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"Somos una rara avis, religiosa y de rapiña". Así se refiere Augusto Salazar Bondy a los limeños en los asuntos de aceptar el pasado como heredad y los fantasmas del ayer como ancestros venerables. Estas palabras les sientan muy bien a los habitantes de Medellín, que desde la segunda mitad del siglo XX se han dedicado a arrasar la memoria histórica reflejada en la arquitectura de sus moradas y en el dechado de sus parques. Extraño pajarraco, sin duda, que venera con mariano conservadurismo a sus abuelos y no le tiembla la mano a la hora de destruir los sitios por donde alguna vez ellos transitaron. Pero toda ciudad crece inevitablemente, y Medellín forma parte de esas que Lévi-Strauss define cuando habla de São Paulo: criaturas en apariencia limpísimas que pasan de la barbarie a la decadencia sin haber conocido la civilización. Y con esto el autor de Tristes trópicos se refiere a las ciudades del Nuevo Mundo como urbes en donde lo que importa es la ausencia de vestigios.
Tomás Carrasquilla decía que Medellín era un paraíso climático y que el problema eran sus habitantes dueños de un no sé qué infernal. Qué diría el escritor si viera el destino del barrio Estación Villa, por ejemplo, sacrificado por esa herida llamada Avenida Oriental. Qué diría si viera en vez del cálido Teatro Junín un edificio falocrático que ha terminado por convertirse en patrimonio visual de la ciudad. Y ni qué hablar de los barrios Prado y Laureles, salidos de madre por el mal gusto de los nuevos ricos. Con Medellín es el ahora rabioso y prosaico lo que importa. Esa es su forma de sentirse contemporánea: pisando duro entre el caos y la desmemoria.
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Sin embargo, en el centro de esta condición, está la Plazuela San Ignacio. Allí se ha preservado, de algún modo, nuestra historia. Recorriendo sus parajes podríamos remitirnos al sentido de la palabra oasis. De hecho, para quien camina por el Centro, vapuleado por el ruido y la polución, llegar a esta plazoleta significa respirar otra atmósfera. Es como si entre Pichincha, Ayacucho y Girardot, nombres que tienen que ver con la pólvora, el sable y los cañones de la República, surgiera de pronto un apacible himno académico o un ángelus susurrado por un coro franciscano, o una silva geográfica en la que los verdaderos protagonistas no son los hombres sino las ceibas y las palmeras. Y no es nada injusto comenzar con una ponderación de ellas. Las tres ceibas majestuosas dicen, a quien sea capaz de mirar hacia arriba, que al lado de la tosquedad humana siempre habrá un espacio para la dignidad vegetal. Y aunque miro con sospecha el exótico americanismo de postal que inauguró Alexander von Humboldt, al detenerme en sus tallos y ramajes perentorios recuerdo que el barón consideraba que los verdaderos templos del trópico no eran las catedrales, los castillos y los palacios, sino los árboles.
Las dos palmeras, que enmarcan como cirios exuberantes la entrada de la iglesia de San Ignacio, fueron sembradas en el siglo XIX, y es posible verlas, pequeñas, tiernas e ingenuas, en algunas fotografías en las que las fachadas de lo que es ahora el casco histórico del parque guardaban la sobriedad colonial y republicana. Las palomas, que son una plaga de las polis modernas, y que para algunos no son más que ratas aéreas, sobrevuelan el aquí y el allá del pequeño rectángulo de la plazoleta. Parecen ajenas a la historia polvorosa del lugar que habitan, pero no son bobaliconas del todo. Hay algo de revancha franciscana en el hecho de que la estatua de Santander, levantada en el centro, sea el sitio predilecto para posarse y dejar sus cagarrutas.
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No hay lugar en Medellín que hable con tanta nitidez de nuestra identidad religiosa y militar como la Plazuela San Ignacio. No hay otro sitio que trasunte con más claridad las caricias y empellones que ambas categorías se han dado entre sí. Pedagogía escolástica con sus monjes cristianos y armas patrióticas que defienden o prohíben el espíritu laico de algunos prohombres. A inicios del siglo XIX el patrón que protegía el baldío del barrio San Lorenzo, en donde habría de construirse una iglesia, un colegio y un claustro para garantizar la educación de la juventud medellinense, fue Francisco de Asís. Nada más apropiado para un terreno sólido y a la vez pródigo en aguas, lejano de la Villa de La Candelaria, desde un principio más amiga de la batahola que el hermano del sol, la luna y los pájaros. Rafael de la Serna, fraile de esta orden, se encargó de escoger el sitio, de colocar la primera piedra en marzo de 1803, y de asegurar que todo marchara bien en esos años todavía calmos en los que solamente las crecidas de la quebrada La Palencia generaban pavor entre los lugareños.
Pero con la llegada de la Independencia todo cambió de semblante y se inició una vertiginosa transformación, de tal manera que los frailes de Francisco, cómplices de la corona española y reacios a los nuevos aires de libertad, fueron expulsados. El colegio y sus aledaños pasaron de la égida monjil al estropicio militar de los republicanos. Y así como las calles de la ciudad pasaron a llamarse como los próceres y sus batallas, dejando atrás la apacible gracia de los nombres coloniales, a mi general Santander lo pusieron a tutelar el parque. Y no faltaba más que así fuera, desde el punto de vista de la nación. Pero tratemos de ser justos en dominios en los que habita la injusticia, y digamos que el pobre de Asís, o al menos su representante de la Serna, debería de estar ocupando el espacio del parvenu hombre de las leyes colombianas. Rafael de la Serna fue el primero que depositó el guijarro didascálico, y sus clases de gramática, filosofía y teología iluminaron por primera vez estas coordenadas proclives al bruto negocio bursátil. Pero ¿y San Ignacio y los jesuitas?, preguntarán algunos. Ellos vinieron después, a finales del siglo XIX. Y se adueñaron de las coordenadas educativas y le pusieron el nombre de su patrón inquisitorial a la plazoleta, a la iglesia y al colegio. Y es su traza la que todo el mundo reconoce y celebra ahora.
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Con la República instalada empezó a forjarse una educación laica en Medellín, y por ello Santander se tornó imprescindible. Pero esta educación no habría de prosperar mucho en la ciudad, habitada por los energúmenos y taciturnos conservadores de pura sangre, sino hasta bien entrado el siglo XX. El Colegio Franciscano, por los cambios sugeridos en el Congreso de Cúcuta y por ley santanderina, pasó a llamarse Colegio de Antioquia en 1822. Luego se hizo Colegio Académico, en 1837. Después Escuela Normal de Antioquia, en 1850. Colegio Provincia de Medellín, en 1853. Y más tarde Colegio del Estado, en 1860. Hasta que, en 1871, Pedro Justo Berrío lo bautizó Universidad de Antioquia. La Universidad de ahora, en aras de otorgarse una longevidad respetable, asegura que nació en 1803 con el gesto de Rafael de la Serna. Y desde el punto de vista de la continuidad educativa que hay entre los últimos tiempos de la Colonia y el naciente país acaso tengan razón los historiadores.
En todo caso, entre nombre y nombre, que es como decir entre escolástica española y liberalismo ilustrado francés o inglés, los milicos hicieron y deshicieron. Cuántas veces estas coordenadas del aprendizaje y la oración se convirtieron en batallones de conservadores o liberales en guerra, en depósitos de pólvora o en oficinas burocráticas de la policía. En esto, sin duda, nuestros líderes seguían a pie juntillas el paradigma de los revolucionarios europeos, que transformaban con velocidad inusitada las iglesias y catedrales en templos agropecuarios o reservas de sal y armas en nombre de la diosa republicana.
Sucedido entonces este período candente y establecida la constitución de 1886, católica y reaccionaria hasta el tuétano, los jesuitas entraron en acción. Los seguidores de Ignacio Loyola llevaban años viviendo al vaivén de expulsiones y bienvenidas dados por los gobiernos de turno. Y cuando por fin se instalaron en Medellín respiraron de nuevo el mejor clima del mundo y agradecieron a Dios volver a estar entre las gentes más hospitalarias de un país insensato y rústico. En 1884 Rafael Núñez les dio paz y salvo para que se explayaran en Colombia, y firmaron con el gobernador de Antioquia Marceliano Vélez, de quien hay un busto en el parque, la fundación del Colegio San Ignacio en 1885.
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El siglo XX empezó en guerra y las edificaciones del parque se veían vetustas y en ruinas. Pero pasado el colapso vergonzoso de la Guerra de los Mil Días, Medellín se hundió en los aires de la renovación. El maestro Horacio Rodríguez, a partir de las viejas construcciones coloniales de piedra de canto rodado, barro, caña brava y adobe, concibió la arquitectura de lo que es hoy el Paraninfo de la Universidad de Antioquia y las fachadas del Claustro de San Ignacio. Rodríguez, que sabía tanto de fotografía como de marmolería, de ebanistería como de grabado, mezcló con acierto ambas tradiciones arquitectónicas, la antigua campesina y la nueva citadina, y explicó que había que remodelar esas moradas para el oído y la vista de los privilegiados del conocimiento.
Luego el arquitecto Agustín Goovaerts, que se asoció con Félix Mejía y Roberto Pérez, se ocupó del templo y de culminar la construcción del colegio de los jesuitas. La impronta del belga es diciente en Medellín, hasta tal punto que podría atribuirse a su exquisita mano neoclásica, barroca y republicana la arquitectura admirable del pasado que ha sobrevivido en esta urbe demoledora de su historia. Algunos historiadores llaman a este logrado batiburrillo "eclecticismo moderno". Durante el siglo XIX las construcciones del parque, o se veían siempre inacabadas por la desidia administrativa, o derruidas por el paso atroz de la soldadesca en guerra. Pero en los años veinte del siglo pasado el parque adquirió otro semblante, que es el que conserva hoy. El templo de San Ignacio se levantó con sus dos torres magníficas, sus tres naves amplias, sus esbeltas columnas y su cúpula en el crucero. Su claustro, de la mano de Goovaerts, tuvo un elegante diseño interior, al tiempo que se construyó la parte que da sobre Girardot y el torreón que serviría de observatorio astronómico. El templo separaba a la sazón las trifulcas que a veces se daban entre los estudiantes de un lado y de otro.
En aquellos años los jesuitas parecían ser las figuras principales del parque. Fueron los dueños del templo, y Francisco de Asís y sus monjes se convirtieron en un eco inaudible. Rigieron el colegio, situado en el lado de Pichincha, que mucho más tarde compraría Comfama para restaurarlo. Y hacia el extremo de Ayacucho, la Universidad de Antioquia se levantó como para ponerles una especie de tatequieto, porque con los curas nunca se sabe. Comienzan diciendo que son amigos de la miseria y la humildad, y terminan apoderándose de todo lo que les rodea con ambición desmedida. Eran célebres en la ciudad las batallas que se formaban entre los dos estudiantados, y no valía de nada la presencia del Agnus Dei sobre una de las puertas laterales de la iglesia. La cosa se volvió tan preocupante que los jesuitas decidieron habilitar la entrada para los estudiantes por el lado de la calle Pichincha, no fuera que esos aprendices belicosos y medio ateos de una universidad republicana contaminaran su redil. Pero sin duda me dejo llevar por la imaginación contemporánea a la hora de suponer grandes diferencias entre un gremio estudiantil y otro. La verdad, y acogiéndonos a lo que dice Alfonso Castro en su novela El señor Doctor, buen retrato de la Medellín de esos años, es que todos aquellos que se graduaban, los laicos y los clericales, juraban servirle a Dios y a la Patria con misales o biblias en mano.
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Hoy el panorama sigue siendo llamativo. El parque que para algunos es una plazoleta, y que antes se llamó San Francisco y José Félix de Restrepo, ahora es un lugar donde confluye una arquitectura variopinta. Está el flanco más importante, ese que ha sido declarado patrimonio nacional, en donde se levantan el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, el templo de Loyola y el Claustro de San Ignacio restaurado magníficamente para el solaz de sus beneficiarios. Pero lo demás muestra esa vulgar modernidad típica de Medellín. Un feo edificio de no sé cuántos pisos y una sucesión de casas en las que hay cantinas, centros de salud y locales comerciales. Pasemos todo eso por alto, que bien se lo merece, y que sean las personas de la calle las que ocupen nuestra atención. Gentes humildes, con el anonimato pegado a sus caras como una cicatriz, y que son los verdaderos pobladores del parque. Los jugadores de ajedrez manifiestan en sus jugadas, sobre tableros que parecen desechables, una increíble tranquilidad. Se ven tan enteros e inflexibles en la lenta resolución de los jaques que puede suceder otro despelote revolucionario a su lado y ni se darían cuenta. Los vendedores de minutos a celular, desparramados aquí y allá, se identifican con chalecos azules y letreros que muestran la ganga del precio: $150 el minuto a todos los operadores. Y los vendedores de frutas, amparados con parasoles multicolores, le dan al paisaje un simpático contorno de feria tropical. No sobra el mendigo, atribulado de trashumancia urbana, que se explaya con sus corotos mugrosos al lado del general Santander. Los ancianos vendedores de tinto con sus termos de diversos tamaños me apretujan el corazón con oscuras elucubraciones. No es invención mía, sino un aparatoso pliegue de nuestra realidad actual. Dónde están, me pregunto, los que cobran vacuna a estos menesterosos del rebusque. Acaso estén aprobando el avance de los alfiles y las torres. O leyendo un folleto de Alcohólicos Anónimos en una de las bancas. O, tal vez, echándoles maíz despreocupadamente a las palomas.
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Consternado por esta realidad paraestatal, me resta irme a buscar el Metro en la estación San Antonio o Parque Berrío; o hacer una pausa en el recorrido y entrar a la iglesia o al Paraninfo. La primera está cerrada. No vacilo entonces en ingresar al edificio por su magnífico pórtico de varios vanos. Me sumerjo en la calma amarillo pastel de sus paredes con esa gratitud liviana que provocan siempre los lugares milagrosos. Recorro sus tres patios amplísimos. Paseo los ojos por esa sucesión elegante de puertas, ventanas, capiteles, cornisas, balaustradas y balcones. Me arrebujo en los suntuosos barandales de madera verde. Dejo ir mis dedos por el acabado fino y suave que los artesanos de la Escuela de Artes y Oficios supieron darle a los pasamanos de las escaleras. El edificio está sumido en una atmósfera en la que se levanta un diálogo silencioso y puro entre las partes materiales que lo conforman. Veo el cielo profundamente azul de Medellín desde los pisos superiores, y la visión de las torres del templo de San Ignacio me hace pensar por un instante que el tiempo se ha detenido. En qué época estoy, me pregunto, como perdido y extasiado. En algún momento me viene a los labios el himno de la Universidad de Antioquia, que es más alemán que colombiano, o lo uno y lo otro, y que aprendí en el Liceo Antioqueño cuando pasó de estos muros a las arboledas espléndidas de Robledo. En el primero de los patios hago una pausa y me siento en el centro mismo donde confluyen las platabandas. Y por fin logro olvidarme de todo. De la educación y las guerras, de Comfama y los jesuitas, de Rafael de la Serna y Santander, de las vacunas y las palomas. Y me pongo a contemplar las heliconias que pueblan este pequeño rincón del mundo.