Merengues con preservativos
Simón Posada Tamayo

Merengues con preservativos

Uno de los recuerdos más antiguos que tengo es de cuando tenía tres o cuatro años. Estaba acostado en una cama y mi mamá y mi abuela me ponían un remedio en la uña del dedo pequeño del pie derecho. Mi abuela me había pisado con su tacón y me había quebrado la uña por la mitad. Y tengo otro recuerdo de esos días que no sé si ocurrió antes o después del de la uña. Yo estaba sentado en un triciclo al borde de unas escaleras, y mi abuela me decía que no me fuera a lanzar. Y creo que me lancé. Pero no lo recuerdo con seguridad. Y mi abuela tampoco.

Hay algo que sí tengo claro de los dos recuerdos más remotos que hay en mi cabeza: ambos ocurrieron en una casa de la calle Barranquilla, en Medellín. Y esa casa tenía un pasillo largo donde jugaba con mi primo Andrés a estrellarnos en moto, y las motos eran cojines de los muebles de la sala de mi abuela. En ocasiones los cojines se abrían por los golpes y la espuma se regaba por el piso como las tripas de una fruta al caer de un árbol. En esas ocasiones, siempre, mi abuelo Próspero nos decía: “Dejen de joder. Más bien tengan esta plata y vayan a comerse una puta de 200 pesos a Lovaina”.

A mis tres, cuatro, cinco años, esa frase me producía mucha felicidad. Con esos 200 pesos íbamos a la tienda de la esquina y nos comprábamos una Sprite helada con papitas de limón, o un Bon Bon Bum para untarlo de Quipitos. A esa edad yo no sabía qué era una puta. Pero sí sabía qué era Lovaina: un lugar prohibido, al que nunca debía ir, que olía a jabón y quedaba al pasar la calle Barranquilla. Desde el balcón de la casa de mi abuela podía oler y ver el jabón y el agua que los lavadores de carros echaban todo el día. Y yo los miraba con envidia, porque ser lavador de carros me parecía el mejor trabajo que alguien podía tener. ¿O quién no ha querido jugar con agua durante todo el día en su niñez?

Merengues con preservativos

En una ocasión, con los 200 pesos que mi abuelo me dio para irme de putas, compré un paquete de merengues. Me gustaban tanto que miré los ingredientes para intentar hacerlos yo mismo, y había uno que no conocía: preservativos. Le pregunté a mi abuelo qué eran los preservativos y me llevó a su cuarto, abrió el cajón de las medias y sacó una tira de condones de colores.
—Mire mijo, cuando usted vaya a comerse una puta de Lovaina, tiene que ponerse esto en el pipicito para que no le den enfermedades de esas que llaman de transmisión sexual —me dijo.
Desde entonces, cuando veo un merengue me acuerdo de mi abuelo y de Lovaina, e imagino que lo prepararon batiendo claras de huevo con azúcar y unos cuantos condones.
Así, todos los caminos llevaban a Lovaina, un lugar que yo no entendía y no lograba ubicar. Unas veces hablaban de Lovaina como una calle, otras como un barrio.
—Próspero, ¿dónde queda Lovaina? —le preguntaba a mi abuelo.
—Es esa que está allá —me dijo una vez que estábamos en la esquina de la calle Barranquilla con la carrera Balboa, es decir, la 67 con la 50A.

La calle que me señaló no era Lovaina sino un tramo de la carrera 50A donde se vuelve lúgubre, gris, porque en ella se alza el muro oriental del Cementerio de San Pedro. Y siempre que subía por la calle Barranquilla para visitar a mi abuela, miraba al fondo de las calles con curiosidad para ver a Lovaina, aunque no fuera la Lovaina de verdad.

Fue en esa esquina donde me sentí atraído por primera vez por una mujer. Tenía cinco o seis años, y no fue por una mujer en el sentido estricto de la palabra, sino por las decenas de travestis que desfilaban semidesnudos, mostrándoles una que otra teta a los hombres que pasaban conduciendo a toda velocidad. Más tarde, cuando tenía ocho o nueve años, mi mamá me explicó qué era un travesti.

***

La primera vez que fui a Lovaina debió ser en enero o febrero de 1991. Lo sé porque por esos días todo Medellín visitaba el Cementerio de San Pedro para conocer quizá la tumba más excéntrica que haya tenido la ciudad: la de la familia Muñoz Mosquera, donde está enterrado ‘Tyson’, hermano de ‘La Quica’ –ahora preso en una cárcel en Estados Unidos–, dos de los sicarios más fieros de Pablo Escobar. La tumba tenía una particularidad: contaba con un equipo de sonido que, cuando la visité, tocaba música de Los Panchos.

—Camine mijo vamos a ver el mausoleo de los Muñoz Mosquera —me dijo mi abuelo. En el camino me habló de cada una de las calles por las que pasábamos. Atravesé Barranquilla por primera vez, luego Lima, Italia, Venecia y, por fin, Lovaina, que es la calle 71. Más allá estaba la 72, de la que ninguno de mis tíos ha sabido nunca el nombre, y después Turín y Revienta.

La calle Lovaina era atravesada por las carreras Bolívar, Neiva, Popayán, Santa Marta, Balboa, Palacé y Venezuela, todo un amasijo de geografías que había nacido como extensión del barrio Pérez Triana. Y yo, que en ese entonces ya tenía siete años y más o menos sabía dónde quedaban algunas ciudades del mundo, no entendía cómo en tan pocas calles se podía pasar de la blanca Popayán a la calurosa Santa Marta, y de la nublada Lima a la ciudad de un país que un año antes, en 1990, había celebrado el primer mundial de fútbol del que tuve plena consciencia.

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Lovaina era para mí, entonces, un lugar perdido, esquizoide, a la vez calle y carrera, calle y barrio, olor a jabón y a indigentes, de drogadictos y ladrones, putas y difuntos, amor y muerte. ¿Por qué las prostitutas se fueron a trabajar y a vivir al lado del cementerio más tradicional de Medellín? Porque los vivos nunca han querido vivir al lado de los muertos, y las mujeres que ejercían la prostitución en esa época estaban muertas en vida: habían quedado embarazadas o perdido la virginidad antes del matrimonio y por eso no podían casarse y hacer familia, que era toda la vida a la que tenía derecho una mujer por esos días.

Las leyes urbanísticas de principios de siglo en Medellín no permitían que los prostíbulos estuvieran a menos de 160 metros de distancia de escuelas, hospitales e iglesias. Más o menos a partir de 1925 –hay registro de cuatro burdeles en Lovaina en 1927– comenzaron a llegar a Lovaina mujeres embarazadas o solteras sin virginidad, provenientes de muchos pueblos de Antioquia e incluso de Cali y otras ciudades del país. Y viudas como María Duque Villegas, que llegó de Yarumal con sus dos hijas a la casa de Lola, ‘La Polla’, uno de los burdeles más famosos en los años cuarenta. Fue allí donde le quitó la virginidad a Fernando Botero, quien a manera de homenaje pintó la obra La casa de María Duque. El apodo del burdel, ‘Alma Meter’, se hizo memorable, pues varios universitarios de la época dan fe de que allí perdieron la virginidad, y gratis. Hasta expresidentes hay en la lista.

En su crónica La nostalgia de Lovaina, el periodista Reinaldo Spitaletta cuenta que Belisario Betancur visitaba la casa de Esperanza Restrepo y participó en algunas peleas a puño limpio; que el escritor Manuel Mejía Vallejo quedó en calzoncillos por apostar su ropa jugando a la botella; que el periodista Enrique Santos Montejo, conocido como ‘Calibán’, visitó la casa de Ligia Sierra y le dedicó una de sus columnas de prensa; y que en la casa de Marta Pintuco, quizá la puta más famosa de Medellín, se crearon las bases del Frente Nacional en una reunión política. Por cuenta de ese desfile de intelectuales y políticos, se dice que la calle recibió su nombre de la Universidad de Lovaina, una de las más antiguas del mundo.

Leyendo archivos históricos y crónicas sobre Lovaina, encontré un nombre que me es familiar: Aura Cardozo, conocida como ‘La Pipí’. Recuerdo que los domingos iba de visita a la casa de mi abuela, con blusas de flores, faldas de seda que le llegaban a las pantorrillas y sombra púrpura en los ojos. Fumaba con una elegancia de película, usando sus dedos como pinzas, como si los cigarrillos fueran palitos untados de mierda.
—Le pagó la universidad en España a un muchacho del que se enamoró —me contó mi abuela, pero no supo después qué pasó con ella.

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La última vez que la vio, habitaba una casa enfrente de Policlínica y vivía de arrendar habitaciones a ladroncitos de tercera. En una ocasión, peleé con mi papá porque no me quería dar cuatro mil pesos para comprar un libro de Indiana Jones, y ella, minutos después, sin que nadie se diera cuenta, me puso en la mano un billete enrollado de cinco mil pesos.

Recorremos Lovaina y las vías aledañas en el carro de mi tío Diego. El sector está repleto de talleres y las calles son una sola mancha de aceite. En una acera veo a dos jóvenes de no más de dieciséis años. Uno está sentado en una silla Rimax y el otro está apoyado contra la pared con la camiseta por encima de su gran panza. En un parpadeo, veo cómo se estira hasta un contador de luz, saca un paquete, se acerca a un carro, entrega algo, vuelve a la pared y cuenta el dinero. A principios de 2014, los combos se disputaban siete plazas de vicio en el sector. El 22 de agosto de ese año, la policía incautó cincuenta mil dosis de marihuana, veinte mil de bazuco y 29’365.000 pesos en efectivo.

Pasamos por Revienta, una callejuela ubicada tres calles al norte de Lovaina. Mi abuela ha vivido en más de cincuenta casas, y una de ellas estaba aquí en Revienta. Nos detenemos frente a esa casa de fachada amarilla donde mi mamá vivió cuando tenía seis años. Entre las tapias mi mamá y mi tío William atrapaban alacranes, los ponían en el centro de una hoja de papel periódico y prendían los bordes. Cuando las llamas casi llegaban al centro, los alacranes se suicidaban con su propio aguijón.
—En la casa de enfrente —recuerda mi mamá— vivía un señor que era joyero y tenía montones de escorpiones clavados en la tapia con alfileres.

Ahora vamos por Turín, una calle al norte de Lovaina. Allí, en una casa de fachada verde, todavía está la ventana por la que mi mamá y mis tíos vieron, empinándose, la llegada del hombre a la Luna.
—En esa casa vivía un niño al que le decíamos ‘Garrincha’. Sus padres tenían mucha plata. A veces me dejaban entrar a ver televisión, y el maldito de Garrincha se sentaba al lado mío a intentar quitarme un lunar con la uña —dice mi mamá.

Mi abuela cuenta que hace cerca de cuarenta años las casas de Lovaina tenían bombillos rojos, azules y amarillos para que los clientes reconocieran los prostíbulos. Lejos de la calle solo había potreros donde ella salía a tender la ropa y mi mamá cazaba mariquitas y escarabajos dorados. Eran buenos tiempos.

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Las prostitutas bañaban a los hombres con agua, alcohol y permanganato de potasio antes del sexo, y con discreción dejaban la cuenta bajo la almohada. “Implicaba una total falta de respeto exigirle a la mujer extravagancias en la cama. Nada podía hacerse por fuera de los conductos regulares”, escribió Spitaletta.

Algo similar me dice Carlos, un amigo de la familia. Después de cumplir una condena por narcotráfico en Estados Unidos, regresó a Colombia sin un peso en el bolsillo. Una mañana de domingo de 2013, se encontró con mi abuela en un concierto de música clásica en el Teatro Metropolitano. Ella le lleva más de veinte años. “Era un bebé cuando lo conocí”, dice. Carlos llegó tan pobre de Estados Unidos que vive en un hogar de paso de la alcaldía. Cuando le contó su historia a mi abuela, ella le dijo que pasara todos los viernes por la casa. Siempre le da un plato de sopa o de fríjoles, cinco o diez mil pesos.

Me siento a almorzar con Carlos. Lleva un bolso negro con un libro, un cepillo de dientes, la billetera, un pastillero, un lápiz, un borrador y un lapicero, todo empacado en perfecto orden en bolsas Ziploc. Me cuenta que la policía siempre ha sido corrupta, pero que no recuerda el nombre del policía torcido de esa época en Lovaina. También dice que veía a Pablo Escobar caminando por el barrio.
—Ese tipo fue el que se tiró Lovaina, porque ese sector era elegante y todo se hacía con discreción. Él empezó robándose las lápidas del Cementerio de San Pedro, después se metió al contrabando, luego se puso a vender marihuana y ahí fue como aprendió y se metió a la coca. Ese tipo era un gamín —dice.

Además, me cuenta la historia de Emilio Pompis, un ladrón que conoció en Lovaina y que se encontró años después en Nueva York.
—Íbamos en el metro, por Brooklyn, y yo veía cómo le metía la mano en el abrigo a un hombre, sacaba la billetera, sacaba la plata y volvía a meter la billetera en el bolsillo. Las cosas en esa época se hacían muy bien, no como estos matones de ahora que hablan “uuuujuuuuentoncesqué ujuuuu” —dice, y pone la boca como un chimpancé.

Son otros tiempos. Lo mismo dice Ómar, un peluquero que lleva 35 años trabajando entre Lovaina y Barranquilla. En esa época trabajaba en la peluquería Evelyn, a la que le tiraban piedras, mangos y mamoncillos porque trabajaban homosexuales. Aprendió a peluquear en cabezotes de pelo postizo, y recuerda que los viernes y sábados después de las 2:00 p.m. el salón era solo para las prostitutas de Lovaina. La moda de la época eran los colores rubios y rojos, las moñas, las trenzas, las cebollinas y los crespos. Y fue hace 35 años que llegó el primer secador de pie al Salón Mariela, una institución de la peluquería en Medellín, donde Ómar y miles de peluqueros iban a estudiar los últimos gritos en cortes y peinados. Con el secador de pelo murieron los peinados recogidos y las cebollinas, y llegó la influencia del glam rock, con David Bowie y Alice Cooper como modelos aventajados.

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