Cae la tarde del último viernes de noviembre. En los bajos de la estación San Antonio del metro, sobre Bolívar con Maturín, corre el viento raudo revolviendo el pelo de las cientos de personas que salen y entran como racimos. A la mayoría se les ve cansadas, con cara de fin de una larga jornada laboral y la promesa de llegar pronto a casa, al barcito, cafetín o la salsamentaria donde les aguarda la comida caliente, o una botella de cerveza fría, una gaseosa o un aguardiente. ¡El cuerpo lo reclama! Se dispersan para seguir un camino que aún no termina.
Algunos hacen el resto a pie, otros se dirigen a alguna de las rutas de buses que tienen cerca. No faltan los que antes de seguir hacen una pausa para atiborrarse de papita criolla, churros, chorizo asado a la parrilla, plátano dorado con mantequilla y queso fundido; manjares que ofrecen los venteros ambulantes, expertos conocedores del hueco que a esta hora un humano corriente y laburante lleva en el estómago.
El resto de personas que no se dispersan son los que hacen la conexión con el tranvía. Blanco y luminoso, los espera dócil sobre los rieles, sin bocinas que acosen, para iniciar el viaje que llegará hasta la estación Oriente. Cada día ese gusano silencioso, como algunos le llaman de cariño, los aguarda en ese lugar, la médula de la vida comercial de Medellín. Y los interconecta con el metro consumando el encuentro de los cuatro puntos cardinales, desde donde cada quien puede llegar o partir al norte o al sur, viajando en tren por la línea A, o al occidente, por la línea B.
Antes de emprender el rumbo hacia Buenos Aires, Saúl Montoya, un muchacho de ojos rasgados, lunares que salpican su nariz ancha y redonda, deja de mirar el Instagram en su iPhone para recorrer con la mirada los murales que hay alrededor. Contempla el que está en una columna de la estación, junto al tranvía, del artista Jorge Rojas que retrata los medios de transporte que ha tenido la ciudad desde las silletas humanas hasta los cables y las bicicletas.
“¿Has visto la escultura de Junín con Colombia?”, pregunta, sacando del bolsillo un paquete de Pielroja. La escultura es una obra de arte de Fredy Alzate, Esfera pública, una curiosa bola, más grande que Saúl, que le encanta porque ese pedazo que se descuaja a su lado, dejando un hoyo en que se pueden ver todas la capas del interior, “es como esa parte que todos nos la pasamos buscando”.
Saúl es diseñador gráfico, trabaja en una agencia de publicidad en El Poblado, y cada día hace el mismo viaje. Sin perder el asombro, deja a un lado su celular, donde suele escribir secretas estrofas de poemas que luego le lee a su esposa, para apreciar a través de los ventanales del tranvía esa galería de arte urbano con la que se encuentra en su viaje rutinario hasta Buenos Aires. “Me gusta contemplar el arte de Ayacucho, no me canso. Entre más miro más pillo detalles que no había visto”, dice encendiendo un Pielroja sin filtro.
“Esos murales le dieron vida a estas calles grises. Ya era hora de que la gente empezara a valorar el arte y se diera cuenta de que un mural no es cosa de canallas, como me decía mi abuela cuando le pintaba las paredes de la cocina”. El tranvía ya está casi lleno, pero él, sin nada de afán, fuma como quien conoce perfectamente el momento en el que arrancará, o como quien espera un revés y presiente la llamada que en ese instante le entra. “Hola mami, ¿cómo estás?”.
Los sábados, Saúl hace la misma ruta del tranvía, pero de bajada, con esposa e hijo visitan el parque San Antonio, donde hay varias esculturas de Fernando Botero entre las que resaltan los dos emblemáticos Pájaros. Uno de ellos destruido por la bomba que estalló en sus alas el 10 de junio de 1995 y mató a 24 personas. El otro, intacto, lo hizo el artista cinco años después de la tragedia convirtiendo al dúo de aves en testimonio de una indeleble época violenta. Saúl y su esposa le cuentan esa historia a algunos amigos que vienen de otros lados a pasear a Medellín, pero principalmente van al parque los sábados a comer sierra apanada con arroz de coco.
“Después damos vueltas por ahí para bajar el almuerzo, y claro, uno aprovecha para comprar alguna chuchería”, dice guardando el celular en el bolsillo, dándole la última pitada a su cigarro rubio. “Era mi esposa, la Negra, me dijo que estaba cerca y la invité una ratico para el Málaga”. El cansancio se ha esfumado de su rostro anguloso. Saúl cruza los torniquetes para salir, mientras otros, cargados de paquetes, lo cruzan para entrar.
Otra razón por la que muchos llegan a este punto es por lo cerca que está del Palacio Nacional y del sector comercial El Hueco. En los alrededores también hay negocios especializados en toda suerte de gorras, pavas, viseras y sombreros, y hay otros que venden insumos de vidrios, acrílicos y material eléctrico. Este es el sector para buscar desde un tornillo hasta una piscina inflable. Pero a Saúl, la verdad, no le gusta mucho ese plan, lo agita, lo estresa, por eso lo evita, lo que sí le gusta es tomarse un jugo en algún kiosco.
“Yo me conozco esto muy bien esto porque lo he callejeado desde que era pelaíto y mi mamá me mandaba hacer vueltas. A ella usted no la mete por acá ni amarrada. ¿El kiosco de las peleterías? Claro, ese el parche de los zapateros”. El kiosco queda en el Pasaje Coltejer. Una pequeña calleja contigua la estación. Un lugar que ha sido, por años, el tradicional punto de encuentro de obreros, zapateros y gente dedicada a la marroquinería, que siempre huele a tintas y a cueros. Una callejuela que los expertos en pieles comparten con los expertos en cobijas.
Dispersos en puestos callejeros, un grupo de personas de la comunidad indígena kichwa vende, desde hace cuarenta años, los tradicionales tejidos, sacos y cobijas que importan desde Otavalo, Ecuador. En medio de ellos está el kiosco como salido de un pueblo del Oriente antioqueño, lleno de señores tomando tinto, aromática y cerveza. Es redondo, hecho de ladrillos, con un alero del que cuelgan helechos. Ha estado ahí desde 1948, cuando solo era una choza de madera en la que se encontraban los obreros del Coltejer.
La figura mediana de Saúl, pantalones entubados, botines, camisa de cuadros abierta que deja ver un tatuaje en el pecho que dice heartbeats, camina por Bolívar. Entra al legendario Salón Málaga, allí adonde llega gente de toda clase, estilo, estrato a escuchar uno de los siete mil discos de vinilo que puede estar sonando en la vitrola; tango, bolero, pasillo o porro. Allí, bajo la luz de las luces ambarinas, Saúl tuvo la primera cita con su esposa. Fue hace cinco años, cuando la recogió a la salida de la universidad, y la llevó allí con la promesa de enseñarle a jugar tres bandas.
“Pero qué va, esa negra me dijo mentiras, se hizo la que no sabía pero me ganó toda la noche. Se reía y me juraba que en su vida había jugado billar. Y yo como un güevón le creí. Más tarde, después de que nos dimos un beso de esos de segundo piso, me confesó que desde chiquita su papá la llevaba allá a tomar gaseosa, y que él le enseñó a jugar billar”, dice mientras le escribe en el WhatsApp, “estoy en una mesa del fondo”.
“Cada vez que podemos venimos acá. Empezamos con un roncito con hielo y cuando menos pensamos terminamos metidos en una terturlia o bailando, aunque yo la verdad no bailo. Bueno, con ella sí, especialmente desde que un señor canoso la sacó bailar un bolero, Juanita bonita, ¿lo ha oído?, y le decía cosas al oído. Ella vino a la mesa muerta de risa contando que dizque era un escritor que le dijo que ella le recordaba a un personaje de su primera novela. Desde ese día, cada vez que la veo con ganas de bailar la saco. Véala ahí”.
Al Málaga entra una morena delgada, cabello corto, falda a los tobillos, chaqueta de jean y tenis. Los señores de la mesa de la entrada la detallan, pero ella los ignora. Él le hace seña levantándole la mano. Y ella le sonríe. Lo mira con esos ojos negros grandes y audaces, ojos sin maquillaje que Saúl besa cada mañana antes de iniciar un nuevo viaje al bordo del tranvía.