Parada Tranvía Pabellón del Agua EPM

“Bueno, monita, esta parada se llama así porque allá dizque quedaba el antiguo acueducto, eso me dijo un ingeniero que venía a tintiar acá”, dice Ligia sirviendo un tinto aguapaneludo en un vasito plástico. Es una señora pequeña, setentona, enérgica, los ojos verdes surcados por arrugas. Habla fuerte, como su radio siempre en el máximo volumen, y saluda a los que pasan junto a su chaza, un pequeño cajón ambulante verde oscuro que le dio Espacio Público. Está surtido de cigarrillos, confites y chicles, y estampitas de santos que son, dice ella, sus custodios.

Es de La Ceja, de donde se vino hace más de veinte años para trabajar como vendedora ambulante en esta calle. Del radio, puesto por encima de los Supercoco y los confites de anís, sale una voz femenina, grave, cantando: “Nunca volveré a quererte”. “Esa es Libia Méndez. Una voz, mija, que usted ya no la encuentra. Entonces, como le venía diciendo, eso allá está tapado con plásticos porque van a poner dizque un museo. Yo me asomé y no vi sino un hueco y un montón de ladrillos cocidos, como hacían antaño las casas, ¿vos de dónde sos mi reina?”.

En ese hueco que Ligia vio está el vestigio de lo que fue un gran avance tecnológico de finales del siglo XIX y principios del XX, en Medellín. Parada Tranvía Pabellón del Agua EPMFue creado por un joven ingeniero, J. Antonio Duque, a quien el municipio le encomendó la tarea de crear un sistema que limpiara y condujera el agua de las quebradas Santa Elena, La Castro, Aguasclaras y Pandeazúcar hasta el acueducto público de la ciudad. El sistema fue descubierto en plenas obras del tranvía, cuando demolieron las casonas que había sobre el sitio para construir una plaza.

En el subsuelo vieron unas bóvedas con arcos en ladrillo macizo. Luego, gracias a un estudio de arqueología, descubrieron que se trataba del antiguo Desarenadero. Duque creó un depósito de decantación de siete piscinas separadas por diques de cal y canto escalonados, un complejo sistema que hoy deslumbra por igual a arquitectos e ingenieros. Un hallazgo con el que se destapó un poco más de la Medellín republicana, mostrando la preocupación por la sanidad de la que dejaba de ser una pequeña villa y se abría paso como ciudad.

—Dos cigarrillos, por favor —le dice a Ligia un joven con acento español, la piel blanca, cejas gruesas, ojos grises. Va acompañado de la que debe ser su novia, una chica rubia, rostro simétrico, ovalado, labios delgados, piel pálida, ojos azules.
—¡Ay! ¿Y esos ojos tan bonitos de quién son? —le pregunta Liga como si le hablara a una niña de dos años.
—Eh, Francia —responde, sonrojada y confundida, inclinando la cabeza para aguzar las palabras.
—Ay, pero qué belleza de hermosura, pero es una pareja muy bonita. ¿Y vos de dónde saliste tan bonita pues muñeca hermosa?, ¿qué querés mi amor?
—Dos cigarrillos —dice la chica, sonriendo nerviosa, mirando a su novio.
—Eso es mucha belleza. Oí, reina, sos muy bonita, cuidate mucho.

“Esos son de Estados Unidos, ¿cierto? Por acá viene mucho extranjero, mija, cuándo será que ponen ese museo pues. A ver si así me mejoran las ventas, me iba mejor cuando acá paraban taxis y buses a pedir tinto. Es que yo he sido ventera casi… A ver, la hija mía tenía diez años, y la otra doce. Ya la hija tiene 28…, a ver doce más quince… Hace por lo menos veinticinco años que soy ventera. En ese tiempo aquí en Medellín no había sino por ahí tres chazas, eran cajoncitos de madera. Entonces mi reina, yo para buscar mejor modo, para mantener las hijas, me hice acá”.

Parada Tranvía Pabellón del Agua EPM

Y puso el ojo en ese punto porque era móvil, ajetreado y populoso. Lleno de gente que iba y venía. De pasajeros que esperaban los buses para subir a Santa Elena, cuando ahí estaba el paradero. En ese lugar se quedó porque siguen pasando esas bellezuras, como les llama a sus amigos, a sus conocidos, a los trabajadores de los locales de la cuadra y a los que estudian en los colegios e institutos que hay alrededor: la Institución Salazar y Herrera, el Instituto de Bellas Artes, el Cesde, la Universidad Cooperativa de Colombia, la sede de Derecho de la Universidad de Antioquia, el Cefa y el Colegio Militar José María Córdoba.

Fue un estudiante de uno de esos institutos el que un día le informó que para estar en ese sitio debía tener un permiso. “¿Cómo? Y adónde tengo que ir, le pregunté, porque hay que estar en la jugada mija. Él me dijo que no más tenía que ir allí a las Torres de Bomboná y presentar mis papeles en las oficinas de Espacio Público”, dice mostrando una foto impresa a blanco y negro que le tomaron cuando pidió el permiso. En la foto se ve a Ligia, el mismo lirio, muy sonriente, parada junto a su antiguo cajón de madera, “¡como quedé de fea en esa foto!”.

“¿Para dónde irán esos extranjeros, negrita?”, pregunta siguiéndolos con la mirada. Podrían ir, digamos, a algunos de los teatros, casas culturales o cafés que hay muy cerca de la parada. Al Pequeño Teatro, a la Exfanfarria, al Matacandelas, a Caja Negra, al Pablo Tobón, al Trueque o al Ateneo Porfirio Barba Jacob; podrían, si es música lo que buscan, ir a escuchar clásicos del rock de los ochenta en el bar Verinaiz, o a los bares de música protesta, pop, metal que hace más de treinta años están en las Torres de Bomboná, o a la Casa Cultural Homero Manzi, a disfrutar de una selecta selección de tangos y ver las decenas de fotos que tienen de Gardel.

Parada Tranvía Pabellón del Agua EPM

Pero la pareja extranjera camina calle arriba, fumando Marlboro, dejando en el aire hilachas de humo. Un señor petizo les ofrece graciosas pipas de bambú para poner el cigarrillo, ellos se ríen del curioso objeto y siguen de largo, sin mirar al cantante callejero que canta en una esquina una balada pop, ni a los pelados rapeando a la salida del colegio. Tampoco reparan en las señoras que entran a un almacén, del nuevo centro comercial, con zapatos al sesenta por ciento de descuento, ni a los obreros que, como un enjambre, escalan por la estructura desnuda de un futuro edificio.

Al fin voltean por la calle que va hacia la Placita de Flórez. Caminan sobre los pétalos que desecha un señor que está haciendo, con toda delicadeza, en una mesa improvisada en plena calle, ramos de rosas blancas y rojas. Ramos en los que cada día, desde las seis de la mañana, ensaya nuevos estilos, “que me salen de pura queridura”, dice. A los que le pone peluches, chocolates y hasta pequeñas botellas de cerveza. Los novios siguen, esquivando los perros que van atados a la correa, guiando a sus amos.

Una vez llegan a la esquina y ven el edificio ancho y chato que llena toda una manzana, se detienen. Están frente a una inmensa despensa donde reina la pitaya, la piña, el ñame, la yuca, la papa, el maíz, el coco, la guanábana… Llegaron, sí, y no hay pérdida, a esa plaza con 124 años adonde van chefs, amas de casa, chamanes, curanderos a buscar la ramita, la yerba, el fruto; el ingrediente secreto, el alivio, el ensalmo. Los novios cruzan la calle para perderse en aquel paraíso tropical prometido.

Parada Tranvía Pabellón del Agua EPM


Universo Centro Biblioteca Pública Piloto Bancolombia Comfama Confiar Sura Museo de Antioquia Archivo Histórico de Medellín Alcaldía de Medellín EDU Metro de Medellín Cohete.net