A pie también se recorre el Tranvía de Ayacucho. Empieza a amanecer y ya se ve a cientos de personas emprendiendo un viaje silencioso, a paso rítmico, por la calle 49. La mayoría va hacia el Centro. Uno que otro hace una breve parada en la esquina del Renobar. “Así se veía este lugar antes”, dice René, un vendedor de propiedad raíz, vestido de camisa y pantalón formal, como si hoy fuera a cerrar un contrato inmobiliario. “Vea la fachada”, dice mostrando en su celular las fotos del viejo aspecto de la esquina. La fachada verde clara, los zócalos altos verde oscuro; y parqueados en la calle, camiones, buses, taxis y carros.
René viene todos los días a Renobar para llenarse la panza con tinto y construir proyectos imaginarios en ese espacio abierto, al otro lado de la calle, donde hay jardineras, bancas y dos grandes murales: uno con rostros de vigorosos bebés de ojos grandes, redondos, fulgentes; y el otro, más abstracto, una explosión de colorido plumaje del que salen volando guacamayas. “Yo quisiera que allá pusieran el tranvía viejo. Además, es que hasta aquí era que llegaba el antiguo tranvía, que hoy día lo tienen exhibido en el Museo del Transporte, por Dios, decime, ¿quién va allá? Vos sabés que el turista es novelero y ahí funcionaría muy bien poner algo cultural con un cafetín”.
Las tragamonedas están apagadas. No suena música. En la cafetera hierve el agua para la primera ronda de ese tinto oscurito y almendrado que desde 1962 se sirve en este lugar. En una de las mesas tres borrachos trasnochados apoyan la cabeza contra la pared de donde cuelgan tres fotos a blanco y negro del antiguo tranvía. En otra mesa, cerca de la puerta, un grupo de taxistas habla de fútbol: “Esa gonorrea no merece ser campeón. Ojalá gane el América”; cerquita de ellos, Olivia, una rubia con gafas cuadradas, lee en voz alta el Q’hubo: “¡Lo mataron por tirar una moto al suelo!”.
“Ahora todo el mundo quiere estar sobre el tranvía. ¡Se dinamizó el comercio! Otro de los beneficios es que como ahora no pasa toda esa carramenta, el aire es más limpio, por eso muchas personas del barrio aprovechamos para bajar a pie al Centro”. El cantinero sirve la primera taza de tinto y sirve, también, una copa de aguardiente. “Uno pal camino”, dice un hombre trigueño con la voz rasgada. Lleva en la espalda una mochila cargada de herramientas de trabajo, coca con el almuerzo, documentos de identidad. Sale y se esfuma como una sombra entre los demás señores con pinta de obreros que como él bajan a pie por Ayacucho.
También se ve a muchos jóvenes, muchachas y muchachos que desprenden olorosos perfumes, con cara de clase de seis de la mañana o de que les espera un largo viaje para llegar a algún lugar al otro lado de la ciudad, a una oficina, un almacén, un restaurante. A veces alguien se sale de marcha y se detiene para comprar, en los kioscos callejeros, un buñuelo, un vaso de fruta picada o de jugo. En general, la turba de caminantes ignora el fragor de las persianas que se levantan.
Abren los primeros negocios de esa calle que conserva centenarias casonas de uno y dos pisos, tejados de barro, zócalos altos. Allí por donde alguna vez anduvieron los carruajes que llevaban a bordo a don Coriolano Amador y su prole. Abren las carnicerías, los supermercados, los talleres mecánicos, los gimnasios, los depósitos, las farmacias. Abren las panaderías, la venta de empanadas, las tiendas del peluquero, las veterinarias. Y como un gusano luminoso, lleno de pasajeros, se desliza el tranvía con su suave rumor, los que van a pie, atravesados en mitad de calle, despejan los carriles cuando escuchan el tlin tlin tlin de la campana.
“¡A esto se le puede llamar Bulevar El Tranvía! Y ponerle sombrillas en la calle…”, sigue René, soñando despierto, “que la gente pueda estar ahí, afuera, disfrutando de un día como el que va a hacer hoy, tomando o comiendo algo rico”. No todos son tan optimistas en Ayacucho, también están quienes añoran la vieja calle con su tráfico. Justo al pie de la estación Buenos Aires sobrevive la peluquería Los Crespos, con cuarenta años de servicio. Es un salón grande y alargado al que, según las peluqueras, le sobraban clientes, gente que venía de otros barrios y de Santa Elena.
“Sí, por acá pasan millones, pero no entran acá”, dice Vicky, una señora delgada, de cabello vinotinto y ojos delineados con lápiz negro. “¿Lo bueno? Se acabó la contaminación, sí, y el ruido, pero no más en el día, venga por la noche para que vea”, dice contando que en la noche esta calle es otra cosa. Y las persianas que siguen cerradas se abren para la fiesta.
Ayacucho, entonces, se vuelve una feria de ritmos que van desde el reguetón y el vallenato, hasta la salsa dura, el tango y los clásicos del rock.
“No dejan dormir, mija”, dice. A su lado, Martha abre los ojos negros suspicaces como si no diera crédito: “¿Gringos? Nooo. Yo si acaso habré motilado un gringo lo que hace que está esa maricada”, dice. Es morena, el pelo afro teñido de rubio, los labios pintados de morado. “Uno se sostiene por la clientela”. “Otra cosa, se meten las motos, qué peligro”, dice Vicky mostrando una moto que pasa por la acera por la que no debería pasar, cargando atrás una lavadora para alquiler.
La mañana avanza y el sol pega duro. Ahora los de a pie buscan sombra. Al fondo de un restaurante chocoano se oye una fiesta de trastos de metal y el sonsonete de cuchillos picando sobre tablas de madera. Un señor barrigón, bajito, barre a la entrada del local. “Hoy será buen día, vea como está ese cielo. ¿Con el tranvía? No le miento, tuvimos mucho miedo, fue difícil sostenernos mientras la construcción, casi me quiebro, casi me voy, pero hoy no me arrepiento. Nos va muy bien, la gente nos busca, y esta calle así sí se ve muy linda, ¿cierto?”, dice. En la cocina, una mujer negra, redonda, hermosa, le dice a otra también negra, redonda, hermosa: “Sacame el bagre de la nevera, ¿sí?”. Lo dice revolviendo una olla grande con agua hirviendo, el humo del vapor cubre su rostro.