La avenida sesenta y cinco en el cruce de la estación: un sitio lleno de contrastes.
*Fragmento extraído del libro La historia de mi estación. Tramas y tramos del Metro, publicado por la Empresa de Transporte Masivo del Valle de Aburrá (Metro) con el apoyo del Banco Industrial Colombiano (BIC). Artículo escrito por Juan José Hoyos en 1996.
La estación de los contrastes
A las ocho en punto de la mañana, en el décimo piso de una torre de apartamentos de la apacible zona residencial de Suramericana, un ejecutivo termina de abrocharse los botones de una camisa de cuello blanco y, por última vez, revisa en el espejo el nudo de su corbata. A menos de quinientos metros, al otro lado de una quebrada, un mecánico de un taller del barrio Naranjal, vestido con un overol sucio de grasa, empieza a dar los primeros golpes de martillo tratando de acomodar el eje de una rueda trasera de un camión de diez toneladas.
Casi al mismo tiempo, al otro lado de la avenida sesenta y cinco, en los terrenos donde antes las máquinas de Tejicóndor tejían sin descanso los hilos de las telas, una cuadrilla de obreros armados de taladros y cinceles acaban de tumbar el primer muro de la mañana. De la antigua planta, del lado de San Juan, sólo quedan algunos paredones y el emblema del Cóndor, en el pórtico. Los telares que aún siguen trabajando han sido agrupados en los edificios de la parte de atrás, junto a la quebrada La Hueso.
Con una diferencia de minutos, a menos de un kilómetro, los vigilantes de Almacenes Éxito se preparan para alzar las puertas metálicas del gigantesco almacén de la Avenida Colombia.
Estación Suramericana en la línea B del Metro, que cruza este a oeste la ciudad bordeando la quebrada La Hueso.
Las escenas parecen distintas para que sucedan al mismo tiempo y en un radio de un solo kilómetro, en la misma ciudad. Sin embargo, ocurren cada día en los alrededores de la estación del Metro, en el sector de Suramericana, Por allí se desplaza, bordeando la canalización de la quebrada la Hueso, el nuevo tren que cubre la Línea B.
¿Por qué una avenida angosta y una pequeña quebrada pueden dividir de ese modo una misma zona de la ciudad en tan pocos metros cuadrados?
Suramericana es uno de los sectores que son producto de esa partición. A comienzos del siglo, los terrenos donde están asentados sus edificios eran cenagosos y malsanos. Según cuentan los viejos de Naranjal, la gente evitaba ocuparlos por temor a las enfermedades propagadas por los mosquitos. El lugar era conocido con el nombre de Otrabanda, una palabra de significado extraño que se usaba para designar por igual a todos los caseríos que existían al otro lado del río, en la banda occidental, desde la América hasta Guayabal.
A partir de 1921, cuando los rieles del tranvía cruzaron el río por el puente de la calle San Juan, Otrabanda empezó a cambiar de vida. Entonces se construyeron las primeras casas en el sector de Suramericana. Algunas de ellas ostentaban en las fachadas un bombillo rojo, lo que indicaba a los transeúntes desprevenidos que por las noches se convertían en antros de bohemia.
En la década del sesenta, la zona fue colonizada por varias compañías urbanizadoras que construyeron edificios de apartamentos para clase alta rodeados de miles de metros cuadrados con zonas verdes y senderos peatonales. Al otro lado de la Avenida Colombia, el Instituto de Crédito Territorial también construyó varios bloques de edificios destinados a vivienda de clase media.
Estos dos núcleos residenciales sirvieron de base para la conformación de una zona de almacenes, bancos, centros comerciales y oficinas que se fue extendiendo hacia el occidente, hasta el sitio que hoy ocupa el almacén Éxito en la calle Colombia y que antes servía de sede a los almacenes Sears. El sector cobró nueva vida con la apertura del Museo de Arte Moderno y la cinemateca El Subterráneo. Ambas entidades reforzaron la labor cultural que ya venía adelantando en la zona, desde los años sesenta, la Biblioteca Pública Piloto.
Otro pedazo que resulta de la cruz f armada por la avenida sesenta y cinco y la quebrada la Hueso es el barrio Naranjal. Mirado de paso desde las ventanillas de los vagones del Metro, parece una barriada pobre donde se alternan sin ningún orden los techos cubiertos de tejas, los patios llenos de ropa secándose al sol y los solares vacíos.
Patios, casas, talleres y edificios en el barrio Narajal, un sector lleno de contrastes en el occidente de Medellín.
La visión del barrio mirado calle a calle es muy distinta. Son ocho manzanas pobladas de casas talleres, depósitos y almacenes de repuestos. Las calles van desde la avenida San Juan hasta la quebrada. Por momentos, parecen un espejo del barrio que está al otro lado del río, y que la ciudad conoce con el nombre de Barrio Triste. Son cuarenta o cincuenta talleres y otros tantos almacenes. El taller más grande es del don Guillermo Betancur. Ahí trabajan casi un centenar de mecánicos que enderezan, pintan, reparan cajas y motores, rectifican chasises... y tienen hasta un bar adentro, en el mismo local donde funciona el taller.
Más de seiscientos mecánicos llegan todos los días de los cuatro costados de la ciudad a conseguir trabajo en esta calles. A veces, además de reparar camiones, también empuñan una escoba para barrer el pavimento y recoger las basuras, cuando el comité cívico organiza las brigadas de aseo. De vez en cuando, les toca ayudar a mover la osamenta de metal de algún carro viejo o de un trailer oxidado que la gente deja abandonados en cualquier calle. A medio día, después del almuerzo, juegan fútbol. Por la tarde toman aguardiente en los en los bares y en las esquinas.
El barrio es un reducto de vida, trabajo y alegría en una zona sórdida que es una prolongación antigua del barrio Guayaquil. Las primeras casas fueron levantadas hace muchos años en los playones del río, en el lado occidental del puente de San Juan, muy cerca a los terrenos donde fue construida la plaza de toros La Macarena.
Así lo recuerdan los habitantes más viejos del barrio, que son Pedro Colorado y Magola e Ignacio Alvarez. "El barrio era un potrero inmenso lleno de lagunas y zarzales" dice doña Magola. Está sentada junto a la puerta del garaje donde vive con su esposo, hace años. Su voz es firme, aunque ella dice que está muy vieja: "Junto al río había un tejar. Al otro lado de San Juan quedaba El Arrabal. Junto a la planta de Tejicóndor, había un campamento del Ministerio de Obras Públicas. Ahí los ingenieros tenían un montón de mulas y de caballos. Los animales pastaban en estos potreros..." En esa época, ella vivía de recoger el cagajón que las bestias dejaban sobre el pasto. Luego lo ponía secar al sol, lo apilaba y lo vendía a los albañiles que lo usaban para revocar las tapias de las casas.
Hoy en Naranjal la vida es, como en casi todos los barrios populares, de "puertas para afuera". Con excepción de las horas de la madrugada, aquí todo el mundo está en la calle haya luz o haya oscuridad. La música de fondo que se oye en los radios de las cafeterías y los restaurantes es la misma: la del recuerdo, la del despecho, Daría Gómez, y el Conjunto América, Nano Malina...
El barrio es movido a mañana y tarde. Por sus calles circulan conductores de tractomulas que llegan en busca de un repuesto, choferes de buses que aguardan una reparación de frenos, mecánicos engrasados de pies a cabeza, vendedores de chance y lotería, dueños de automóviles y de camiones, secretarias, cobradores, empleados de oficina, dueños de talleres y de almacenes.
La zapatería al aire libre de Don Luis Urreño: un buen lugar para "esperar trabajo".
La carrera sesenta y cuatro es la vía más importante. Son cinco cuadras de talleres, casas y almacenes, que van desde San Juan hasta la orilla de la quebrada, junto al viaducto del Metro. En ella tiene su almacén y su casa don Juan de Dios Álvarez, uno de los vecinos más respetados.
"No nos digamos bobadas: este barrio es muy feo" dice don Juan. "Claro que un taller se necesita, como una farmacia. Por eso no veo la razón de que nos quieran borrar del mapa". Don Juan trabaja en Naranjal desde hace treinta y cinco años, y hace diez que también vive ahí, porque se aburrió de viajar en bus todos los días.
Cuando llegó al barrio a montar un taller de enderezada y pintura de automóviles, en el año sesenta, en el sector había muchas casas ocupadas por familias pobres. Talleres sólo estaban nada más los de don Jorge Roa y Don Marcos Álvarez y en la avenida sesenta y cinco, al frente de Tejicóndor, había una cancha de tejo. Pero hace veinte años se invirtieron las cosas y el barrio empezó a llenarse de talleres y de almacenes.
"Esto estaba más bien deshabitado" dicen don Juan. "Habían muchos ladrones y atracadores. Ahora la cosa se civilizó". Entonces la carrera sesenta y cinco era destapada. Por ahí pasaban hacia la quebrada muchos carros tirados por caballos. Iban a recoger arena en La Hueso y en las orillas del río Medellín.
Don Juan de Dios es considerado entre la gente como el papá de los muchachos de la calle. "Vamos a cuidar el barrio, a quererlo, a respetarlo" les dice él cada que vienen al mostrador de su almacén a pedirle que les preste doscientos pesos para comprar una gaseosa con un pan. En su almacén, don Juan vende filtros de aire y de aceite, lubricantes, repuestos, miscelánea. Lo que tiene hoy es lo que le quedó del viejo almacén que se le incendió hace diez años. Todavía se ven las vigas chamuscadas. "Ahí perdí lo que había hecho en la vida" dice. La culpa la tuvo un pintor devoto de San Judas Tadeo que le prendía veladoras al santo y era su vecino por la parte de atrás. El pintor se olvidó una noche de apagar las veladoras. El fuego se propagó en un abrir y cerrar de ojos, un lunes, a las tres de la mañana.
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Patios, casas, talleres y edificios en el barrio Narajal, un sector lleno de contrastes en el occidente de Medellín.
"No se pudo hacer nada, se quemó todo" recuerda don Juan. "Yo era el más fuerte de aquí. Y me tocó volverme a levantar, luchando. Uno no debe agachar nunca la cabeza ante ninguna adversidad, ni darse por vencido..."
Don Juan es uno de los muchos habitantes de Naranjal que está preocupado por el futuro del barrio. Los problemas empezaron en 1967, cuando la Alcaldía de Medellín conminó a muchos dueños de talleres a abandonar la zona. Pero la gente se unió y se opuso a la medida.
Desde entonces aparecieron varias organizaciones cívicas. En la actualidad existen un comité cívico, una asociación de gremios y un sindicato: La Unión Sindical de Reparadores de Vehículos Automotores de Colombia. También funciona una junta de acción comunal. La organización más antigua es la Asociación de Gremios y Pequeños Industriales, que se vinculó a la defensa de Naranjal desde 1967.
La solidaridad ha crecido entre la gente desde 1993 cuando hubo el primer cierre de locales. Hace dos años los funcionarios del Municipio también cerraron unos veinte talleres, "Nos iban a sacar que porque esto era una zona residencial. Y nosotros los del sindicato dijimos: ¿Y Tejicóndor no es una industria?
"Eso fue una injusticia" dice don Juan. "Nos pedían la licencia de funcionamiento y cuando uno iba a hacer las vueltas, se la negaban, lo enredaban todo. Parece que la consigna fuera no dejar trabajar al pobre. Pagaba uno los impuestos y hacía todo lo que ellos decían y luego, cuando más, le daban una licencia por tres meses. Esto sí es el centro de Medellín, pero que nos dejen trabajar tranquilos a los pobres..."
Don Juan de Dios Álvarez: "un taller se necesita como una farmacia. Por eso no veo razón de que nos quieran borrar del mapa".
Y luego añade: "El Metro, a mí, como habitante de este barrio, me ha traído algunos perjuicios, como cuando las inundaciones de la quebrada... Claro está que nos pagaron los daños y nos mandaron máquinas para limpiar las calles. Pero yo al Metro lo quiero. Es un progreso de nosotros. Es un orgullo, una belleza. Yo lo veo pasar por aquí y ahí mismo siento esa alegría ..."
"En el barrio somos muy unidos" dice don Fabio Alvarez, líder de la comunidad desde hace más de quince años y dueño de un taller de mecánica situado junto a la avenida sesenta y cinco. "Hacemos sancochos en las aceras cada que nos provoca. En los diciembres, en una cancha improvisada en la mitad de una calle, jugamos un campeonato de microfútbol con todos los mecánicos. Se hace natilla y se mata un cerdo. También organizamos una fiesta para los niños".
Don Fabio es el presidente del comité cívico y trabaja en Naranjal desde 1975. Además, está acostumbrado a perder: es uno de los muchos hinchas insobornables que el Deportivo Independiente Medellín tiene en Naranjal.
El conoce el barrio desde que estaba niño. Su padre tenía carros de bestia que sacaban arena y cascajo de la quebrada La Iguaná. "Todo esto eran zarzales" dice, mirando las fachadas de los talleres. "De pelado llegué a venir aquí muchas veces persiguiendo globos en diciembre..."
Para él, el año más duro que ha vivido Naranjal fue el noventa y tres. Ese año se desbordó la quebrada e inundó el barrio. El amaneció con ocho máquinas de la Secretaría de Obras Públicas sacando el barro y limpiando las calles.
Don Fabio también se ha preocupado por traer brigadas de Metrosalud, para atender a los marginados que viven en los alrededores del puente de la sesenta y cinco. "Los bañamos, los motilamos, los afeitamos y los hacemos examinar del médico" dice. Además, con la ayuda de varios amigos sostiene un programa de madres sustitutas apoyado por el Instituto de Bienestar Familiar, para dar albergue y protección a los niños que no tienen familia ni casa. "Esto puede ser un rancherío muy feo pero aquí vive gente que quiere al barrio y quiere a la ciudad" dice don Fabio. Mientras habla, mira hacia el puente de la avenida sesenta y cinco donde funciona la estación del Metro.
A unos metros del puente hay un zapatero. Se llama Luis Alfonso Urueño y lleva veintitrés años arreglando zapatos junto a los edificios de la urbanización Suramericana. Don Luis se instala en el mismo lugar todos los días. Por eso se ha vuelto un personaje más, en ese lado de la calle. Antes vivía de un negocio que tenía en Barrio Triste. Su taller, como tantos otros, fue cerrado.
Por la misma avenida están los "paleros". Son hombres fornidos que como el zapatero llegan temprano, todos los días, a ganarse la vida armados de una pala. Todos ellos se quedan parados en las aceras de la avenida esperando que los recoja alguna volqueta que va a cargar arena o cascajo al río Medellín o a la quebrada La Iguaná. A veces las volquetas se demoran muchas horas para pasar.
Ejecutivos. Mecánicos. Obreros. Zapateros. Marginados. Son caras distintas de una misma ciudad que ha sido dividida en pedazos en las últimas décadas tal vez por un pensamiento errado sobre "el desarrollo" y "el progreso". Esas caras se pueden ver en los alrededores de la estación Suramericana, junto al puente de la carrera sesenta y cinco. El deseo de todas ellas es que el tren que ahora corre por la mitad de su territorio vuelva a juntar algún día lo que hasta hoy el hombre ha separado.
El Metro junta hoy a quien estaban separados.