Hace tres años, el Hotel Nutibara estaba en bancarrota. El símbolo de la Medellín moderna de mediados del siglo XX, donde se hospedaban las celebridades y se hacían las mejores fiestas, casi desaparece tras una lenta decadencia. Sin embargo, cuando muchos creían que lo iban a cerrar, el hotel empezó a respirar de nuevo. Un inversionista con experiencia en recuperar proyectos perdidos y un personal de servicio que durante décadas ha trabajado allí se esfuerzan ahora por revivirlo
Emilce García comenzó a trabajar en el Hotel Nutibara en 1983. Tenía 25 años y dos hijas, una que vivía con ella y otra que había dado en adopción a una pareja norteamericana con la condición de que mantuvieran el contacto y le mandaran fotos desde su país. Ellos cumplieron la promesa hasta que la niña tuvo seis años, después no volvieron a enviarle noticias. Emilce pasó varios meses deprimida, pero se emocionó cuando una amiga le propuso enviar la hoja de vida al Nutibara.
—Pensé que era el lugar perfecto para reencontrarme con mi hija. Yo suponía que si sus papás adoptivos volvían algún día a Medellín, se hospedarían en el Hotel Nutibara porque era el más tradicional. Cada vez que llegaban huéspedes de Estados Unidos yo miraba los libros de registro con la esperanza de que fueran ellos.
Su primera noche de trabajo fue como mesera en la discoteca Lotus, propiedad del hotel y una de las más populares de Medellín en ese entonces. Atendió 18 de las 300 mesas y recogió 20.000 pesos en propinas, más de lo que se ganaba semanalmente en el contrato. Eran los últimos años de esplendor del Nutibara. Faltaba poco para que todo se viniera abajo.
Desde que abrió las puertas en 1945, el Hotel Nutibara fue un referente en Medellín para empresarios, políticos y turistas. Hasta 1972, todos los presidentes de Colombia se hospedaron en él cuando venían a la ciudad. Jorge Eliécer Gaitán lo visitó en 1947 y en su terraza le tomaron un retrato emblemático que sirvió de base para el billete actual de 1.000 pesos. Entre 1948 y 1950, el compositor Lucho Bermúdez fue el músico de planta del hotel, donde se presentó semanalmente con su orquesta. Durante los cincuenta y los sesenta, en los mismos salones donde tocaba Bermúdez se hicieron las fiestas del reinado de belleza de Antioquia, los remates de las corridas de toros y los bailes de Año Nuevo, para los que había que reservar con varios meses de anticipación. En ese entonces el hotel tenía restaurante, bar, casino, gimnasio, zona húmeda, lavandería, muebles en madera de palo santo y tapete en los corredores de los once pisos y dentro de las 132 habitaciones.
Ubicado en el centro de Medellín, a dos cuadras de la catedral, del pasaje Junín y del Parque Berrío, el Hotel Nutibara era, junto al Club Unión, el núcleo de la cultura y el entretenimiento de la clase alta. Emilce recuerda que solo pudo conocerlo por dentro cuando empezó a trabajar en él, pero antes de eso le gustaba caminar por sus alrededores y mirar la pecera gigante que había junto a la avenida Palacé, donde nadaban una mantarraya y caballitos de mar.
El Hotel Nutibara fue creado por la misma élite de empresarios que impulsó el crecimiento de Medellín a comienzos del siglo XX. En 1938 la ciudad tenía 150.000 habitantes, era la segunda economía en Colombia y tenía la industria textilera más grande de Latinoamérica, pero solo contaba con tres pequeños hoteles de primera categoría para recibir a los extranjeros. Se llamaban International Hotel, Hotel Palatino y Hotel Europa. Este último, por ejemplo, ubicado en Junín con La Playa, donde hoy se levanta el edificio Coltejer, era lujoso pero solo tenía 38 habitaciones. Por eso, la construcción de un hotel grande se convirtió en una de las obras más urgentes para la Sociedad de Mejoras Públicas (SMP), entidad privada que lideró el desarrollo urbanístico de la ciudad en la primera mitad del siglo pasado. “La cristalización de este fantástico proyecto va a transformar radicalmente el centro de Medellín”, escribió Jorge Restrepo, presidente de la SMP, en su informe de 1940.
El diseño del Hotel Nutibara fue encargado al arquitecto norteamericano Paul Williams, famoso por trabajar en Hollywood haciendo mansiones para actores de cine y hoteles como el Beverly Hills, que aparece en la portada de Hotel California, el álbum de The Eagles. En una entrevista publicada por la revista Progreso en febrero de 1941, Williams habló sobre lo que había concebido para la capital antioqueña: “Todo este gran sector de Medellín presentará el más soberbio espectáculo que pueda imaginarse, algo que ustedes no alcanzan a adivinar. Todo esto será arborizado y se dispondrán amplias avenidas, lo cual transmutará fantásticamente el desolado aspecto actual”. Y así fue por un tiempo.
El Nutibara se construyó diagonal al Palacio de Gobierno y al Palacio Municipal, que hoy son el Palacio de la Cultura y el Museo de Antioquia. El edificio fue el más alto de la ciudad por unos años, y su estilo supo mezclar lo tradicional y lo californiano. La plazuela pública que construyeron frente a él dio un rostro amable al sector y un carácter de ciudad grande y planeada con juicio. El centro de Medellín se encontraba en su mejor momento y anticipaba una ciudad muy distinta a la que terminó siendo.
La historia de lujo y exuberancia duró aproximadamente tres décadas, mientras el hotel estuvo en manos de la misma elite que lo concibió. Sin embargo, la historia dio un giro en los setenta, luego de que Medellín viviera una metamorfosis acelerada. La oleada migratoria que llegó huyendo de la Violencia en el campo congestionó el centro, y la clase alta, acostumbrada a vivir en una villa apacible, se trasladó definitivamente a El Poblado, ubicado cinco kilómetros al sur, donde tenía sus fincas de recreo. El historiador Jorge Orlando Melo explica ese proceso:
—Los sesenta fueron años de crecimiento muy rápido de la ciudad. La gente decía que el mercado de Guayaquil se había pasado para Medellín, lo que era exagerado, pero mostraba cómo se iba volviendo un sitio muy comercial y menos agradable. El centro se llenó de edificios altos como el Fabricato, el Bemogu, y los que rodearon al Parque Berrío. La destrucción del Hotel Europa y del Teatro Junín también fueron parte del deterioro de la calidad de vida del centro que, aunque se volvía mas moderno, era más inhabitable.
Además del cambio en las dinámicas de la ciudad, el Hotel Nutibara reflejaría la transformación más significativa en la cultura antioqueña. En 1974 murió su principal accionista, Roberto Botero Soto, fundador de empresas como Suramericana y el Banco Industrial Colombiano (BIC). Sus tres hijos heredaron las acciones y se encargaron de definir el rumbo de la entidad. Uno de ellos, Hernán Botero, se convirtió en el presidente de la junta.
La decadencia
Hernán Botero era conocido en todo el país por ser el presidente del equipo de fútbol Atlético Nacional. Durante su dirigencia le devolvió protagonismo al equipo contratando un técnico y varios jugadores extranjeros, quienes vivían en Residencias Nutibara, un edificio que también pertenece al hotel y está ubicado al frente. Botero era un hombre apasionado y explosivo, que se atribuía los triunfos con algarabía, pero que esquivaba los señalamientos y críticas con acusaciones. Una vez, durante un partido en el que Nacional perdía por goleada, sacó un fajo de billetes y le gritó al árbitro desde un costado de la cancha: “¿Cuánto te pagó el otro?”.
A pesar de su estilo impulsivo y dominante, los empleados del hotel lo admiraban. Él se mantenía presente y trabajaba junto a sus hermanos para mantener el prestigio de la empresa. El Hotel Nutibara siguió siendo el lugar de las mejores celebraciones en la ciudad.
—Aquí se hacían las fiestas de las que hablaban todos. En el hotel cantaron Henry Fiol, Diomedes Díaz, Joe Arroyo, El Combo de las Estrellas, Raphael, Fausto, Bárbara y Dick, Los Visconti —me cuenta Emilce en la recepción de Residencias Nutibara, que ahora se llama Hotel Nutibara Express, mientras pasa las páginas de un álbum en el que aparece retratada junto a varios de ellos.
Sin embargo, en enero de 1984, una noticia dejó atónitos a los 120 empleados del Nutibara. Hernán Botero fue pedido en extradición por el gobierno de Estados Unidos, y en enero de 1985 se convirtió en el primer colombiano extraditado a ese país, acusado de lavado de activos. Según los norteamericanos, más de 50 millones de dólares de procedencia ilícita habían entrado a través de la Caja de Cambios del Hotel Nutibara. A partir de ese momento todo empezó a derrumbarse. La condena a Hernán Botero pareció también una condena al hotel.
Jorge Botero, hermano de Hernán, se encargó de la gerencia. La discoteca Lotus, donde Emilce trabajaba, pasó de ser el mejor lugar para bailar porros, salsa o merengue, y se transformó en Free, una discoteca gay que no duró abierta mucho tiempo. Los tapetes que cubrían el piso del hotel se removieron pues era muy costoso hacerles mantenimiento; la fachada mostró fisuras y otros signos de deterioro; cerraron la lavandería y el restaurante; liquidaron la orquesta; el gimnasio no volvió a funcionar y algunos salones de eventos se convirtieron en bodegas.
—Hubo un momento en que nos dejaron de pagar siete quincenas —cuenta Arles Sánchez, quien empezó a trabajar en el hotel en 2004 por recomendación de su padre, que fue portero allí durante 40 años y hoy está pensionado.
La extradición de Botero no fue el único problema del Nutibara. El negocio de la hotelería y el turismo se vio afectado por la violencia del cartel de Medellín a comienzos de los noventa, y poco después por los secuestros de la guerrilla y el paramilitarismo. En 2001, el hotel llegó a su punto crítico y se acogió a la ley de quiebras. Su promedio de ocupación ese año fue del 23%.
—Mucha gente pensaba que el edificio estaba abandonado —recuerda Álvaro Rubio, quien asumió la gerencia en ese momento—. El hotel tenía problemas de toda índole y debía sumas millonarias al Estado. Jorge Botero Moreno me llamó para tratar de resolver la emergencia, pero cuando llegué casi me devuelvo, porque estaba peor de lo que yo creía.
Rubio, que ya había sido gerente del Nutibara en los ochenta, encontró una institución casi desmantelada:
—Daba grima mirar el estado de los salones del hotel. Despintados, sin arreglar, con humedades en el techo.
“El salón Imperial, la joya de la Corona, tan importante para la realización de convenciones, daba tristeza”, escribió en un informe de su gestión, evocando esa época, en la que también se dañó el aire acondicionado, se cayó un ascensor desde el octavo piso, y los directivos arrendaron Residencias Nutibara para que lo convirtieran en un motel.
El equipo de servicio también recuerda el comienzo de siglo como un periodo lúgubre. Había pisos que pasaban deshabitados durante meses, y varios botones y vigilantes contaron que cuando hacían las rondas nocturnas sentían ruidos extraños. Algunos dicen haber escuchado lavamanos que se abrían y cerraban solos en habitaciones donde no había huéspedes; otros cuentan que vieron niñas pálidas y elegantes jugando de noche en los corredores…
Gracias a la gestión de Rubio y al compromiso del equipo de trabajo, el hotel dejó de presentar pérdidas en 2005. Pero en 2010 volvieron a acosar las deudas, la situación se hizo inviable y la junta reconoció que no tenía capacidad para recuperar del todo la empresa. Entonces apareció Fernando Serna, un empresario antioqueño dedicado a construir o comprar hoteles donde nadie se lo imagina, como en medio de la selva amazónica. Él vio la oportunidad para invertir en un proyecto por el que había estado interesado durante años. Aunque ya no era la institución exclusiva de antes, y ahora debía competir con otros 300 hoteles y hostales en Medellín, Serna compró las acciones de los socios y adquirió el 97 % del Hotel Nutibara.
Los nuevos dueños
Nosotros creemos en el centro de Medellín —explica Paola Serna, hija de Fernando y presidenta de la junta directiva—. Mi papá lo compró convencido de que un hotel que está en el corazón de la segunda ciudad más importante de Colombia, con 23 esculturas de Fernando Botero a una calle de distancia, y rodeado de edificios patrimoniales, no puede acabarse. Es una inversión a largo plazo, pero la hicimos porque creemos que este sector de la ciudad va a transformarse y el hotel contribuye en ese proceso.
El Hotel Nutibara costó 15.000 millones de pesos, y hasta el momento se le han invertido 10.000 millones más. Una de las primeras decisiones fue abrirlo de nuevo a la ciudad, mostrar que está vivo. Para eso acondicionaron dos plazoletas de comidas en el primer piso, con acceso por tres calles distintas. Se empezaron a remodelar las habitaciones, se adecuaron 19 salones para eventos, y se montó una galería fotográfica permanente que narra la tradición del hotel.
Pero los cambios estuvieron acompañados de un recorte de personal. En pocas semanas despidieron a casi 30 trabajadores. Jorge Lalinde ha sido botones en el Nutibara desde hace 39 años, y recuerda que en esa época temió por su trabajo. Champion, como le dicen todos por su parecido a Muhammad Alí cuando era joven, cuenta que cada vez que lo llamaban a las oficinas administrativas se ponía ansioso y se imaginaba que le iban a entregar la carta de despido.
—Cuando salía de la oficina luego de darme cuenta de que me necesitaban para otra cosa, yo iba a donde nadie me veía y me recostaba en un muro a respirar profundo. A muchos amigos los echaron, a cualquiera le podía pasar.
Emilce fue una de las despedidas. Aunque solo le faltaban tres años para pensionarse, una tarde la llamaron a la oficina de Recursos Humanos. La carta estaba sobre la mesa.
—Yo les pregunté por qué me echaban, si siempre hice bien mi trabajo, si ellos sabían que yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera por el hotel. No me respondieron. Pero lo que más me dolía era pensar que ya no podría encontrarme nunca con mi hija, no iba a saber si algún día venía y se hospedaba. Esa noche lloré mucho por eso
—cuenta Emilce mirando hacia el piso.
Una isla en el centro
El primer tinto que vende Duván Londoño se lo vende al portero del Hotel Nutibara. Son las cuatro de la mañana de un sábado, y hasta hace media hora las discotecas y bares que rodean el hotel todavía hacían ruido. El silencio es un lujo en el centro, y no dura casi. Duván agarra el borde del vaso con el pulgar y el índice, sirve el tinto humeante, se lo entrega al portero, bromea con él, cobra 500 pesos y sigue hacia el sector de El Hueco, donde les vende a otros vigilantes. Aunque sabe que trabaja en uno de los lugares más inseguros de Medellín, dice que nunca lo han atracado. Vive en Castilla, y se levanta a la una de la mañana para venir a trabajar. Él mismo prepara el tinto y el perico (café con leche), envasa los termos, y luego baja a una bodega que está a dos cuadras del Nutibara, donde tiene guardado el carrito que empuja por todo el centro. Le pido que me deje acompañarlo en su recorrido para conocer los alrededores del hotel a esta hora, cuando todo aparenta estar tranquilo y despoblado.
Pasamos bajo el viaducto del metro y llegamos a la plaza de las esculturas, donde dos indigentes duermen en el suelo y un par de empleadas públicas barren cerca de ellos. Las esculturas de Botero se ven más grandes de lo normal, como si hubieran engordado un poco en la noche, tal vez porque, vistas desde abajo, sus siluetas se confunden con el cielo oscuro. Duván me cuenta que lleva 14 años vendiendo café en el centro. En un momento, luego de la ronda que hace a esta hora, se detendrá como siempre en la esquina de Ayacucho y Carabobo, cerca del Tribunal Superior de Medellín, donde les vende a los transeúntes y a los guardaespaldas de los magistrados. Allí, hace dos años, estuvo a punto de ser víctima de uno de los delitos más comunes en esta zona. Un miembro de una banda delincuencial se acercó a extorsionarlo. Le pidió 10.000 pesos semanales por dejarlo trabajar en esa esquina. Duván se negó. El hombre se fue, pero regresó un par de días después. Esa vez le pidió menos, pero Duván repitió que no le daría nada.
—Cuando él vio que yo les vendía a los escoltas de los magistrados, dejó de pedirme. Nunca les he dado un peso a los de las Convivir, pero la mayoría de los que trabajan por aquí sí tienen que pagarles vacuna —dice indignado.
De pronto, cuando pasamos frente al Museo de Antioquia, vemos una figura pequeña que camina con dificultad hacia nosotros.
—¡Enano, estás borracho! —le dice Duván sonriendo a un hombrecito que viene seguido de una mujer flaca y silenciosa. Usa un palo de escoba como bastón, tiene los ojos desorbitados y se emociona al ver a Duván.
—Dame dos pericos, Duván, y no digás que estoy borracho: ¡yo estoy es caído!
Se detiene junto a nosotros, y mientras le sirven el café, me pregunta si le quiero comprar una película.
—Las películas que yo vendo son las mejores, ¿cierto, Duván? No le compre a nadie más, que yo le consigo cualquiera —me dice tomándome del antebrazo con la mano que tiene libre.
El enano vende películas piratas, y su pareja vende chicles y confites. Son parte de los más de 18.000 venteros ambulantes que la Subsecretaría de Espacio Público estima que hay en Medellín. Se calcula que el 40 % de ellos trabaja en el centro, por el que transitan más de un millón de personas cada día. Para las autoridades y los dueños de negocios formales, como el Hotel Nutibara, la congestión del espacio público que provocan los venteros ambulantes es vista como un problema grave.
El enano se sienta a tomarse su café, y nosotros seguimos hacia la iglesia de la Veracruz. Allí se casaban las parejas más adineradas de Medellín en la primera mitad del siglo pasado; ahora es conocida porque en su atrio abunda la prostitución. Ya no veo el hotel, y la calle por la que caminamos parece desierta. Sin embargo, Duván me señala las escaleras sombrías de unos almacenes que hay a nuestra derecha: acostados, uno cerca de otro, hay cinco indigentes dormidos. No se les ve la cabeza ni el cuerpo, están envueltos en telas sucias, como crisálidas.
—Vea eso —me dice sin dejar de empujar su carrito de tintos—, el gobierno dice que todo está bien, pero deja que la gente viva así. El centro está abandonado y eso hace que muchos ya no quieran venir.
Cuando llegamos a la iglesia decido despedirme de Duván, las calles están solas y él me advierte que si me sigo alejando ya no será seguro regresar al hotel. Él cruza la calle y veo cómo se pierde tras una esquina. Me doy media vuelta, pero antes de volver saco la cámara para tomarle una foto a la fachada de la Veracruz, que tiene algo fantasmal en la madrugada. Justo cuando miro por el visor, escucho una voz que habla tras de mí.
—Cuidado con esa cámara, mi amor, que por ahí están los gatos.
Volteo y hay tres prostitutas sentadas en una banca. La que me habló está arreglándose el pelo y no vuelve a mirarme. Otra, incapaz de pronunciar bien lo que dice por la borrachera, se pone las manos detrás de la cabeza y abre los codos y las piernas.
—Si quiere, me le empeloto y me toma fotos así. Pero me tiene que pagar, hijueputa.
—¡Enano, estás borracho! —le dice Duván sonriendo a un hombrecito que viene seguido de una mujer flaca y silenciosa. Usa un palo de escoba como bastón, tiene los ojos desorbitados y se emociona al ver a Duván.
Estamos solos, y la mención de los ladrones hace que regrese rápido hacia la esquina del Museo de Antioquia, donde veo dos policías.
—Buenos días —les digo cuando llego a su lado.
—Buenos días, ¿usted qué está haciendo por acá con esa cámara? ¿Le pasó algo? —me pregunta uno de ellos.
Les explico que estoy haciendo un trabajo sobre el Hotel Nutibara y pensé que a esa hora no había ladrones. Ambos policías se ríen de la ingenuidad.
—A esta hora es cuando más se ven. Vea, ahí vienen esas ratas —y señalan a un grupo de cuatro jóvenes que pasan frente al Museo de Antioquia. Los policías les ordenan a gritos que se acerquen para una requisa.
—¿Otra vez, señor agente? –responde uno de ellos—. Yo ya me voy para mi casa.
Los jóvenes visten camiseta y jeans rotos, uno de ellos tiene estrabismo y tiene que levantar el mentón para mirar al policía que le habla. Al requisarlos, les encuentran dos tarros de pegante y una navaja. Se los quitan, y antes de dejarlos ir uno de los policías patea con fuerza a uno de ellos, que se aleja sin protestar.
El centro de Medellín es considerado el sector más peligroso de la ciudad. Aunque es el núcleo del comercio, con más de 20.000 empresas, muchas de ellas son extorsionadas por bandas delincuenciales. Según cifras de la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), las empresas del centro pagan mensualmente 5.000 millones de pesos en extorsiones. Además, sus ventas han disminuido considerablemente por la inseguridad. Solo en 2013, 240 empresas cerraron sus puertas y se trasladaron a sectores menos problemáticos. El alto número de hurtos, el microtráfico de drogas, la privatización del espacio público y las extorsiones han obligado a las autoridades a tomar medidas extraordinarias. La Alcaldía creó en 2013 el Plan de Intervención Integral del Centro de Medellín, en el que se han invertido 2,1 billones de pesos para recuperar el sector. En seguridad, por ejemplo, se pasó de tener 300 a 500 policías, que se distribuyen en 66 puntos estratégicos o “cuadrantes”.
—El turno de nosotros es de 9:00 de la noche a 7:00 de la mañana. Es duro, a uno aquí le toca ver de todo —me explica uno de los agentes mientras caminamos de regreso hacia el hotel.
Cuando vuelvo al lobby le cuento al portero lo que vi en esas tres cuadras, y él sonríe como quien escucha una historia que ya se sabe.
El Nutibara hoy
En 2011, luego de reestructurar la nómina del hotel, los nuevos propietarios se dedicaron a pagar deudas pendientes y a proponer maneras de recuperar el sector en el que están ubicados.
—Lo que queremos hacer desde el primer día es dar ejemplo —dice Paola Serna—. No estamos aquí para poner problemas y quejarnos por las prostitutas, los ladrones o el vicio. Nosotros estamos trabajando, haciendo obras que muestran que hay que renovarse y cambiar. Ese es el primer impacto, pero hay que hacerlo ya, como en su momento lo hicieron en el centro de Miami, Madrid o Ciudad de México.
El Hotel Nutibara no es la única empresa privada que trabaja para transformar el centro. Tiene como aliados al Museo de Antioquia y al Teatro Pablo Tobón Uribe, por ejemplo, entidades culturales que atraen público al sector y lo mantienen vivo. Sus directivos se reúnen constantemente con la Alcaldía y buscan soluciones a los problemas más urgentes.
—La Alcaldía tiene toda la disposición —dice Paola Serna—. Ahora se están enfocando mucho en seguridad, pero el centro necesita transformaciones de fondo, en vez de traer más policías hay que buscar la manera de que venga más gente y se apropie de estos espacios, no solo como centro de comercio, sino como centro histórico y cultural.
El Plan Urbanístico del Centro es un proyecto de la Alcaldía que pretende recuperar el sector a largo plazo. Entre las iniciativas que propone están crear más viviendas, peatonalizar varias avenidas importantes y revitalizar el patrimonio. Para Mónica Pabón, arquitecta y coordinadora del plan, el trabajo en el centro es un asunto de interés ciudadano.
—La ciudad es un organismo vivo, y el centro es su corazón, lo que le da sentido —explica Pabón—. Cuando uno va a cualquier ciudad, si no tiene tiempo de recorrerla toda, va al centro y queda con la sensación de haberla conocido. En Medellín no sucede eso. Sin embargo, si todo resulta como está planeado, en diez o quince años, el centro de Medellín será un lugar seguro, ordenado, habitado y representativo. Nos perdemos de mucho cuando perdemos el centro. Si una ciudad no tuviera centro, no tendría historia ni identidad.
Entre tanto, el hotel sigue su ritmo. Hoy tiene una ocupación anual promedio que supera el 50% y ha vuelto a ser atractivo para realizar eventos. En las pasadas elecciones presidenciales, por ejemplo, los dos partidos políticos que pasaron a segunda vuelta usaron el salón principal para reunirse con sus seguidores en Medellín y, tres semanas después, se realizó ahí mismo el Campeonato Panamericano de Billar.
***
En los 31 años que lleva como empleada, Emilce ha ocupado varios puestos: camarera, recepcionista, ascensorista, cajera. Luego de haber sido despedida en mayo de 2011, inició una batalla legal para ser reintegrada al hotel. Mientras tanto, usó la plata de la indemnización para cambiar el piso de su casa y para comprar un computador.
—Yo estaba decidida a reencontrar a mi hija, y como ya no iba a poder hacerlo en el hotel empecé a buscarla por otros lados. Un amigo me abrió una cuenta de Facebook y duré meses buscándola por el nombre y el apellido que le habían dado sus padres adoptivos, pero no encontré nada.
Luego de un año de trámites legales, Emilce fue finalmente reintegrada al equipo de servicio del Hotel Nutibara. Tres meses después de eso, en octubre de 2012, recibió la noticia que estuvo esperando por casi 30 años. Era la 1:00 de la mañana cuando sonó el teléfono. Un familiar había encontrado a su hija a través de Facebook. Johanna ya no se llamaba Johanna sino Christine, vivía en Nueva York y no hablaba una palabra de español. Sin embargo, Emilce le escribió emocionada diciéndole que era su madre colombiana, y desde entonces han seguido en contacto todos los días, usando un traductor online para entender lo que dice la otra.
—Aquí nadie sabía esa historia, pero ese día la conté. A don Jorge, el gerente, hasta se le salieron las lágrimas. “Emilce —me decía—, usted cómo hizo para aguantar tanto tiempo”. Ahora estoy esperando que me salga la pensión para ir a visitarla —cuenta mientras organiza una mesa en la nueva terraza de comidas. Junto a ella, en la pared, hay varios cuadros con fotografías del esplendor pasado del Nutibara, fotografías de ese proyecto que transformó el centro de Medellín hace medio siglo y que ahora quiere volver a hacerlo.