Un olor inédito
Líderman Vásquez

 

Un olor inédito

Casa de Gobierno. Fotografía Rodríguez, 1900.


La calle es empedrada, no muy ancha, y da la impresión de que a esa hora, las siete o las ocho de la mañana, los negocios empiezan a abrir sus puertas. Uno que otro transeúnte madrugador va, otro viene; algunos, quizá empleados, o gente sin oficio, están parados en las puertas de los negocios a la espera de que algo ocurra: una pelea de perros, una caída, en fin, algo que rompa la monotonía de ese día. No sé si es la sensación que me producen las fotografías en blanco y negro, pero parece un día frío. Todos, excepto el señor sentado en un banco en plena calle, como para no estorbar a los transeúntes que van por la acera, llevan ruanas. Al fondo se distingue la cúpula de una iglesia. Las casas, excepto la del primer plano y la de enfrente, de la que apenas se ve el alero, son de un solo piso, de bareque. Una de las casas muestra una tablilla con un nombre: Benjamín Palacio, Abogado. En la casa del primer plano se puede leer, en letras pegadas a la pared, encima de una de las puertas, la palabra ADMINISTRACIÓN. Desde allí se gobernó durante muchos años el departamento de Antioquia hasta que en 1925 fue demolida y en su lugar se construyó el Palacio Departamental.

Las calles de una ciudad son como las integrantes de esas familias numerosas que conocimos de pequeñas, en la adolescencia y la primera juventud, y después, en uno de esos recodos difíciles de la vida, las encontramos, bastante trajinadas por el trasnocho y la disipación, convertidas en piltrafas humanas. Nos cuesta reconocer, en la puta que se pasea por la acera, de piernas varicosas y labios obscenos, a la niña que en otro tiempo nos turbó con su inocencia. Esta calle, con nombre de batalla ganada por un ejército de menesterosos, fue, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, sitio de encuentro de tinterillos, lagartos, lame culos del poder y de cuanto personaje procaz había en la ciudad y en los muchos municipios del departamento. Allí se encontraban los politiqueros de Turbo, de Cisneros, de Yarumal… gentes que en sus pueblos eran importantes y aquí unos pobres diablos que buscaban, obsecuentes, el saludo de un duro de la politiquería: William Jaramillo, Bernardo Guerra, y otros, pertenecientes a los eternos partidos que desde la llamada independencia pescan billetes en el río Erario.

A comienzos de siglo Medellín era una ciudad apacible, con casas de bareque heredadas de La Colonia, como se puede apreciar en la fotografía. La torre de la iglesia que se distingue al fondo, más allá de Tenerife, es, sin lugar a dudas, la de la iglesia San Benito. No es una calle donde abunde el comercio y, por consiguiente, es poco transitada; o quizá es domingo en esa fotografía y la gente está recogida en sus casas, o en las iglesias, como buena cristiana. Todavía no existe la elegante arquitectura republicana que se alzó años después en el parque Berrío y en la calle Colombia, la quebrada La Playa pasa, descubierta, a pocos metros de donde fue tomada la foto.

Sabemos que es la calle Calibío porque a un lado de la foto está el nombre y la fecha en que fue tomada. Atravieso el pasaje comercial entre Junín y Palacé, camino por la acera del edificio de la Compañía Naviera de Antioquia, símbolo de la pujanza antioqueña, y siento la primera tufarada del día. Es como una trompada en la mandíbula, un insulto: excremento humano mezclado con orines, marihuana y perfume de mujer. Me paro en la esquina donde Melitón Rodríguez tomó la foto una mañana de 1900. Todo es distinto. La casa del primer plano es ahora el Palacio de la Cultura, un edificio que desentona como esos comentarios que quieren ser interesantes en una conversación que no lo es. La torre de la iglesia San Benito, al fondo, parece ser lo único que quedó de esta calle. Hay peluquerías, hombres que anuncian desayunos a tres mil y almuerzos a seis mil, y un suave, casi imperceptible, olor a mierda humana, más intenso a medida que te aproximas a Carabobo, donde están las obras de Botero. Las putas están sentadas en las bancas, o paradas al lado de las esculturas, casi tan gordas como ellas. Aquí se negocia desde un celular robado hasta una mamada, la mujer pide veinte y el hombre ofrece ocho para que quede en diez.

A Carabobo medio la salvaron, pero también se le nota el trajín. Miro hacia La Alpujarra, intentando distinguir la torre del Palacio Nacional que Fernando González, en El hermafrodita dormido, un libro sobre Roma, dice que se parece a la Torre de Pisa, pero desde donde estoy no se alcanza a distinguir. Al frente de la iglesia de La Veracruz florecen las putas, como en aquel templo de Babilonia consagrado a la diosa Ishtar, donde las sacerdotisas, jóvenes y vírgenes se entregaban al extranjero a cambio de dinero. Salgo de la zona peatonal, esquivo una moto, un taxi, una carreta y llego ileso a la acera de enfrente, donde hay un bar especializado en música de despecho. La calle Cundinamarca es más fea que Calibío. Las hijas de Ishtar, pasadas de peso, lucen faldas diminutas por encima del pubis a la entrada de las residencias, casas que posiblemente no existían en la época en que Melitón Rodríguez congeló para siempre un instante en la vida de Medellín, casas que vivieron mejores momentos pero que ahora, mohosas, convertidas en antros, son el sitio de los necesitados de un polvo.

No hay árboles en la mayoría de las calles del Centro; estos aparecerán cuando la naturaleza sea una nostalgia. En la ciudad colonial el bosque está al acecho como un depredador, esperando el momento para saltar sobre su presa; es más, en el bosque habitan criaturas malignas que se meten en el sueño de las personas. A finales del siglo XIX y comienzos del XX las calles, las casas, los vastos espacios de la mente, son los mismos espacios de la ciudad colonial. La llegada de la luz eléctrica a nuestras ciudades espanta al bosque, lo rodea. El bosque no tiene a donde ir.

En los años veinte y treinta del siglo XX, Medellín vivió su gloria arquitectónica, efímera, como la de los boxeadores. Hoy, todas las calles de lo que pudo ser el centro histórico de la ciudad se parecen a Calibío: feas, mohosas, con ese olor inédito en el que se mezclan la mierda humana, los orines y el perfume de mujer; un olor que desde hace décadas reclama la pluma de un poeta maldito que lo cante.


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