Dos primeras damas, madre e hija, yacen juntas en una sola cripta en la iglesia de San José, antes llamada de San Lorenzo, en plena Avenida Oriental con Ayacucho, antes conocida como la Calle de la Amargura, donde está emplazado el templo desde mediados del siglo XIX. En esa época la iglesia todavía tenía atrio y era importante, los buses no usaban como paradero la mismísima Puerta del Perdón, y por el otro costado era un edificio venerable y no un centro comercial de accesorios de informática.
Y bueno, al menos ellas aún están visibles, así la lápida esté a punto de borrarse y los nombres aparezcan incompletos, en un osario que debe haber permanecido intacto desde hace por lo menos cien años. La fecha más reciente, la del fallecimiento de la hija, es de 1904. Otros ancestros insignes sufrieron peor suerte, y nadie puede asegurar a ciencia cierta dónde están sus restos. La razón es muy simple. Resulta que en las primeras iglesias de Medellín los señores tenían su banca y compraban su sepultura. Y así como bajo el duro piso de La Candelaria y de La Veracruz están sepultados los primeros españoles que llegaron a esta villa, bajo las bancas de la iglesia de San José están los cuerpos de las familias prestantes en tiempos de la Independencia y de los primeros amagos de nuestra azarosa historia republicana. De cómo se llamaban y cuándo nacieron y murieron queda registro en los respectivos archivos parroquiales, y son los párrocos los únicos responsables de dar o negar la información a quien la solicite, sin derecho a apelación. Antes de embaldosar los pisos de estas viejas iglesias al menos sabía uno encima de quién estaba parado. Hoy no. ¿O lo sabrán sus descendientes?
Pero volviendo a nuestras damas, que no fueron realmente las primeras porque la primera que tuvo Colombia (Manuelita) no era propiamente dama según los cánones de la época, en San José están los huesos ilustres de doña Mariana Benvenuta Arboleda Arroyo de Mosquera, prima hermana y primera esposa de don Tomás Cipriano Ignacio María de Mosquera- Figueroa y Arboleda-Salazar, más conocido como el general Tomás Cipriano de Mosquera, o ‘Mascachochas’, cuatro veces presidente de la república; y los de su hija, doña Amalia Concepción Gertrudis Mosquera de Herrán, esposa del también presidente general Pedro Alcántara Herrán Zaldúa. De doña Amalia poco se sabe; de doña Mariana se comentó siempre su viacrucis como esposa del general Mosquera, viacrucis en el más literal y crudo sentido del término. Dos primeras damas de pompa y boato, confinadas en este modesto rinconcito donde se arruman sus huesos, aferrándose al bajo relieve de unos nombres que tarde o temprano se desvanecerán del todo y que ahora, y aun antes, nada dicen de quienes fueron.
Poco se sabe de las esposas de los presidentes de Colombia, además de las mismas pilatunas de los mandatarios que no las involucran. De don Tomás Cipriano de Mosquera no solo abundan las historias de oídas, pues él mismo dejaba en claro en sus testamentos y proclamas los hijos que había tenido por fuera del matrimonio, aduciendo, a manera de disculpa, la enfermedad de su señora doña Mariana y la recomendación de los doctores de no mortificarla con deberes conyugales.
Si hoy ser mujer sigue siendo un brete, hay que ver cómo era la movida en Colombia en el siglo XIX. Porque así se tratara de hijas de caudillos liberales muy a tono con la época, políglotas, viajeros, masones y librepensadores, igual eran ellos, como ocurría en las familias más conservadoras, quienes escogían los maridos de las hijas y negociaban los enlaces de los hijos para establecer o afianzar alianzas políticas y económicas. Eso del amor romántico era un privilegio (¿o un embeleco?) de las clases populares.
Don Tomás Cipriano tenía fama de iracundo. Y de vanidoso y pagado de sí mismo. Dicen que en su lecho de muerte el arzobispo de Popayán le preguntó si estaba dispuesto a perdonar a sus enemigos, y el viejo general le respondió: “eminencia, yo no tengo enemigos; a todos los mandé fusilar”. Al célebre Mascachochas se le atribuye también la frase “gracias a Dios soy ateo”, y se sabe de buena fuente que años después de enviudar, y unos seis antes de morir de ochenta, contrajo segundas nupcias con su prima segunda María Ignacia Arboleda Arboleda, sobrina de su primera esposa y hermana del político Simón Benjamín Arboleda Arboleda, otro de sus compadres, a quien dicen le propuso sin el menor preámbulo: “¿Quiere ser usted la viuda del general Mosquera?”. Y tuvo alientos para engendrar un último crío con María Ignacia: José Bolívar Carlo Dorico Mosquera Arboleda, el octavo de su prole, nacido cuatro meses después de la muerte del general.
¿Qué diría hoy el general Mosquera, en el callejón de los ex presidentes en el Cementerio Central de Bogotá, sobre sus decretos de desamortización de bienes de manos muertas? Creo que seguiría advirtiéndonos que hasta en los bienes de manos muertas hay que cuidarse de los vivos.
Se conocen cartas tanto de Mariana como de Amalia, quienes muchas veces debieron asumir las riendas de los negocios familiares en Popayán y en Coconuco, mientras sus maridos estaban en las bochincheras de las guerras civiles sin más tarea que la de asesinarse entre federalistas y centralistas, entre liberales y conservadores, entre draconianos y gólgotas.
¿Cuánto tardaba entonces el proceso entre la sepultura, el campo santo, la sacada de los restos y la llevada al osario? ¿Cuatro, cinco, diez años? No está claro si ellas murieron en Medellín, ni por qué sus huesos vinieron a dar aquí, pues ambas pertenecían a ilustres familias caucanas. Las vueltas que da la vida. Las más de cien vueltas que ha dado la Tierra alrededor del Sol con los huesos de estas dos primeras damas en una pequeña cripta en la iglesia de San José…