El juglar de las manos grandes
La a primera y última vez que lo vi en persona fue en el Hotel Tropical, en Medellín, un pequeño y modesto hospedaje ubicado en la esquina de Palacé con Bolivia, una cuadra abajo del Parque de Bolívar y de la iglesia Metropolitana, pleno Centro de la ciudad. El hotelito era un lugar familiar que recibía con verdadero calor humano a visitantes de la Costa Atlántica y Pacífica, razón por la cual sus doce habitaciones permanecían ocupadas durante la mayor parte del año. Su clientela, compuesta en su mayoría por costeños trabajadores del campo y músicos vallenatos que llegaban a la ciudad a grabar sus producciones, no cambiaba ese rincón acogedor por el más elegante hotel cinco estrellas.
Apenas cuatro años atrás yo había dejado de vivir allí con mi madre, y habíamos abandonado sus paredes de gris humo, pulcras y hospitalarias, el cariño y la compañía de mi tía Rosa Elena y mi primo Carlos, para irnos a buscar mejores rumbos. Mi madre, que en un principio se desempeñó allí como camarera y luego pasó a trabajar en la casa de don Carlos Góes, el propietario del hotel, cogió sus escasas pertenencias y salió conmigo de la mano, con la rapidez y la convicción de quien toma una decisión de la que no teme arrepentirse.
Atrás quedaron mis juegos en el oscuro corredor con carros de ambulancia y pelotas de carey, las chanzas a los transeúntes desde el balcón que, rebosante de flores, mi primo y yo creíamos un pequeño bosque donde solíamos escondernos cada vez que la culpa nos lo aconsejaba. Atrás quedaron los chapuzones en la pequeña pileta del baño principal y los paseos dominicales al Parque de Bolívar para disfrutar las crispetas y la fuente multicolor cuando llegaba la noche.
Por eso, aquel día en que fui a visitar a mi tía y mi primo, después de un largo tiempo de ausencia y mientras rememoraba momentos felices en la salita de televisión cercana al comedor, no presté mucha atención cuando mi tía me preguntó si conocía a Alejo Durán.
—No tía, no. ¿Quién es ese señor? —respondí con la ignorancia musical que mis diez años de avidez futbolera podían respaldar.
—Es un famoso músico vallenato —me explicó ella. Y como mostrando su orgullo de anfitriona, repuso:
—Siempre que llega a Medellín se aloja aquí. Aunque hacía mucho tiempo que no venía. Está en la tres —fue su forma de decirme que Don Alejo, como le decía, estaba hospedado en la habitación número tres, precisamente cerca a la salita de televisión donde estábamos sentados.
De inmediato llegaron a mí las imágenes de los músicos vallenatos que recién llegados al hotel, una vez caída la tarde, improvisaban sus parrandas trasladando su ambiente de jolgorio a la sala principal de un hotel que era a la vez mi vivienda y mi mundo mágico. Desde el amplio comedor, como mimetizado entre las sillas y las columnas angostas de madera que definían el espacio de los comensales, yo los miraba y escuchaba sin alcanzar a vislumbrar que posiblemente se trataba de algunos de los mejores y más populares músicos de ese bello género musical.
Eran los comienzos de la década del ochenta y Medellín era una ciudad que se agitaba entre la turbulencia del narcotráfico y el crecimiento de los barrios en sus laderas. A pesar de su prestigio como centro discográfico del país, no me pareció que Don Alejo hubiera llegado a la ciudad en función de grabar otro de sus trabajos. De manera que cuando en el umbral de la habitación número tres vi la figura de un hombre alto, corpulento a pesar de su edad, de rostro amable y de piel curtida por el sol; de modesto vestido, con las tres puntá que apenas si las dejaban ver unos inmensos pies de caminante incansable y un sombrero vueltiao que no solo era la extensión de su cabeza, sino de su pensamiento lleno de poesía y amores, intuí en mi interior de niño de ciudad que ese hombre era un ser especial, de aquellos que uno no siempre tiene el gusto de conocer. Fue entonces cuando me levanté de la silla, me dirigí hasta la entrada de la tres y extendí mi mano al hombre que con una sonrisa llena de bondad y ternura me brindó la suya, una mano cálida y demasiado grande para ser real, y que, al lado de la mía, minúscula y dócil, parecía la de un ser fantástico surgido de pronto desde la penumbra de un cuarto misterioso.
—Don Alejo, ¿cómo está? —le pregunté como si lo conociera de antes. Con mi timidez apenas comprensible.
—Muy bien, gracias —me respondió con una sonrisa de bondad enmarcada por unos labios gruesos que dejaban ver, o por lo menos algo así me pareció, orgullosos, el brillo de un diente que refulgía como un pedazo de oro.
Debo decir que a pesar de su monumentalidad y su aire vigoroso me pareció advertir un comprensible y ligero cansancio en su cuerpo ya curtido por festivales y parrandas; trasegado por interminables caminatas y atiborrado de amores y desamores.
Nacido en el Cesar el 9 de febrero de 1919, de familia de vaqueros y músicos, Don Alejo era el hijo predilecto de toda la Costa Atlántica, región que había recorrido durante gran parte de su vida en compañía de su acordeón, su voz serena y alegre, y su don de gentes; condiciones suficientes para asignarle el título de juglar.
Creo haber escuchado decir a uno de los empleados del hotel que Don Alejo era un mujeriego empedernido. Años después escuché versiones parecidas en diferentes medios de comunicación donde reforzaban este comentario con un dato que él alguna vez confirmó: veinticinco hijos con dieciocho mujeres. Comprendí entonces que estos no podían ser simples rumores en torno a un mito que cada vez trascendía más, tratándose de un hombre que en la mayoría de sus canciones hablaba de mujeres (Cero treinta y nueve, Pobrecito corazón, El compromiso, Qué tienen las mujeres), o eran dedicadas a ellas (Fidelina, Maruja, Joselina Daza, Carmencita), y que, además, con su carisma y el embrujo de su acordeón, no debía ser fácil para ninguna dama que lo llegara a conocer, abstenerse de enamorarse de él.
Cuando escuché la noticia de su muerte, el 15 de noviembre de 1989, recuerdo que sentí una tristeza inesperada, y mi memoria me llevó a aquel modesto pero hermoso Hotel Tropical, a su habitación tres, donde maravillado, mi mano ingenua de niño saludó, en una brevedad que para mí no tuvo fin, su enorme mano de juglar vallenato.