Fotografía por Juan Fernando Ospina  

Aquellos lugares calientes donde sonó la música

Palacé, en realidad las dos calles que apiñaban los bares El Aristi, El Diferente, Brisas de Costa Rica, El Ceilán y Carruseles, sus putas muy baratas y sus residencias de mala vida, era otro hervidero. El muchacho que llegaba a sus alrededores renunciaba a la presunta inocencia de las fiestas barriales y aceptaba, para siempre jamás, que el centro reunía todo: la rumba dura —porque el concepto cambiaba y dejaba de ser baile para volverse rumba—, la calle dura porque el hamponato medellinense que no estaba en la cárcel de Bellavista daba una vuelta por Palacé y el sexo sin matices tántricos pero sí urgentes y de rostro anónimo. Hasta los cacorros que merodeaban el Parque de Bolívar y su majestuosa catedral de ladrillo cocido iban a dar al Palacé bohemio, peleador y salsero de las noches de esa ciudad que, sin saberlo, se iba a asomar a los duros días de una guerra que todavía no se explica bien.

La rumba salsera era eso, adulta y dura. Mario se fue asomando a ese mundo, bohemio y nocturno, putañero y violento que se alojaba en esa calle que recibía, en especial los viernes, a los universitarios con tendencias izquierdosas, a los albañiles, a los zapateros —cerca está el pasaje Coltejer donde se conseguían sus materias primas de trabajo—, a donde llegaban los escaperos del viejo barrio de Guayaquil, sus rateros y sus atracadores a mano armada y los agentes secretos que la Policía enviaba con el ánimo de pescar a los izquierdistas, los escaperos y los atracadores. Allá estaban las mujeres que tenían los dientes cariados y las urgencias económicas que resolvían por precios favorables, los vendedores de cigarrillos en las calles y los proxenetas, los que iban a las funciones de cine porno en las salas de cine Guadalupe o Sinfonía, los que componían radios, los que vendían panes y los que rezaban en cofradía. La noche era demasiado ambigua para que alguien no tuviera la oportunidad de ejercerla.

Pero ese pedazo famélico de Guayaquil nada tenía que ver con los tangos o el progreso de la ciudad, tantas veces recitado por poetas mejores. Tenía, en cambio, todo que ver con la decadencia de un barrio que no sabía que se iba para darle paso a las edificaciones oficiales, al Metro y al parque de San Antonio. No, no había ni Alpujarra ni Metro ni parque. Esa zona de Medellín era una larga y ancha desolación donde mandaban los bandidos de a cuatro, las putas de a una y los bares, cada cual elegía dónde meterse.

Fragmento de Medellín tiene su son, investigación realizada por Octavio Gómez y Sergio Santana.

 

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