Desde su nacimiento, La Alhambra, como todas las demás calles y carreras, fue el escenario de nuevas construcciones culturales, de nuevos imaginarios y de constantes resistencias sociales. Parecía que Medellín trataba de reservarse un derecho de admisión de sus ciudadanos, pero aquellos que no cumplían los requisitos se instalaban a la fuerza en la creciente urbe. A la fuerza llegaron jóvenes desde pueblos y laderas, con sus pies descalzos, con pantalones mochos y la piel pintada por el sol y el barro. Llegaron a La Alhambra y se ofrecieron como mandaderos o meseros, o simplemente se sentaron a mendigar cualquier pedazo de pan. También llegaron a la exigua calle decenas de arrieros con sus mulas y se sentaron en las tabernas a contar sus cuitas y sus leyendas pueblerinas. Por allá se vio varias veces al mismísimo Cosiaca, siempre al lado de su Sancho imaginario, el dicharachero Pedro Rimales.