
Marqué el número del celular de mamá y entonces una voz maquinal me dijo que ya no me quedaban minutos. Por suerte, tenía alguna menuda y tal vez podría encontrar por estos lados un móvil alquilado. Pregunté a un vendedor de dividís piratiados si sabía de dónde podía llamar.
—Vea... allá en la esquina está la minutera.
Junto a la sombrilla de una chaza, entre humos de chunchurria, alcancé a ver a una mujer de gorra y chaleco con anuncios reflectivos. Varias zancadas después estuve junto a ella. Su tarifa estaba a mi alcance: 250 el minuto.
—Hola, dije, ¿tienes minutos?
Me hizo un bizco para recalcar la estupidez de la pregunta.
***

Empleadas de la Empresa de Teléfonos de Medellín. Francisco Mejía, 1931.



