Todos tenemos un recuerdo del Parque de Bolívar. El mío es así: un diciembre, quizás del 89, me encuentro perdido entre montones de gente. No sé cómo pasó, a lo mejor fue el embeleco por las luces de Navidad, pero no estoy asustado. No se me ocurre buscar a la policía ni sentarme a llorar en las escalinatas. Al contrario, siento una especie de libertad primigenia que nunca había sentido. Camino tranquilo, casi feliz. Veo frente al atrio un círculo de personas. Allí, al centro, una chica lanza alaridos simulando que va a parir. La gente ríe. Lo que sale de entre sus piernas no es más que un montón de trapos y un peluche. Yo también río. No alcanzo a entender todo lo que veo, ni siquiera sé si la chica es del todo mujer u hombre; tan solo estoy hipnotizado en esa mentira encantadora. Luego siento el coscorrón de mi hermana que, furiosa, me encuentra.
Todos tenemos un recuerdo del Parque de Bolívar. El de Mario de J. Valderrama, expresidente del Deportivo Independiente Medellín y habitante del barrio Villanueva, es así: “Un día, en 1952, a los niños huérfanos de las Granjas Infantiles de la Arquidiócesis de Medellín nos llevaron a conocer el parque. Íbamos vestidos con franela blanca, pantalones caqui, tenis Midas y sombrero de caña; todos los niños en fila, muy juiciosos. Cuando llegamos, vimos en una banca a un señor muy elegante, de contextura mediana, que leía el periódico. El jefe de disciplina lo señaló y nos dijo: 'Ese señor se llama Pablo Tobón Uribe. Téngale respeto, que es muy rico y hace muchas obras'.
Parque de Bolívar. Gonzalo Gaviria, ca. 1890.
Luego nos presentaron a monseñor Joaquín García Benítez, arzobispo de Medellín, todo lleno de arreos episcopales, y después nos llevaron a comer cono en la Heladería San Francisco. Para mí, de siete años, esos viajes eran una fantasía. Ese cono lo recuerdo como el mejor helado que me haya comido en la vida”.
Quedan muy pocos que recuerdan cuando el parque estaba enrejado, muy al estilo francés, pues la verja de hierro fue retirada en 1933; tampoco deben ser muchos, si es que los hay, que recuerden la inauguración de la Catedral Metropolitana, con su millón y pico de ladrillos, en 1931; ni menos los que recuerden la instalación de la estatua de Bolívar, mirando hacia el sur, en 1923. No puede quedar, por simple lógica en las leyes de la vida, quien recuerde la Fuente de la Garza, instalada en 1900, ni la inauguración del parque, en 1892, gracias a los terrenos donados por el inglés Tyrrel Moore. Sí quedan, sin embargo, los que recuerdan cuando el tranvía pasaba por este lugar, subiendo por Ecuador hacia el barrio Manrique; los que recuerdan los primeros años del Teatro Lido, inaugurado en 1947, donde había que entrar de cachaco, o la peatonalización de la calle frente al atrio y la instalación de la fuente luminosa, primera de su clase en Medellín, en 1968. Ellos, contertulios habituales del café La Polonesa –quizás el más famoso de los que rodean el parque–, sí que saben recordar: lo que era caminar por Junín en los sesenta, las algarabías de los nadaístas, la retreta de los domingos a las once, la misa de doce, el helado en San Francisco, los bacanales en la casa de La Nanda, la demolición de casas republicanas para construir edificios altos y hasta cierta decadencia en la que comenzó a caer el parque a partir de la década de 1980.
Mis amigos –treintañeros, cuarentones, cincuentones– recuerdan sobre todo los chorritos de la fuente (“chorritos peliones”, los llamaba el escritor César Alzate); recuerdan las luces amarillas, rojas, verdes, tan exuberantes para la época; recuerdan los Sanalejos con sus tortas de mariguana, y las presentaciones de La Barca de los Locos, todos los jueves, y el Show de La Dany, cada domingo. Algún desafortunado recuerda que un atracador lo hizo correr, y otro, que le dio la vuelta al parque montado en burro. Un pedazo de la infancia y la adolescencia está ahí, en ese parque. En cruzarlo tomado de la mano del papá para no perderse o en la impresión de ver por primera vez a un travesti o en el regocijo de escuchar la música de la sinfónica bajo un sol montaraz. Todos tenemos un recuerdo del Parque de Bolívar, a que sí. Un parque que a nuestros ojos de niños era grande y dinámico y, por momentos, peligroso.
Mark, un amigo gringo que conoció el parque hace un par de meses, lo recuerda como un lugar de contradicciones: “Vi dealers al lado de policías, vi gente de todos los colores, muchos extranjeros, jubilados hablando de política, desempleados discutiendo por horas de religión, como toda la ciudad en un mismo punto”.
Quizás ahí esté su esencia. En lo que todos coinciden, viejos o jóvenes, es en relacionarlo con una plaza de pueblo. Un pueblo extraño y agigantado como es Medellín. Desde el modosito de los cincuenta hasta el variopinto de hoy, el Parque de Bolívar es un espacio para todos. Por eso, las intervenciones que propone la Alcaldía de Medellín a través de la Empresa de Desarrollo Urbano y la Agencia para la Gestión del Paisaje, el Patrimonio y las Alianzas Público Privadas (APP) buscan generar condiciones para el disfrute del espacio público. Sin levantar todo, sino partiendo de lo que hay: construir sobre lo construido. Parqueaderos para bicicletas, más bancas, nuevos basureros, más árboles. Revitalizar el patrimonio arquitectónico que se encuentra alrededor del parque mediante la intervención de fachadas, propiciar el disfrute de la actividad cultural con un espacio cubierto para la retreta y una plazoleta frente al teatro Lido que lo una más al parque. Todo esto, entre otras acciones. Sobre todo, integrar el parque a otros cercanos: el Mon y Velarde, el Manuel José Caicedo y el Tomás Cipriano de Mosquera. Una gran cruz –vista desde arriba– con ciclorrutas, con mayor área peatonal, con mejor iluminación. Acompañada de actividad artística y condiciones de seguridad.
Un parque de pueblo, todavía. Diverso y activo. Donde no existan los recuerdos asociados al temor sino, como antes, al disfrute y el encuentro.