Fuente del parque de Bolívar. Gabriel Carvajal, 1968.
Elegíamos entre dos o tres rutas, casi siempre las mismas; pero camináramos por donde camináramos, habláramos de lo que habláramos, siempre terminábamos en el mismo bar del Centro. Cuando la hora del cierre llegaba y la mesera se afanaba por levantar las sillas, perdíamos de nuevo el mapa y la ciudad se ensanchaba, se volvía ajena y propicia. Mi amigo el poeta H., como si calibrara los minutos mientras hablaba y siempre supiera la hora exacta, poco antes de las dos de la mañana iniciaba una historia: reseñaba una película, ponderaba la obra de un autor que solo él conocía, pasaba revista a sus enemigos imaginarios o simplemente me preguntaba: "¿Y vos que opinás?". Con esa interrogación me enganchaba, se ganaba el derecho a seguir de largo y tener interlocutor despierto por un rato más.
Esa noche, con el codo en la mesa y el puño cerrado mientras hacía la mímica de un pulso imposible, me decía que Truman Capote le había doblado la mano a Humphrey Bogart y había cobrado como si nada, ante la incredulidad de un set de grabación, los cincuenta dólares de la apuesta. No acababa de imaginarme al pequeño escritor de Nueva Orleans venciendo en su hábitat al galán de los galanes, cuando el poeta H. le dijo a la mesera que antes de dejarnos huérfanos le apuntara otra media de ron, que él se la llevaba puesta y que no se preocupara: al fin y al cabo, así no quisiera, siempre volvía y siempre pagaba. La mesera, acostumbrada a celebrarle todo y a no negarle nada, le entregó el ron y se despidió de nosotros no sin antes advertirnos: "pilas que el Centro está muy bravo, sobre todo de aquí pa abajo". -¿Qué le han dicho?- pensé al ver cómo le brillaban los ojos ante esa advertencia que en su cabeza daba una extraña vuelta y se convertía en una invitación irrecusable.
No se tomó ni un trago con los borrachos habituales que beben en el parquecito al frente de los bares, tampoco se preocupó por saber cuáles de sus conocidos todavía estaban en pie, ladeados y vociferantes pero en pie, simplemente me preguntó, como si tal cosa: "¿Hace cuánto no vas al Parque Bolívar?". A mí, que de niño me llevaban sagradamente a oír la retreta y de adolescente no me perdía las ventas de artesanías de Sanalejo, el parque me decía poco o ni siquiera me hablaba, mudo ante la Catedral Metropolitana. Pero le contesté, para dejar claro que sabía por dónde iba el agua al molino, que no tenía ganas de hacer turismo agarrando pueblo, menos de convertirme en un entomólogo y buscar un bicho que no se me había perdido entre las risas y las insinuaciones de los travestis, el humo de los droguitos y el embale de los atracadores.
Ni qué decir que lo acompañé. Ante mi negativa, muy digno y medio ofendido, me dijo: "fresco que yo nací solo". Pero una de las virtudes de mi amigo era convencer con el ejemplo; nunca, desde que lo conocí diecisiete años atrás siendo su alumno, lo vi rogar por nada, pero cuando quería algo de verdad, hacía por conseguirlo o simplemente lo conseguía.
Un sorbo largo para salir de dudas, una parada en un ventorrillo para aprovisionarnos de cigarrillos, y ya estábamos en camino. Vimos patrullas de policía, bares que comenzaban a cerrar, los últimos clientes de una noche que iba a ser de otros: caminantes solos, mendigos acurrucados en la acera, grupos de muchachos juntando billetes y monedas para comprar una última botella o un gramo de perico que ayudara a confundir el día con la noche. Mi amigo estaba exultante, y ajeno al paisaje volvía a sus temas mientras bebía y ofrecía. A Capote lo mató la escritura de A sangre fría, después de seis años entre asesinos y granjeros de Kansas no volvió a ser el mismo, me decía, como si me contara un secreto de Estado y al hacerlo me hiciera cómplice de una conspiración. Su voz clara se volvía gangosa por momentos, las palabras se juntaban y la historia se apretaba y se confundía con otras. De Gerald Clarke, el biógrafo de Capote, saltó a Carrasquilla, de Carrasquilla a unos versos que estaba escribiendo y recitaba y repetía: "andábamos sentados en la hoguera / atizando con el cuerpo llamaradas…". Un traspié, nada grave, se apoyó en un poste y continuamos. Pensé que, aunque bebía cantidades ingentes de ron o de lo que fuera, casi nunca se lo veía borracho; pero ahora lo estaba, daba un paso y se reía, me palmeaba en el hombro, se tomaba un trago y exigía que yo hiciera lo propio.
"Catedral Basílica Metropolitana de la Inmaculada Concepción de María", dijo mientras se santiguaba, y como yo me burlaba al ver su devoción, levantó los brazos hacia el campanario y habló a los cielos: "Señor, aquí traigo un hijo impío, cura sus enfermedades literarias y muéstrale el camino", y celebraba su apostolado mientras me señalaba para que el Señor reparara en mí y no se olvidara del milagro. "Sabés –me dijo cambiando su locura mística por una entonación docta–, esta es la catedral más grande del mundo y una de las más grandes de Antioquia, hecha en puro ladrillo cocido. Salud por la raza antioqueña". Y ahí sí se rio con ganas, doblando el cuerpo y palmeando la botella. Ahogado en su pantomima, se irguió despacio y respiró por la boca, pero la calma duró poco. Como un niño que saborea un dulce y descubre que tiene otro en la mano, dejó de lado el templo y los ruegos por mi alma y enfiló hacia la estatua ecuestre del Libertador. Yo miraba para todos lados buscando un peligro real en la sombra de un árbol, en un quiebre de esquina, en el ruido de una moto, pero todo estaba en calma. Un mendigo dormía en una banca, un serenatero con su guitarra a cuestas arrastraba los pies frente al atrio, una ambulancia pasaba silenciosa, dos travestis conversaban tranquilos en una esquina del parque. El único que parecía alborotar la calma del lugar era mi amigo, que me llamaba a gritos para que le alumbrara con el encendedor el pedestal que sostenía al Libertador en su caballo.
"Quisiera tener una fortuna material que dar a cada colombiano, pero no tengo nada. No tengo más que un corazón para amarlos y una espada para defenderlos". Leyó la inscripción como si fuera un poema, y mientras yo esperaba una arenga en contra de la patria y sus próceres, una sentencia lapidaria sobre la gloria, simplemente se limitó a mirar las patas del caballo y como si pensara en voz alta dijo: "yo lo prefiero sentado en la hamaca, con el cuerpo tirado hacia adelante, escupiendo sangre, con la gloria intacta del guerrero vencido. Así tendrían que esculpirlo". Me pidió un cigarrillo, levantó la botella y se tomó un trago triple. En un gesto paternal me pasó el brazo por el hombro y me dijo: "sentémonos un rato, hace mucho que no venía a este parque y todavía queda media de media".
Fumábamos en una banca cerca de la fuente, observábamos el agua verde azul, los surtidores apagados. Las campanas repicaron cuatro veces. Miré la botella de soslayo esperanzado en que no le quedaran muchos tragos, bostecé resignándome al mutismo alcohólico de mi amigo, y cuando iba a proponerle cerrar la noche antes de que pasara el carro de la basura, empezó a contarme: "de niño yo me bañé en esa fuente. No, no es un embuste, la cosa fue así…", y continuó mientras se levantaba impulsado por la historia. "Había unos gamines bañándose, tirándose agua, riendo. Yo tendría siete años y me pudo la envidia, así que levanté un pie, luego el otro, y me metí a la fuente. Mi mamá me peleó por la aventura, pero, ahora que lo pienso, si hubiéramos estado solos me habría permitido atravesarla de lado a lado. Fue una tía que estaba con nosotros la que puso el grito en el cielo, que las infecciones, que esto y lo otro. En últimas no pasó nada". "Yo creo que la infección se te quedó en la cabeza", le dije, pero ya no oía; caminaba ceremonioso como cualquier Jesús hacia el Jordán. Que haga lo que quiera, pensé mientras lo veía entrar en la fuente, pero no entró pacífico en busca del bautista; se acostó boca arriba, retozó, sacudió el agua, se levantó y volvió a caer, una y otra vez. Lo ayudé a salir, confiado en que estaba tan borracho que le quedaría imposible arrastrarme adentro.
"No hay con quien, con lo buena que está el agua", decía mientras se escurría la ropa, se frotaba los brazos y se tomaba el trago que quedaba.
Caminamos hasta la avenida principal y paramos un taxi. El conductor medio dormido no pareció darse cuenta de que el poeta H. chorreaba agua de fuente y nos llevó sin problemas. "¡Adiós calamidad!", me despedí repitiendo las palabras que Conrad Aiken le dijo a Malcolm Lowry la última vez que se vieron. "Dios no ha hecho el milagro de curarte de tus enfermedades; espero que nosotros corramos con mejor suerte", me respondió mi amigo al bajarse. Y el taxista arrancó, inocente, sin saber el agua que lo mojaba.