La Otra Banda de Medellín

Porción de la Otra Banda que hoy corresponde al Guayabal y a Belén.


Lo de antes

Ni para los indígenas ni para los invasores castellanos podían pasar desapercibidos los dos ancones, los tres cerros tutelares y las dos culatas del valle de Aburrá. Los ancones, el del norte y el del sur, abrían y cerraban el cañón. Durante la ocupación española eran notorios tres cerros, dos aislados en la parte plana e inmediatos al río del valle, y el otro más al oriente, los cuales desde el siglo XVII se conocieron como morros de Alonso Velásquez, de Pedro de Upegui, y el de Las Sepulturas (el primero, que hoy conocemos como Nutibara, en aquel siglo llevó el nombre de Marcela de La Parra, viuda del Velásquez, y como a mediados del siglo XVIII lo adquirió el gallego Silvestre Cadavid Pol, se le llamó "de Los Cadavides"; tiempo después el de Upegui se comenzó a nombrar El Volador; ya en el año de 1900 el de Las Sepulturas o Las Cruces se trocó por El Salvador). Además, se podían mirar tres moles, una al oriente y dos al occidente, conocidas desde entonces como Pan de Azúcar, por su forma, el Pedregal de Hato Viejo, y el Picacho de Altavista. En las dos culatas, una al oriente y otra al occidente, nacían las aguas de las quebradas de Aná e Iguaná, respectivamente, que regaban los suelos de dos planicies, una pequeña y otra más extensa. En la pequeña se estableció un hato ganadero y con los años surgió espontáneamente el sitio de Aná, originario de la vieja villa de Medellín; la otra planicie fue llamada con los años La Otra Banda, referente a la parte occidental del valle.

Del vallecito de la quebrada de Aná hacia el norte la humedad era menor, en tanto que hacia el sur era mucho mayor debido a las más abundantes lluvias y a la evaporación y transpiración. El bosque húmedo tropical era evidente en la parte plana del valle, y en las orillas del río mayor se formaban humedales, lagunas y pantanos; y un bosque húmedo premontano, medio y alto, era normal sobre la cota de los 1800 metros sobre el nivel del mar. Al haber observado los castellanos una zona más seca al norte y una lluviosa y húmeda al sur del valle de Aburrá, le fijaron su destino agropecuario como abastecedor de la actividad minera; sería ganadero al norte, y agrícola al sur.

Lo político

A mediados del siglo XVII, cuando el Valle de Aburrá estaba tan poblado que se distinguían varios lugares, el cabildo de la ciudad de Antioquia decidió nombrar un alcalde pedáneo que impusiera el orden en el promisorio valle, que ya era la despensa agrícola y ganadera de la Provincia de Antioquia.

La Otra Banda de Medellín

Las dos bandas del río Medellín en vista aérea. A la derecha, La Otra Banda, 1953.


Entre casas de campo y ranchos se contaban cerca de 250 habitaciones casi todas dispersas, aunque se notaban algunas caserías sin expresión urbana ni manzaneo formal que se tuvieron a sí mismas como Sitios, y los más conocidos fueron los de El Potrero de Barbosa, San Diego, El Totuma, La Matanza o Tasajera, Hato Viejo, Aná (en un plano un poco inclinado), La Culata, La Otra Banda, El Guayabal y Guitagüí, entre otros; aún subsistía, en decadencia, el Poblado indígena de San Lorenzo.

Por los finales del siglo XVII, y después de erigido el Sitio de Aná como nueva villa de Medellín, tenían necesidad los vecinos de unos ejidos o terrenos comunales que, por estar cercanos al río, eran pantanosos; al frente, en la parte occidental -y río de por medio-, había una llanura con pocos desniveles, bien regada, verde y apetecida por los labradores y dueños de hatillos: era La Otra Banda, en la que se habían formado muchas pequeñas propiedades, casi todas cercanas a las quebradas del Mal Paso, La Corcovada, La Puerta, La Iguanacita (hoy, La Gómez), La Iguaná, El Salado, El Güeso (hoy, La Hueso), La Ana Díaz, La Matea, La Picacha o Aguas Frías, La Altavista, La Guaya bala, La Doña María, y otras menores. Algunos se atrevieron a levantar casa y estancia en las vegas y orillas del río, por ser terrenos bajos, inundables y húmedos.

Por entonces unos pocos propietarios ausentistas detentaban estancias y ganados en La Otra Banda, sitio donde muchos permanecían con pequeña hacienda y habitación, entre ellos Don Francisco Velásquez, en cuyas vecindades habitaban Marcos Franco, doña María Paladines (viuda de Arnedo), Lorenzo Tazón, y Alfonso Arnedo, quienes compartían con familias de inferior calidad, y colindantes del río, como los Gil, los Zamora, Feliciano de Urrego, y el sastre Juan de Quiroga. Eran muy notables dos agricultores españoles apellidados López de Restrepo, don Alonso -en la orilla del río- y Don Marcos, dinámico procurador general de la villa, quien vivía de lo que le producían un corto hato en El Pedregal, y la reducida huerta de Nuestra Señora de Regla, situada cerca de La Iguaná.

Lo religioso

Pasados poco más de 100 años desde el primer entable de criollos en La Culata, los madereros, ganaderos y hortelanos del viejo sitio, por afianzar una devoción antigua que tenían por San Cristóbal lograron la primera manifestación oficial en La Otra Banda: la creación de la parroquia de su santo que, con 600 almas culateras, fue segregada de la matriz de La Candelaria (1771) mediante un concordato entre el Obispo de Popayán y el Gobernador de Antioquia. Se le decía La Culata, porque dizque el frontis de su capilla miraba hacia la ciudad de Antioquia, pero su trasero daba a Medellín; en verdad, se trata de una de las dos notorias hendiduras o partes más apartadas del cañón de Medellín, Que desde antiguo se conocían como Culatas, la del oriente o de Aná y la del occidente o de Iguaná, en cuyo seno nacen sendas quebradas de tales nombres. Los labradores de la parte alta de Otra Banda subían hasta San Cristóbal a oír su misa, y los de las partes media y baja pasaban el río y la escuchaban en La Candelaria.

La segunda segregación de la parroquial de La Candelaria, fue la creación de otra en Hato Viejo, sitio ganadero muy rico e importante, en donde se oficiaba en las capillas de la hacienda de Santa Rosa de Niquía, o en la de San Jacinto de Hato Viejo y en la de Nuestra Señora del Rosario, patrona de la nueva parroquia erigida en 1773, cuando el lugar contaba con unas 1.000 almas.

Alguna vez, al finalizar el siglo XVIII, se salió de madre La Iguaná, que se partió en dos brazos, uno grande y otro pequeño; el principal buscó los lechos de la quebrada La Hueso y el pequeño se recostó a los cerros del Blanquizal y del Volador por lo cual los muchos vecinos determinaron llamar a su lugar con el nombre propio de Iguanacita que,

La Otra Banda de Medellín

Trazado de la calle Colombia y rectificación de la quebrada La Hueso. Gabriel Carvajal, 1953.


con el tiempo ascendió a la categoría de un Sitio más, situado entre los de El Pedregal, San Cristóbal, El Salado de Correa, El Rincón de Altavista y la llanura de La Iguaná.

En La Otra Banda se conocieron varios charcos a los que acudían los bañistas, como el del Peñol (en el nuevo recodo del río al chocar contra el Morro de don Silvestre Cadavid), el del Tunal entre las bocas de La Picacha y de La Iguaná en el río, el del paso Real (después llamado Charco de San Benito) y el más famoso, el Charco de La Peña en donde las quebradas de La Ana Díaz y La Hueso se juntaban con La Iguaná. Cuando mediaba el siglo XVIII, en una estancia de La Otra Banda, inmediata a este Charco de La Peña, vivían doña Catalina Vélez Peláez y su marido don Vicente Restrepo Peláez, quien comenzaba su carrera en el cabildo y en los negocios; había sido alcalde de la hermandad en 1756 y procurador de la villa siete años después. Llegó a ser un empresario muy importante y logró educar en el Colegio de San Bartolomé a cuatro hijos doctores: Cristóbal y Carlos, clérigos, al abogado Javier, y al benemérito jurista Doctor Félix José de Restrepo ", bautizado en Medellín el 28 de noviembre de 1760. Sea del caso precisar que, cuando el doctor Cristóbal de Restrepo fue nombrado primer cura de Envigado, se llevó a su padre (cuya fortuna había disminuido), a sus hermanos y hasta a su anciano abuelo paterno para ese curato. No es aceptable afirmar que los doctores Restrepo fueran nacidos en La Sabaneta, cerca de la quebrada de La Doctora. Toda esa restrepada era natural de La Otra Banda.

Muchos más fieles tenía la Otra Banda cuando sus vecinos quisieron volverse feligreses de otros curas distintos de los de San Cristóbal o de La Candelaria. Querían cura propio ya que en esa banda existían nueve recintos de oración, entre oratorios y capillas particulares, seis de ellas de categoría vice parroquial, que servían como ayudas del cura de La Culata o del vicario de La Candelaria. Tales capillas eran la que el Doctor Diego Álvarez del Pino logró en 1737, al levantar una a San Javier, en su hacienda del "Salado de Correa", o la que la viuda doña Margarita de Lezeta obtuvo del obispo Corro, 20 años después; y como para que todo quedara en familia, su hija doña Tomasa Perpetua García, viuda del rico don Carlos Álvarez del Pino, permitía a los muchos creyentes usar de su capilla dedicada a Nuestra Señora de Belén (otras tres veneraban la advocación de Los Dolores; dos a San José, en Altavista y en Las Playas, y una a Jesús, también en El Salado). Cuando se podían contar algo así como 5.000 almas, los vecinos de los lugares de Doña María, Guayabal, Altavista, Aguas Frías, Llano de Los Pérez, Salado de Correa e Iguanacita pidieron curato aparte en 1798, asunto que dilató el cura de La Candelaria, por no perder emolumentos. Por entonces, en el pie de monte los lugares de Iguanacita, El Salado y Altavista habían aumentado su población e importancia, y se consideraba ya su separación de la antigua Otra Banda, nombre que se dejó para las partes bajas. En Iguanacita se veían 23 casas, en El Salado de Correa unas 14, y en Altavista 42 viviendas, asistidas las almas en cinco capillas, mientras que adyacentes al río y entre los sitios de Guayabal y Otra Banda se contaron 20 casas y una sola capilla.

Los habitantes de La Otra Banda eran agricultores, ganaderos, salineros y mineros; se lee en antiguos manuscritos "que en las orillas de la quebrada de Iguaná en los límites del Curato de San Cristóbal cateó, y encontró un ojo de sal (...)" doña Jacinta Tirado. También es interesante la petición de su sobrina doña Tomasa Ochoa Tirado quien "hallándose con suficiente cuadrilla de esclavos pasó a reconocer la quebrada que llaman El Güeso, que entra en La Iguaná, y el amagamiento que entra en ésta nombrado El Sauzal, y que habiéndola cateado encontró oro de seguir (...)".

Por fin, y después de 16 años de brega, en el gobierno de la primera República de Antioquia se erigió el nuevo curato de Belén (1814), con enorme jurisdicción en casi toda la antigua Otra Banda: se situaba entre los de Envigado (por el lado de Itagüí) y el de Hato Viejo, por El Pedregal; y subía desde el río Medellín hasta el viso de la cordillera, salvo lo que correspondía a los curas de San Cristóbal y de San Pedro. Por entonces, el cabildo republicano de Medellín ya nombraba un alcalde de los llamados pedáneos para Iguanacita, a la cual denominaron oficialmente como Aná, un error manifiesto cometido tal vez por el rebelde vicario criollo y americanista Lucio de Villa. Las toponimias de Aná y de Iguanacita se prestaron, desde entonces, para confusiones.

La Otra Banda de Medellín

Aérea de Otrabanda. Carlos Amortegui, 1954.


Donde antes habían ejercido vice párrocos nativos, entró a ocupar el curato de Belén uno de los hombres más feos e interesantes de aquellos tiempos; se trataba del Doctor Juan María Céspedes, cura de Caloto, y botánico quien llegó a Medellín de huida de las tropas españolas por el delito de haber fungido como capellán de los ejércitos revolucionarios o patriotas. Bajo el nuevo curato del rebelde y botánico quedaron inclusos las casas de campo y los labradores de Iguanacita -entre El Picacho y el Salado de Correa- quienes persistían en escuchar su misa en San Cristóbal, y descontentos con los de Belén, pidieron ser desgajados, y volver a ser fieles del curato de La Candelaria, mas nada se resolvió. Pero con la llegada de las tropas del rey se suprimió la república y entró a regir el curato de Belén el recientemente ordenado hijo de una monarquista de las finas, el padre Manuel Obeso Santa María.

Para el espacio que interesa ahora, hay que tener claro que si en esa parroquia se sabía de fieles descontentos con su cura, también se presentaron rivalidades entre vecinos, ahora por razones políticas, pues buen trabajo había hecho el padre Céspedes para sembrar las ideas republicanas, y poco esfuerzo mostró el Obeso por difundir los sentimientos monárquicos de su propia familia. Lo que se sabía era que los Upegui, Naranjo, Gallón, Moreno, Tamayo, Pérez y Sierra, y los Tirado, los Gaviria, los Restrepo, los Echavarría, los Maya, los Posada, los Yepes, los Franco, los Burgos, los Arango, los Vélez, los Palacio, los Velásquez, los Echeverri, y unos poco notables de La Otra Banda, se hallaban divididos en cuanto a sus preferencias políticas: los anticuados, con la monarquía, y los noveleros con la patria, la independencia y la república. La Patria Vieja de los antioqueños también era Boba.

Don José María Upegui, alcalde realista de 1818 y habitante de Iguanacita, en vista de los peligros que corrían los labradores cuencanos y vecinos del brazo pequeño de La Iguaná ordenaba, rogaba e insistía a los vecinos de allí para que hicieran un corte en la quebrada, pues su cauce era caprichoso; nada logró, pues aunque los de Belén y El Salado se prestaban, los de Iguanacita se resistían.

Expulsados los españoles, y al comenzar la segunda República, muchos agricultores estrechos y cargados de familia migraron en masa desde Medellín, El Aguacatal, El Envigado, La Sabaneta, El Guayabal, Itagüí y La Estrella hacia las nuevas colonias que se estaban estableciendo entre el sur de Medellín y el río Cauca, como La Valeria, La Horcona, Amagá, Taparal, Titiribí, Cerro Bravo y Túnez. Cuando Antioquia se organizó administrativamente en Cantones, el de Medellín se surtía principalmente de los nuevos colonos del suroeste, y la producción agrícola y pecuaria de La Otra Banda pasó al segundo lugar.

El curato de Belén no marchaba como debía, pues sobrevivían las rivalidades entre los parroquianos ya que los de los Partidos del Guayabal y de Iguanacita atacaban al cura de Belén, cuya parroquia todavía en 1820 no tenía expresión urbana, ni capilla, ni cementerio, ni casa cural. Se llegó a presentar el caso de llevar los cadáveres de capilla privada en capilla privada y se les negaba el entierro, por lo que los enterraban en un patio o en un corral de animales; el padre José Ignacio Pérez a veces les prestaba sepultura en su propia capilla, heredada de su tío el maestro Cristóbal Pérez (dedicada a San Juan de Dios y a la virgen de Los Dolores). Una comisión encabezada por el Doctor Félix J. de Res trepo estuvo encargada de trazar plaza, calles, cárcel, cementerio e iglesia, pero entonces se les dificultó el asunto, pues el más rico de los provincianos, el salinero don Bernardino Alvarez, ofrecía lote gratis para iglesia, si le compraban manga para el cementerio en su hacienda de Altavista, en tanto que los parientes del padre José Ignacio ofrecían donar todo el terreno necesario, tomado de su posesión del Llano de Los Pérez.

Aún así, cuatro años más tarde se hizo una alentadora descripción del curato de Belén:
 

"una planicie que puede emular a una ficción poética está regada por varias quebradas que hacen más delicioso este valle y fertilizan sus campos. Aquí es donde la agricultura se cultiva con más tesón y método que en todo el resto de la Provincia. A pesar de que no se ha salido de la rutina antigua, el maíz y la caña de azúcar son los dos ramos a que se aplican más estos labradores."

La Otra Banda de Medellín

Sector de la Otra Banda en 1953.


Y si así eran las cosechas, cuántos serían los diezmos del curato de Belén? Los recolectores o diezmeros tenían su propia graduación, pues los más copiosos se recogían en El Rincón, seguidos por los de Iguanacita, Altavista, Belén, El Salado de Correa, El Pedregal, El Guayabal y El Tablazo. La renta alcanzaba para otro curato ...

Conocido es pues que además de usar los templos de Belén y de San Cristóbal, los labradores de la poblada parte alta de la Otra Banda practicaban sus oficios religiosos entre las capillas privadas de San Javier (en el "Salado de Correa"), en la dedicada a la virgen de Los Dolores, del dementado padre Pablo Javier de Granda (cerca de la quebrada de La Iguaná), y en la de San Ciro, levantada en Iguanacita en terrenos de don Juan José Posada Restrepo.

Restablecido definitivamente el sistema republicano, los vecinos de Iguanacita supieron aprovechar las diferencias entre los generales Bolívar y Santander: inconformes aún por su dependencia del curato de Belén insistieron en tener el suyo propio. Y a pesar de la oposición del párroco de Medellín y hasta del propio primer obispo, el muy bolivariano monseñor Garnica, los descontentos pidieron al muy santanderista gobernador Aranzazu por su curato, y él decidió erigir la nueva Parroquia en el Sitio o Partido de Iguanacita por un decreto del 25 de febrero de 1832. Como buen clientelista, Juan de Dios Aranzazu recibió la adhesión de los principales de allí, y los ganó para sus ideas políticas de entonces. La nueva creación en La Otra Banda se vino a llamar, oficialmente, "Parroquia de Aná" y procedieron a nominar por voto popular el primer cura propio. La patrona fue la virgen de Los Dolores, y el vice patrono, San Ciro, para dar gusto a los sobrinos de Granda y a los Posada, quienes permitieron pasar su capilla privada al nuevo lugar del curato. La Iguanacita estaba poblada por casas de teja y de paja, por cultivos y ganados, y por 770 almas, una tercera parte del total de vecinos de Belén. Se lee en la portada del primer libro de bautismos:

"de la nueba parroquia de nuestra Señora de los Dolores, titulada San Siro de Aná, que dá principio en 1° de Junio del año de 1832. Presbítero José Antonio Palacio Vélez."

Por entonces ya no era disimulado el enfrentamiento político entre los vecinos del distrito de Belén y de la nueva fracción de Aná: los primeros eran ya marcadamente bolivarianos y los otros notoriamente santanderistas, partidarios de los Córdobas y liberales militantes, como lo mostrarían años más tarde al pagar con su libertad, sus bienes, su sangre, y su vida.

Después de creado el nuevo curato de San Ciro de Aná, se trató de la expresión urbana, pues la nueva creación civil y religiosa carecía de plaza, de calles, de manzanas, y de edificios públicos. Allí cerca estaban asentadas varias familias antiguas de Iguanacita, como las de Juan Lorenzo Upegui, con numerosa prole, o la de Francisco Moreno Tamayo, con una prole algo menor. Y Francos, Burgos y Yepes, con la suya; también vivía en las vecindades el célebre genealogista y escribano Don Celedonio Trujillo, con su segunda esposa y ocho criados. Unos vecinos se mantuvieron en el campo y otros tuvieron casa poblada en Aná.

Muy accidentada fue la vida de los vecinos de la nueva parroquia, durante todo el siglo XIX; frustraciones en los primeros años; incidentes en tiempos de la Independencia; malestar cuando los pusieron bajo el curato de Belén; celebración cuando lograron independizarse de los curas de Belén, San Cristóbal y La Candelaria; estímulos cuando dieron expresión urbana a la nueva parroquia; división y discordia entre vecinos cuando trataron de nominar al primer cura; frustración cuando el primero nombrado no se posesionó; sorpresa cuando les impusieron al segundo, J. A. Palacio, nacido allí mismo, de entre ellos, un hombre de 45 años, tan cegato, alcohólico, sordo, rebelde, perturbador e indisciplinado que le tuvieron que nombrar un clérigo asistente, Lucas Arango, en calidad de coadjutor y ecónomo (y lo apoyaron con pasión cuando fue involucrado, con miembros de las familias Upegui y Gaviria, en la "Revolución de Los Supremos", por lo que fueron condenados a la suspensión y al destierro el uno, y a la cárcel y al fusilamiento, los otros); pobreza del vecindario o pereza suya para poner en servicio la escuela pública; inseguridad por los defectos en los asientos de sus sacramentos en los libros parroquiales; tristeza cuando fueron suprimidos como Distrito en 1849, y alegría por su restauración. Para ajustar, permanecían en vilo por las amenazas de Ja quebrada Iguaná sobre la parte poblada, por lo cual los habitadores se defendían fabricando unas trinchas con piedras que con los años serían su sepultura.

La Otra Banda de Medellín

*Fragmento del libro La sede de Otrabanda, publicado por la Compañía Suramericana de Seguros S.A.


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