La estructura del metro descubre otras estructuras, otras volumetrías, otros rastros de luz.
*Fragmento extraído del libro La historia de mi estación. Tramas y tramos del Metro, publicado por la Empresa de Transporte Masivo del Valle de Aburrá (Metro) con el apoyo del Banco Industrial Colombiano (BIC). Artículo escrito por Darío Ruiz Gómez en 1996.
Arqueología del presente
Lo que cubren hoy el parque de San Antonio y los almacenes Éxito fue un sector de gran importancia histórica y cultural. El Camellón de Guanteros que venía del morro de El Salvador era una vía de entrada que conectaba con municipios como Sansón, Abejorral, La Ceja, El Retiro y que a comienzos de siglo se fue conformando -como en las ciudades medievales - en un barrio de ebanistas y sastres. La calle de San Félix tuvo en el tiempo esa apariencia de callejón medieval con curiosas casas de vecindad que llamaron la atención del gran crítico e historiador italiano G.C. Aragán por su sabio uso del espacio comunitario, especie de falansterio que recuerda el conventillo argentino y la casa de vecindad mexicana.
Corte de épocas dada por la fachada y la casa cural de la iglesia y por su interior renacentista y las escaleras que comunican con Junín. El sector era en los años 69, antes de desaparecer, un mundo a cuestas entre un pasado y un presente donde ningún futuro feliz parecía anunciarse, tal como realmente sucedió cuando el buldózer arrasó el sector sin que se contara con un proyecto lógico que supuestamente lo renovara. Si hablamos de una cultura de la noche debemos hacerlo diferenciando este sector de la vecina área de Guayaquil, esta sí, populosa, dicharachera mientras el sector de San Antonio encubría los últimos alientos de formas musicales ya en agonía tal como lo pusieron de presente las voces de Obdulio y Julián, representantes - con Tartarín, con Blumen- de un modelo de ciudad republicana que fue derrotada y con ella su música.
Iglesia de San Antonio
Pero aquello que desaparece por una irracionalidad histórica no muere sino que queda para siempre en agonía para traer al presente modelos de vida, formas de sentimientos amorosos donde se buscó, sin conseguirlo, un motivo de consuelo, una manera de ser comprendido. El concepto de bohemia tuvo en este sector su definición más precisa; los contertulios del Club Unión que a media noche buscaban esta música de peregrinos en la tierra, la compañía de escritores, políticos y músicos dejados a un lado por la violencia de una economía que los había convertido en parias. No músicos de encargo, no músicos de ocasión sino un escenario cultural de resistencia que sólo ha quedado en la memoria.
Las fotos del interior del Palacio Amador son pocas. Pero precisas en la información sobre un lujo insólito y exquisito que se refiere a modos de vida y costumbres adoptadas como férrea ideología frente a un medio irsuto. Objetos, lámparas, mármoles, cortinajes ampulosos que curiosamente fueron transformados inmediatamente por la mano milagrosa de los artesanos y convertidos en elementos de decorado al uso de todas las gentes. ¿Pero qué fue de aquellas mujeres solitarias, de aquel joven que murió en un vómito de sangre, sobre esos mármoles importados? ¿Qué fue de aquel rico empresario convertido por la riqueza en un ser sin destino posible? ¿Tuvieron acaso ese momento de lucidez para darse cuenta de su caducidad, de lo precario de todo discurso y de todo edificio en estas tierras inhóspitas donde soñaron morir entre la música de una orquesta parisina y el fru fru de las palmeras de Niza?
Yo me pregunto también por aquella casa de la calle Bomboná donde vendían el más exquisito vinagre. La memoria no es un problema de edad: hay, hoy, niños que mientras esperan el bus oyen de pronto el sonido quedo de aquellos zaguanes en penumbra y ven, abstrayéndose de la multitud, el espacio quieto de la plazuela Uribe Uribe mientras la tarde se torna en noche y antes que el aroma de todos los patios y antejardines se apodere de las calles, se sienta el olor de la vieja madera de los centenarios árboles nativos cuando aún eran selva.
La clásica volumetría de la escultura de Botero dinamiza el contraste con las nuevas estructuras, las formas del presente.
Y se escuche el acorde de la música de la Lira Antioqueña y el Conjunto de Pedro Morales Pino anunciando en su fina tristesse chopiniana la permanente contradicción de una ciudad viviendo siempre entre una confusa idea de pasado y una ciega idea de futuro adoptado éste como simple "progreso" material.
Ante el irracional deseo de borrar la presencia de Guayaquil, este sector fue invadido por la presencia de otras músicas, de otros habitantes de la noche: música de la Sonora Matancera, música de Los Cuyos, música colombiana. Y nombres característicos de esos santuarios: "El Montecristo" donde había orquesta y las ·meseras bailaban con los clientes, "Los Cuyos" con su acostumbrada tristeza y el inolvidable "Kalamary" donde estaba completa la historia no sólo de la mejor música colombiana sino la mejor música mexicana y cubana de los años 30 y 40. ¿No fue del "Kalamary" de donde volvió a la gloria y a la lágrima del presente la voz única de Margarita Cueto, de Carlos Mejía, de Juan Arvizu? Mientras afuera la piqueta del progreso derrumba muros estos santuarios mantienen vigente una ética amorosa que ninguna economía puede reducir a su lógica, un derecho a alejarse de la realidad inmediata para sumergirse en las metáforas donde vive no esta ciudad sino todas las ciudades posibles e imposibles según lo señala Italo Calvino.
¿Qué había quedado del Hotel Bristol? Nada. Los muebles que habían sido del Palacio Amador desaparecieron y con ellos los restos de una época que llegó a creer en los años 30- 40 en una democracia que se anunció en el esplendor del río Magdalena y la vida del Charleston y aprendió modales urbanos en los mejores films del cine argentino de entonces: Marta y Silvia Legrand, Zully Moreno, Mecha Ortiz, Francisco Patrone, Pedro López Lagar, etc. O sea un estilo de vestir, de peinarse de sonreír gracias al cual el tránsito a la ciudad adquiría una urbanidad necesaria que luego con la crisis argentina dio paso al populismo del cine mexicano y a la irrupción de los camajanes. O sea a un cambio rápido de imaginarios y paradigmas colectivos que incrementaron aún más en nuestro ciudadano su zozobra interior, el temor de admitir que ningún escenario o costumbre puede perdurar lo necesario para morir con ella.
Estación San Antonio