Barrio Villa Hermosa. Padre Andrés María Ripol, ca. 1950.
Para Katherine, este cuento que ya me ha oído
Mis recuerdos más viejos de Medellín son, por supuesto, de los barrios. Barrios marginales, de esos que no figuran en las historias antiguas ni en los libros de Luis Latorre o Lisandro Ochoa.
Sé que nací en Boston, en los años de la segunda guerra mundial, a una cuadra de la plaza, por Giraldo, antes de llegar a Bolivia: alguna vez me mostraron la casita modesta, de un piso, donde vivieron mis papás recién casados. Poco después nos trasteamos a Villa Hermosa, en la calle Lepanto, un nombre sonoro que no me decía nada, con Giraldo, otro nombre que tampoco significaba nada para mí: hoy por lo menos asocio a Lepanto con Cervantes.
Según los relatos de familia, mi papá, con visión de futuro, con la gana de hacer un negocio brillante, compró un lote en un sitio con una vista fabulosa, desde donde se veía todo el valle de Medellín. Creía que se valorizaría rápidamente, porque los ricos querrían vivir en las partes altas de las laderas y pagarían por el paisaje. Sin embargo, la filantropía de don Carlos Vásquez Latorre, el dueño de los terrenos, le dañó el plan: el empresario y dirigente conservador decidió vender baratos los lotes de esas cuadras para urbanizaciones obreras y populares. Yo no conocí muchos vecinos obreros, pero sí mucha viuda llena de hijos: en general, nuestra parte del barrio se llenó de una clase media baja que luchaba por sobrevivir y de un poco de familias que uno no sabía de qué vivían.
Mi papá era maestro, un licenciado en educación de la Normal Superior de Tunja, que enseñaba en la Escuela Normal de Varones y se sentía en ascenso, y realmente lo estaba logrando, finalmente se instaló en la clase media educada: después de enseñar en la normal pasó a rector del colegio técnico de Medellín, el Instituto Pascual Bravo, que se adivinaba en la montaña occidental de la ciudad. Allá estaba, trabajando, el 9 de abril de 1948, cuando vio el humo de algunos incendios en el Centro, que se divisaban desde las faldas de Villa Hermosa.
La Normal estaba en la parte alta de La Ladera, una extensa finca en cuyas partes bajas se había hecho ya la cárcel de varones. El bus de la Normal, manejado por don Oscar, en el que a veces bajé a la ciudad, por una carreterita de montaña, pasaba por la cárcel y uno veía allí a los presos dedicados a cuidar extensos cultivos de fique y a meter las hojas en unos trapiches metálicos de los que salían montones de cabuya.
Cárcel La Ladera. Gabriel Carvajal Pérez, 1964.
El barrio era, pues, pobre. Los hijos de los vecinos jugaban fútbol en la manga del lado ―nuestra casa estaba en la última manzana construida―, y de ahí para arriba y hacia el oriente había filas de casas que nunca formaban manzanas. Eran mangas, y bosques que empezaban a prender, de eucalipto, acacia y pino, sembradas por el Acueducto. A lo lejos se veía el Pan de Azúcar, ese cerro perfectamente diseñado, al que subí algún día con unos amigos del colegio y que era parte de la misma finca de La Ladera, según lo que puedo encontrar en Medellín hace 60 años, de Carlos J. Escobar.
A unas dos cuadras estaba una villa elegante, la herencia de una época en la que esta zona parecía tener un futuro próspero, con un antejardín de media cuadra y una avenida interior de árboles. Era Villabol, cuyo nombre original ―aunque eso no lo supe en esos años― era Villa Wolff, por el apellido alemán de don Reginaldo Wolff, uno de los mineros que vinieron a trabajar a mediados del siglo XIX a Titiribí, en las minas de El Zancudo, y quien después estableció la fundición de Caldas. Probablemente alguno de sus hijos o nietos locales construyó en terrenos de la villa a comienzos del siglo XX, y después empezaron a lotearla.
Las calles del barrio estaban sin asfaltar, aunque los vecinos empeñosos hacían acuerdos con el municipio y ponían plata para ayudar en la pavimentada, y al fin se hizo la de Lepanto, que se llenó de “catapilas” y buldóceres. Yo tenía prohibido juntarme con esos muchachos díscolos que decían palabras feas, pero la autoridad en mi casa no se ejercía con mucha firmeza: la pedagogía probablemente dominaba. Una vez, después de que enloquecí toda la tarde a mi mamá ella decidió ponerle la queja a mi papá, quien usó la correa que ya había probado. Yo le dije que si me pegaba me volvería mucho más malo y no iba a volver a hacer caso. Prometió entonces no volver a pegarme, y dijo que estaba seguro de que en adelante sería siempre un niño formal. Las consecuencias fueron fatales: desde entonces tuve que ser un niño muy bien criado, bien manejado, con permiso para jugar fútbol pero no para ir a las cantinas donde los pianos hablaban de Pénjamo, de “chencha” y de Pachitoeché. No podía jugar tranquilamente con los vecinos del barrio, pues eran del pueblo, y cuando entré al colegio, no tenía mucho en común con mis compañeros, pues todos eran platudos: terminé prácticamente sin amigos, el único de clase media en una ciudad donde había mucho pueblo y muchos ricos. La clase media, si existía, no se dejaba ver.
La casa estaba sobre un lote grande, de trescientos metros, pero en mi más antiguo recuerdo era solamente de una pieza y una salita: mi mamá y yo oíamos pasar los aviones, que daban la vuelta sobre Villa Hermosa para ir al campo de aviación, y pensábamos que en uno de ellos podría venir mi papá, que debía andar visitando a su familia en Boyacá. Ese lote grande se fue llenando de piezas, una por una, a medida que nacían mis hermanos, pero cuando a los diez u once años dejamos de vivir allá por unos meses, todavía tenía un gran solar en el que mi mamá sembraba repollos y lechugas, y que tenía dos enredaderas inolvidables: una de cidra, que le echaban a los frisoles, y otra de estropajos, con los que nos bañábamos y limpiábamos los trastos.
Carro surtidor de leche. Gabriel Carvajal, 1953.
Recuerdo que cuando yo estaba muy chiquito mi mamá, fuera de la huerta casera, había empezado a mostrar su energía de negociante: por la mañana el carro de la leche, que me parece recordar jalado por un caballo y anunciado por estridentes campanas, dejaba dos o tres canastas de botellas, que mi mamá vendía a las vecinas, junto con El Colombiano, del que también dejaban, a las cinco de la mañana, cinco o diez ejemplares, lo que me comprueba cómo el barrio no se resignaba a su destino popular. Poco a poco esta energía fue encontrando otras aventuras: una planchita eléctrica permitió anunciar, “se venden obleas”, a las que les echaba arequipe y mermeladas, y, creo que en una época posterior, cuando volvimos a vivir allí, mi mamá compró una nevera y para pagarla anunció, “se venden cremas y helados”.
En mi primera época en Villa Hermosa acompañé a mi mamá a clases de costura en el Centro de Medellín, cerca del Hospital de San Vicente, donde decenas de señoras entraban a un segundo o tercer piso lleno de máquinas Singer. Se demoró para comprar su máquina: al comienzo su aprendizaje sirvió para hacerme una ropa de diseño equívoco que me hacía notar en el colegio y me hacía pasar vergüenzas, y para anunciar, “se hacen ojales”, “se forran hebillas”, pero pronto compró una de marca Necchi, que yo había descubierto en mis tempranas lecturas de Selecciones, donde contaban la historia de esta máquina, que había sido capaz de añadir a las Singer unas capacidades de bordado muy complejas, y que yo trataba de descifrar en las endiabladas instrucciones que habían venido con el aparato. Todavía no sé si fue una buena idea o si mi mamá se equivocó al creer que yo sabía muchas cosas.
Y era que, desde que me volví niño bueno, lo único que hacía era leer. Aprendí a leer, como es lógico, con la ayuda de mi papá que tenía su propio método para hacer interesante el aprendizaje, en El Colombiano, donde salían las noticias sobre el fin de la guerra mundial o el gobierno de Ospina Pérez. Pronto me regalaron libros de cuentos (al cumplir cinco años, creo, me regalaron los cinco tomos de los cuentos de Constancio C. Vigil) y cuando cumplí nueve o diez años, la Enciclopedia Universitas, en veinte tomos, que resultó más compleja que El tesoro de la juventud, que tenían mis primos lectores. El ambiente pedagógico se mantenía: también allí recibí de regalo ―recuerdo que estaba enfermo, no si se me había roto algo― un juego de construcción en metal, Mecano, con el que hacía grúas y catapilas.
Entré al colegio a los seis años, y el colegio quedaba en el Centro. La vida debía ser muy tranquila en ese Medellín de los años de la violencia, puesto que el viaje al colegio no provocaba mucha aprensión: yo cogía un bus de Villa Hermosa, que bajaba a la catedral y seguía por Sucre o El Palo hasta La Playa, donde me bajaba para llegar al colegio, que quedaba en Colombia, donde después fue el Club Medellín. A las cinco de la tarde me subía en un bus que iba para el barrio: los tranvías apenas subían hasta cerca de San Miguel, y por eso solo los recuerdo en los paseos a visitar familiares. Me acuerdo, eso sí, que cuando llegaban visitas mi mamá me mandaba a veces a Junín con la Playa, al Cardesco, a comprar bizcochuelos para servir el algo: no parece que fueran mandados que se consideraran peligrosos. Tampoco era peligroso andar por el barrio, aunque fuera solo, ni bajar a la iglesia de San Miguel, donde un curita místico repartía unas pociones que deberían devolverle la vista a una de mis tías, ni ir al Teatro Cuba, unas seis o siete cuadras más abajo, por Mon y Velarde con Cuba, donde daban todos los sábados por la mañana las interminables series del Capitán Silver, el Llanero Solitario, la Sombra o el Halcón Negro, en unos años en que los enemigos nazis iban poco a poco desapareciendo para ser reemplazados por comunistas.
Modistas de Medellín. Gabriel Carvajal, s.f.
Siempre empresaria, mi mamá decidió que debía ganarme la plata del cine, y me enseñó a hacer unos dulces de coco recubiertos de azúcar que salía a vender el domingo a la plaza de Villa Hermosa, y que me financiaban, con una sola salida, todo el cine del mes. Creo que ella se inventó el nombre: los llamaba “sanchecerros”, con el apellido del dictador peruano que había autorizado la invasión de Colombia cuando ella tenía diez años.
Vivía pues condenado a ser un niño formal y lector: casi sin amigos en el barrio ni en el colegio. Mis compañeros de clase iban al club ―una o dos veces me invitaron al Campestre, donde me metí por primera vez a una piscina―, o tenían finca en El Poblado o San Antonio de Prado y pasaban sus vacaciones en Cartagena, y los más prósperos, en Miami. Tenía unos dos amigos, a cuyas casas iba, y donde no parecía haber restricciones para la comida, ni problemas con los mercados, y donde había carros, sirvientas (como se decía todavía, antes de que apareciera la corrección política) y hasta chofer. En mi casa la comida era abundante, pero el esfuerzo era grande: los quesos y los huevos se traían de San Pedro, y a veces también la carne, porque allá las cosas eran más baratas. Y las muchachas aparecían solamente cada dos años, para ayudar a mi mamá a atender a un bebe recién nacido, y a veces más bien se venía alguna tía del pueblo a vivir con nosotros.
En Medellín no había mucho que hacer: por supuesto, existía el estadio de San Fernando, en El Poblado, donde jugaba el Atlético Municipal, y donde había carreras de caballos: ambas actividades estaban por fuera de los hábitos de mis papás. Toda mi vida social se reducía a los partidos de fútbol en la manga vecina, a las visitas a mis primos y a uno que otro fin de semana en San Pedro, a dos horas en bus de escalera, donde vivía mi abuelo materno, dueño de una carpintería maravillosa, sobre todo por dos máquinas de pedal que me sorprendían y que hacían molduras y recortaban láminas de todas las formas. Mi papá también era carpintero, y por supuesto hoy la nostalgia me hace lamentar no haber guardado los trompos y los carritos de madera que me hizo, y que fueron casi mis únicos juguetes fuera de los que tenían el visto bueno pedagógico, y de un triciclo que me compraron para mi cuarto cumpleaños y en el que tuve varios de mis accidentes infantiles.
El Medellín que yo conocía era limitado. Vivía en Villa Hermosa, y caminaba por mangas deshabitadas hasta la Escuela Normal de Varones o, en los domingos en los que había procesiones, hasta la iglesia de Manrique: había que pasar por unas cañadas hondas que se atravesaban no por puentes, sino por encima de tuberías del acueducto. A veces iba con mi papá a la plaza de mercado, donde lo veía negociar con una seguridad y una propiedad que me llamaban la atención, regatear con las vendedoras a las que trataba con una confianza que no me explicaba, hasta que años después descubrí que al darles nombres afectuosos simplemente buscaba una rebaja en la morcilla o en el mondongo. La plaza de Cisneros era maravillosa: centenares o miles de vendedores de frutas y verduras, pilas de guamas, cañafístolas y mamoncillos, y hojas aromáticas desconocidas. Los alrededores se veían tranquilos, aunque de todos modos uno ya había oído decir que de noche, en esos cafés tan calmados, la gente se emborrachaba y había peleas y otras maldades.
Plaza de Mercado de Guayaquil. Gabriel Carvajal, s.f.
Había al menos una celebración anual que uno no se perdía: la procesión del Corazón de Jesús, en la que los colegios terminaban formados frente a la catedral, en el Parque de Bolívar. Al mismo parque iba uno que otro domingo, acompañado con algún primo a oír música en la retreta: tocaban ―lo supe después― dos o tres oberturas y marchas de óperas, algún trozo de Mozart y terminaban siempre con una pieza de música colombiana, generalmente un pasillo rápido, como Patasdilo, o Cucarrón, o un bambuco como Antioqueñita o Cuatro preguntas. Era una banda que al menos desde que yo tenía unos diez años fue dirigida por el maestro Joseph Matza, de quien se decía la inverosímil historia, contada también acerca de dos o tres músicos más, de que, venido a Medellín con alguna compañía musical, se enamoró de la ciudad y nunca quiso volver a dejarla. Pero entonces me parecía natural: ¿no tenía Medellín la catedral más grande del mundo en ladrillo cocido? ¿No era, como había leído en Selecciones, la “tacita de plata”, una ciudad cuya limpieza era ejemplar? Dos o tres veces fuimos al Bosque de la Independencia, con su lago ―hoy se ve como un laguito insignificante― lleno de barquitas, a las que me subí alguna vez. Pero tenía una marca social negativa: era un parque al que, los domingos, que era cuando mi papá nos podía llevar, iban sobre todo las sirvientas a levantarse su policía, de modo que en mi casa, empeñada en protegernos de la contaminación popular, más bien se evitaba.
Fuera de las películas del Cuba, algunas veces fui al Ópera, en Maracaibo, al Metro Avenida o a los cines continuos de Caracas, Junín o Sucre, el Caracas, el Cine al Día o el Cinelandia. Allí debí ver las películas de Disney, El libro de la selva, Blanca Nieves (me acompañaron mis papás) o La Cenicienta. En Guayaquil veía uno teatros muy atractivos, llenos de películas de charros mexicanos (el Granada, el Medellín), pero nunca pude ir: la primera vez que entré allá fue terminando bachillerato, cuando la iglesia prohibió La dolce vita, y el único teatro que se animó a presentarla era uno de Guayaquil. Al Lido me llevaron alguna vez, con el inmenso atractivo de la Heladería Santa Clara, que se convirtió en Versalles y se trasteó para Junín. Y una o dos veces, en esa infancia remota, me llevaron a comer moros al Astor, en Junín, un sitio que redescubrí tres o cuatro años después, cuando tuve la fortuna de tener de compañero de clase al hijo del dueño, Baer. En Santa Clara conocí el helado en copa, pues al barrio subían los carros de paletas de La Fuente o los de La Foca, seguro un poco más baratos. Subían también los “quesos de la casa Mincho”, que nunca probamos porque los ofrecían, como los cajones o las bateas de panadería, vendedores de aires muy populares. La comida popular la descubrí a la salida del colegio, en la calle Colombia, donde se instalaba frente al Central Femenino y al Jorge Robledo, el Caratejo, que nos vendía herpos, con esa crema que todavía recuerdo como insípida; prefería comprar guayabas o guamas, o panelitas de leche.
Acababa de cumplir seis años cuando cambió mi vida: entré al colegio, con sus muchachos de mejor familia. No tenía muchos problemas de estudio o conducta, estaba apersonado en mi papel de niño formal y estudioso. Hasta tal punto parecía sobrado que mis papás me metieron, de seis años, a segundo, dizque porque ya sabía leer y escribir: a las dos o tres semanas me di cuenta de que me costaba mucho más trabajo que a mis compañeros, que sí escribía, pero muy despacio y me mandaron a primero, donde me sentí mejor y leí la Alegría de leer con sus historias aleccionadoras. Ya era lector en casa: Robinson Crusoe fue quizás la primera novela que descubrí, a la que siguió, cuando ya estaba en el colegio, Ivanhoe, donde apareció, inesperadamente, Robin Hood. Y en los dos o tres años siguientes, Julio Verne. Eran libros que estaban en casa o me regalaba mi papá. Todavía no había descubierto las librerías, y más que libros leía El Colombiano y, de vez en cuando, Semana y libros de cuentos.
El Bosque de la Independencia. Gabriel Carvajal, s.f.
Y cuando terminé el primer año, después de ese esfuerzo por aprender a coger el bus de Villa Hermosa y la aventura de subirme alguna vez a pie, por la Plazuela Obrera, mis papás decidieron irse a vivir a Cartagena, donde le ofrecieron a mi papá la rectoría del Liceo Bolívar. Ya éramos tres los hijos, y no parecía fácil movernos todos. La solución fue simple: nos repartieron. A mí me mandaron donde un tío en Itagüí y a mi hermano a San Pedro, a la escuela pública y a una casa sin muchachos, una casa de puras tías. Yo, en Itagüí, seguía más o menos en lo mismo: venía al colegio todos los días, lo que tomaba casi una hora, desde las 5:30 de la mañana a las 6:30, cuando llegaba al colegio, y el regreso a las cinco, en unas camionetas chiquitas donde iban algunos empleados de Coltejer: yo vivía en un barrio obrero, de casas igualitas, el barrio Sedeco, en Doña María. Los sábados había colegio, y a veces tenía que volver en bus, para lo que caminaba desde Colombia con El Palo hasta Guayaquil donde se cogía el bus. Lo que recuerdo era ante todo la oferta de folleticos, a cinco centavos, con las historias del día en verso, publicadas por Balmore Álvarez. Nunca las he vuelto a ver y no sé si alguien las coleccionó: homicidios, inundaciones, incendios y supongo que alguna que otra cuestión política. Una que otra vez me comí la plata del pasaje y tuve que irme a pie, lo que me tomaba tres o cuatro horas, muy entretenidas, por Guayabal y la vía al Campo de Aviación, con sus fábricas: recuerdo haberme quedado media hora viendo, desde fuera, una fábrica de tarros de galletas, o al menos eso creo, que eran cosa de magia.
Dejé de tener papás para tener tíos, y en vez de hermanos tenía primos. Y así viví dos años y medio, uno en Itagüí y otro en Medellín, pues tal vez en algún momento a mis papás les pareció un poco excesiva la viajadera: vivir a doce kilómetros del colegio y moverse en transporte público dos veces al día era un esfuerzo pesado. Me recibieron entonces otros tíos, que vivían, oh maravilla, en la condición opuesta: en el colegio mismo, en la calle Colombia, en el mismo Jorge Robledo en el que haría tercero y cuarto de primaria. Ahora toda mi vida se reducía al colegio, donde dormía, desayunaba, almorzaba, estudiaba, comía y jugaba. Creo que ni los domingos salíamos. No me acuerdo de ningún programa de fin de semana: nos quedábamos en el colegio jugando pelota en el patio, haciendo tareas, leyendo y, en un nuevo empeño para el que tenía voluntad pero ningún talento, aprendiendo piano, pues el colegio tenía uno y allá llegaba una vez por semana la señorita Raquel (¿sí se llamaba así? Ya no recuerdo), de Bellas Artes, y pronto un primo y yo empezamos a aprender a tocarlo. Si en Itagüí no hice mucha amistad con mis primos, aquí fue diferente: Luis Darío, un poco mayor que yo, era un sabio que había leído muchas cosas extrañas, y me guiaba por los misterios de la ciencia de los faraones y no sé qué más, y me confirmó en mi destino de investigador. Pero sabía cosas inútiles y remotas: no salíamos más allá de La Playa, y ni siquiera conocí la Plaza de Flores, que estaba a dos o tres cuadras del colegio.
El nacimiento de una hermana hizo que mi mamá, de acuerdo con esa idea paisa de que uno no podía dar a luz fuera de Medellín, decidiera devolverse: estaban viviendo en Neiva, donde otra vez mi papá estaba de rector de algún colegio nacional, el Santa Librada, y nos regresamos a Villa Hermosa, en la vieja casa, que ahora creció y se arregló mágicamente: los pisos se embaldosaron, las paredes de ladrillo se revocaron y las pintamos, las ventanas al patio que eran de huecos y cortinitas se cambiaron por ventanitas de vidrio. Pero algo faltaba por terminar y cuando mi papá se volvió a Medellín nos fuimos para Sucre, un barrio al frente de Buenos Aires, a una casa arrendada. Allí vivimos poco tiempo, supongo que mientras le ponían cielo raso a los techos o hacían alguna otra mejora. Al volver, me dieron una pieza hecha sobre el garaje, en el que nunca entró un carro (era la carpintería de mi papá). Yo dormía en un extremo de la pieza, que estaba llena de cajas amontonadas y de estantes repletos de libros. ¡Los efectos inesperados de la pedagogía!
Pasaron años para que el desempleo destruyera el paternalismo industrial, para que la violencia, que ya sacudía el campo, incluso cerca de Medellín, llegara a sus calles, y para que la droga empezara a convertir su delincuencia en un peligroso cartel. El diablo, que había mantenido el orden en las familias y en la vida sexual, se quedó en Puerto Berrío; el afán de conseguir plata, que siempre había existido, dejó de estar sujeto al control de la ley y las costumbres y la ciudad modelo se convirtió, durante casi veinte años, en la ciudad más violenta del mundo. Pero esa es otra historia…
Panorámica de Medellín. León Francisco Ruiz, 1972.