Lustra botas, Melitón Rodríguez. 1892
Dada la disposición del cuerpo del cliente y del oficiante, se podría pensar que el primero domina al segundo, pero es al contrario. Desde su pequeño trono de hule abollonado que otros llaman banquito, el ilustre lustrabotas domina el ritual. Parece decir: “déjeme a mí este botín, mientras usted se refugia en su periódico”. Y entonces comienza la escaramuza de cepillos, betunes y trapos de color indescifrable. Un par de dedos entablillados se sumergen en la caja y esparcen la oleosa sustancia por toda la forma del zapato, la más humana de las prendas que acompañan este viaje. ¡Un zapato, dame un zapato y descifraré los hábitos de esta alma que los calza! Polvo y polen de las calles transitadas, mapa de cuero de los días y sus rodeos.
El lustrabotas limpia, pule y da esplendor. El cepillo va y vuelve, cae la tapa del betún con retintín, y luego la tonada percudida del trapo bien templado. Música de cerdas y olor a alquitrán, mientras algún silbo ameniza el ejercicio, cuando un comentario lisonjero sobre la calidad del cuero, los dimes y diretes del fútbol y la política.
Aguardan con la nobleza del cordobán la llegada de otro cliente. Y mientras esto sucede, tiran entre sí sus chascarrillos, exhiben el último tache de su caja colorida como una chiva de pueblo, o se fugan en un viaje imaginario que dura lo que dura una lustrada.