Abajo del Parque Bolívar, la calle Barbacoas forma un arrabal libre de los afanes de los carros y los buses. Bulevar es la palabra adecuada para acompañar el decorado de pescaderías, putas, centros espirituales y tombos cuidando el carrito de la chunchurria.
A primera vista la callecita recuerda una página de Roberto Arlt titulada Calles terribles. Donde todo es "nauseabundo" y "pavoroso", donde los vagos lucen "su orgullo de estar parados", donde las puertas son una seguridad y una advertencia.
Pero la realidad es otra: esa calle no es sino bulla. Resulta tranquila y acogedora a las 5 p.m. o a las 5 a.m. Lo más emocionante que encontré en mis visitas fue el simulacro de un duelo a cuchillo que habría hecho llorar a Manuel Mejía y reír a
Víctor Gaviria. Ya estamos llegando al remate de la calle en el costado occidental, a la esquina que nos señala un remolino de mujeres arrastrando sus coches infantiles.
Ahí está la cocina y el centro de despacho autorizado de tinto, perico y colada El Buen Sabor. Un local de unos 35 metros cuadrados que ganaría fácil una medalla a la pequeña y mediana empresa por sus variables de generación de empleo versus tamaño
de planta física. Los siete días a la semana, las 24 horas del día dos despachadores se encargan de llenar los termos de 300 tinteras —el 90% son mujeres— que inician sus recorridos con la esperanza de cambiar los brebajes por monedas de 200 contantes
y sonantes. La fachada de El Buen Sabor tiene un mural que parece reproducir la famosa escena que adornó durante mucho tiempo nuestros billetes de 200 pesos. El popular cafeterito que todavía se vende como una reliquia. El mural termina siendo
un homenaje perfecto a los mismos 200 pesitos que hacen posible el carrusel de vendedoras dando vueltas por las calles de Medellín. Eso vale el vasito de tinto meloso. Es lo grande de los negocios menores: hasta el que no tiene puede comprar.
Es difícil imaginar una fábrica más sencilla y más productiva. En la cocina está el maestro tintero con su delantal, su cucharón y la postura del sommelier a la hora de catar el producto. Lo acompañan los dos encargados de llenar los termos que trabajan
sin miedo a las quemaduras y a los regueros. Llenan sus jarras plásticas en las ollas monstruosas, donde se podría cocinar a un cristiano bien amarrado, y dejan caer los borbotones sobre los termos. Las tinteras van recogiendo sus pedidos y pasan
a la mesa de contabilidad y recaudo junto a la puerta. Una planilla y una calculadora XL son los instrumentos de trabajo del gerente, dueño y apóstol de El Buen Sabor. Por ahora solo les dejo el nombre y una señal particular: Don Miguel, tatuaje
con corazón y LOVE en el antebrazo derecho.
Al fondo del local está el lavadero de termos y un pequeño depósito de cochecitos en turno de ser adecuados para el nuevo trajín. Un archivador pequeño, un sello, una alucinante caneca azul que despide un resplandor de azúcar Manuelita y un arrume
de bolsas de 150 gramos de café instantáneo completan la planta de producción. El silbido de las cuatro hornillas de gas es uno de los pocos registros continuos que emite la ciudad. Una especie de signo vital desde una esquina oscura.
Hace 16 años Don Miguel se cansó de vender manzana en Bogotá y de seguirle los caprichos de changua a su novia del altiplano. Volvió a Medellín a rebuscar sus pesos y se plantó en el Parque Berrío con seis termos cargados de tinto y perico. Sin darse
cuenta terminó entregándole dos de sus frascos Imusa a una señora que llegó a pedirle trabajo. El hombre tiene ese algo de patrón bondadoso que se reconoce de lejos. No la marca de un buen samaritano sino la de un jefe iluminado contra la mezquindad.
En seis meses ya tenía a sesenta señoras rondando sus preparados, caminando con los termos que él les prestaba y les llenaba.
Las mujeres y los pocos hombres que trabajan con los caldos que provee El Buen Sabor miran a Don Miguel con una sencilla devoción. A las 5 de la mañana los termos se llenan en silencio. 20 tinteras reciben sus pedidos, se comen un buñuelo, hablan
de la ruta entre susurros. No hay grabadora, no hay órdenes, no hay afán. Don Miguel no vigila su empresa, solo llena las columnas de termos y nombres en su planilla. En últimas no es el jefe de nadie. Presta los termos, provee los cochecitos,
tiene bodegaje gratis en un cuchitril al frente de su local y un outsourcing con la vendedora de los desechables. Y vende a 1.100 el termo de tinto, a 1.500 el de perico y a 1.700 el de colada. A los interesados en saber qué es la colada les dejo
un dato suficiente: tiene queso y avena. Algo así como un perico con el buñuelo incorporado. Don Miguel tampoco tiene alardes de benefactor. Solo suelta una frase tan sencilla como su negocio: "Si yo no doy siento que estoy robando".
Hace 90 años las hermanas Melguizo se inventaron en Medellín el negocio que El Buen Sabor retomó en la década del 90. El café era todavía una especie de excentricidad árabe en la ciudad: "El tinto se tenía como un refinamiento de extravagancia y sólo
lo tomaban después de las comidas los señores principales, acompañado de un cigarrillo de Ambalema".
Las Melguizo les colgaron a algunos niños vestidos con pantalón "cogepuerco" una elegante caja de madera con pocillos de loza, azucarera, cucharillas y termos de café. En poco tiempo los niños tinteros se convirtieron en una sensación. El tintineo
de porcelana en los alrededores de los teatros y los parques principales prometía un placer exclusivo. Pasó la novedad y los niños se volvieron legión y plaga citadina. La mugre de los pocillos y el nuevo encanto de los cafés acabaron con la repartija
de café en la década del 50. Ahora los muchachos pregonaban sus helados de hielo raspado: "De fresa para la princesa, de corozo para el buen mozo".
El mecánico de cochecitos dice con fingida ternura: "Las madres los abandonan y nosotros los recogemos". Los carros tinteros también tienen su ruta particular. Los recoge un camionero por las curvas de Circasia, Montenegro, Filandia y demás geografía
cafetera y por 13.000 pesos terminan en el taller de El Buen Sabor. El mecánico se aburre hablando de trabajo y empieza a ponderar a las tinteras que trabajan en la mañana: "La gente no cree que esas niñas trabajen en esto, vengan por la mañana,
es que son niñas muy lindas. Las mujeres de nosotros se mantienen celosas por esas pelaítas". Paula salvó la madrugada y la cabeza del mecánico. En la zona de carga me contó que está terminado el bachillerato y que sus recorridos por Barrio Triste
le dejan 30 o 35 mil pesos por caminata. En un momento de debilidad estuve dispuesto a probar la colada.
Las mujeres van pasando la puerta y dejan sus historias para acompañar con un tinto envenenado. Un hijo asesinado en Junín hace un mes, una mujer ciega que levanta los ojos buscando algo de la luz que despunta a las 5:30 a.m., una más que habla orgullosa
de su coche indestructible, una que bendice a Don Miguel, una que pide la foto y sigue, una que luce su pelo morado y su arrogancia de adivina. Ninguna nos ofrece un tinto. Viven en Santo Domingo, El Popular, Carambolas, Santa Rita. Salen de la
casa cuando algunas esquinas del centro apenas están tirando la reja de la noche anterior.
Parece increíble que un vendedor de manzana varado logre montar un negocio próspero y al mismo tiempo una oficina de asistencia y empleo que ningún cubículo oficial podría sospechar. 1.500 termos, el desecho de unos coches, 3 pipetas de gas, 3 ollas
descomunales, 2 canecas de plástico, 4 hornillas, 6 jarras plásticas, 1 cucharón, 7 baldes. Dotación suficiente para esa especie de trapiche o de cocina coquera. Al final Don Miguel me cuenta que en diciembre hace una fiesta con todo el personal.
Aguardiente mata tinto: "La gente se porta muy bien, es muy respetuosa. La última vez hasta sobró trago". Para este diciembre está invitada toda la redacción de Universo Centro. No sobrará trago.