguajes de la tradición española como el más adecuado, pues era un eficaz intérprete de las tradiciones antioqueñas, en donde se aunaba un espíritu conservador y progresista, de acuerdo a su perspectiva analítica. De esa manera Herrera Carrizosa aprovechaba el aire de Medellín, construía un edificio eficiente con importantes adelantos tecnológicos e incorporaba al paisaje urbano una arquitectura cuyo estilo consideraba el más pertinente y adecuado a los tiempos y a la sociedad que lo promovió.

Pese a la estorbosa estación del Metro, todavía es factible “ascender imaginativamente” y recrearse con los elementos decorativos y algunos palimpsestos que han quedado por el uso que se ha hecho del edificio en estos ochenta y dos años. Es cierto, desafortunadamente ya no está la portada plateresca, eliminada o tapada por acabados que imitan bloques de mármol, pero queda aún el cartucho decorativo en todo el chaflán u ochave de la esquina de Boyacá con Bolívar, entre el segundo y el tercer piso, como las marcas de las empresas que hicieron uso de sus locales. Igual, el riguroso ritmo de vanos con ventanas rectangulares en el cuerpo intermedio, con su acabado en forma de cantería, y el ritmo de arcada del remate, con las decoraciones en arquitrabe, friso y balaustrada final. Si el pasajero es atento y aprovecha las ventajas del Metro, alcanzará a observar bellos detalles ornamentales como esas figuras mitológicas medievales en el friso. Por eso Juan Villoro tiene razón no solo para los edificios de Berlín sino para muchas partes del mundo, aunque éste quede en Medellín, son unas ponencias sobre el accidentado transcurrir del tiempo.

*Fragmentos del artículo publicado en la Revista Universidad de Antioquia, No. 305.
Véase el artículo en


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