Quincallería
Fernando Mora Meléndez

Quincallería

Si don Antoine Lavoisier se bajara del metro, una tarde de estas, en el Parque Berrío, se encontraría con un interminable tendido de trebejos: cachivaches de toda especie, antiguallas que tuvieron su cuarto de hora, y ahora solo parecen chécheres que bajan los carretilleros desde cualquier sótano del Escobero, de donde alguna señora los ha tirado, ofuscada, en vísperas de un trasteo. Don Antoine miraría un pasacintas roto, una enciclopedia de su época, muñecas descuartizadas, rodillos oxidados de alguna máquina. Una cuadra más allá vería un montón de ropa vieja ondeando en una cuerda y en el piso, cientos de zapatos de varias décadas que aún buscan su dueño. Don Antoine, químico parisino, caminaría con su peluca dieciochesca por los bajos del tren, como un vejestorio más, para comprobar de nuevo su teoría: que la materia no se crea ni se destruye sino que se transforma, algo que entienden bien los recicladores de Medellín.

El tendido de quincalla se extiende desde la Plazuela Nutibara hasta la estación Prado. Recorrerlo puede ser un viaje en el tiempo, como el del profesor Lavoisier, pero también un extravío en el espacio donde el transeúnte termina haciendo preguntas como: ¿qué cosa es esta?, ¿todavía funciona?, ¿de dónde lo sacó? El objeto puede hacer parte de los corotos que tiran a la calle los familiares del difunto, al día siguiente de que este abandonara el mundo, como lo cuenta uno de los asiduos compradores del mercado. El afecto que se ha tenido por el finado se puede medir por el tiempo que se demoran en entregar sus trastos al basuriego. Por eso, cuando llega una tanda de monedas tal vez haya muerto un numismático, aunque podría ser un avaro: cara o cruz.

También caen saldos de almacenes que no se vendieron, cuerdas para guitarra que se volvieron cañengo. Pero eso que un comerciante llama hueso aquí puede convertirse en potosí; y nada puede declarase basura hasta que no se demuestre lo contrario, diría Lavoisier.

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Tal vez don Antoine vería a una niña con traje de boleros que intenta mover un enorme tanque de guerra con un control remoto. El aparato a duras penas se remueve en su sitio. No se entiende cómo otro niño haya abandonado esta réplica perfecta de la máquina militar. Los pelados se cansan de los juguetes, dice el quincallero, y todo esto viene a parar acá.

Los cachivaches nos obligan a agacharnos para que los contemplemos. Como si fueran piezas de algún ritual sagrado, terminamos postrados ante un radio viejo o ante una botella de cerámica de las que antes traían el whisky. El tiesto nos hace pensar en tiempos idos, en los hábitos de algún dueño, o en alguna mancha rara que no salió con el trapo del basuriego.

Detrás del aparente caos del surtido hay un orden que los recicladores se esfuerzan en mantener. Una bola de billar que encaja perfecta en un cenicero, una caja de peluches donde todo es color de rosa. Hay un zar de los controles remotos al que no se le escapa ninguna señal. Su emporio está en el piso, tan ordenado como un parqueadero de Sofasa. Ellos saben que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, como decía la artista María Teresa Hincapié. Y así como ella hacía su performance, con vainas de estas, en las salas de los museos, hay quincalleros minuciosos que tardan horas en pensar y ordenar las piezas de su exposición. Son refinados y pacientes estos artistas del rebusque.

Madrugar es la condición si alguien quiere conseguir un suvenir curioso. Una quincalla es como una playa al alba. Cuando llegan los pescadores a escurrir su chinchorro siempre hay garzas y cormoranes dispuestos a dar su picotazo. Algunos son anticuarios curtidos de San Alejo o coleccionistas con el ojo muy aguzado. Son estos los que van a los tendidos tras un objeto muy definido: libros antiguos, piezas de metal precioso o pinturas originales. Entre la basura se pueden hallar obras que algún historiador lleva años buscando. En un tarro de galletas se encontraron las fotos de José Marulanda, un prodigioso retratista del Medellín de los años cuarenta. Las adquirió Rafael Castaño a un reciclador que no recordó dónde se lo había encontrado. A su buen ojo los quincalleros le llaman suerte, dice Castaño, que se precia de conocer algunos que llevan hasta cuarenta años en el oficio. En la semana recorren los barrios, separan el papel, el hierro y el plástico. Y esos objetos que encuentran llamativos los exhiben los sábados en los bajos del metro.

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Los ropavejeros, vinculados con tramas siniestras en las novelas victorianas, son aquí una cofradía amigable. Por el precio de una carrera mínima ofrecen un par de zapatos en buen estado, aunque con las señas particulares de su anterior dueño. Un jean usado lleva la memoria de las andanzas y esto se convierte en un atractivo adicional. No solo lo busca un menesteroso sino aquel fetichista de vintage que paga por el desgaste auténtico. Los rotos de un pantalón no se han hecho en fábrica, con ácidos corrosivos, sino que son las marcas de una corraleja en Sincelejo.

De pronto descubrimos un objeto reciente, un juguete de una película que hace poco estuvo en cartelera. En medio del tendido de vejeces, lo nuevo se convierte en cosa recién envejecida. Con la costra pegotuda de mugre y polvo, hay una lonchera de Mi villano favorito, o un pequeño Dark Maul, otro de los malos de la saga de Star wars: corona de púas y espada de luz.

No bien sale de este reino de chécheres, el peatón empieza a sentir la comezón. Es una piquiña indefinible que movió a un francés, paisano de don Antoine, a bautizar estos bazares como mercados de pulgas. Aunque nada compres, la rasquiña te perseguirá. La causa es una cepa de microbios surtidos que llegan en carretilla de todo el Valle de Aburrá.

Otros dicen que los clientes adictos a los chécheres, de tanto mirar pal suelo, dizque van adquiriendo una postura agachadiza, como la del empleado sumiso. Y eso ya sería tan atrevido como decir que los anticuarios tienen mucha cucaracha en la cabeza. Don Antoine Lavoisier regresará a su vagón, sin haber comprado nada, pensando en algún gas innoble que alcanzó a percibir entre la muchedumbre de la quincalla. Tal vez escriba algo sobre esas reacciones químicas indeseables, un opúsculo sobre la masa reunida en el bazar.

En ese inventario del profesor se dirá que las cosas exhibidas son innumerables como los lugares de donde los quincalleros han sido expulsados. Maturín, Calibío, el pasaje Sucre o los bazares de los puentes son algunas estaciones de su viacrucis. Saltando como pulgas de un lado para otro, o como pandequeso maluco, los tratantes de trebejos son la verdadera tribu nómada del Centro. Por ahora buscan la sombra del viaducto; refrescan con pola los rigores de este verano, hasta nueva orden.

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