En las márgenes de la quebrada La Iguaná, al occidente de Medellín, hay historias de barrios hechos a pulso por sus habitantes, y también relatos de éxodos obligados. Uno de los referentes más remotos del desplazamiento de los pobladores de esta cuenca es la destrucción del caserío conocido como Aná tras una crecida de la quebrada, y su posterior reubicación, a finales del siglo XIX, en lo que hoy es el barrio Robledo. Por entonces las élites medellinenses empezaban a transitar hacia una modernización con sotana y fajín, y le abrían paso al progreso con el sueño de una locomotora. Los torrentes trajeron el augurio de lo movedizo que resultaría habitar las orillas de La Iguaná.
A mediados del siglo XX, mientras en el mundo la fe en el avance de la humanidad era rebautizada como desarrollo, familias de diversos lugares de Antioquia y del Chocó que huían de la violencia y la pobreza rural, y otras conformadas por las primeras generaciones urbanas descendientes de migrantes pueblerinos, encontraron en la cuenca baja de La Iguaná la posibilidad de instalarse en el espejismo citadino.
Unos se situaron en propiedades de acaudalados negociantes como Juan B. Londoño y armaron sus ranchos en el piedemonte del cerro El Volador, próximos a la desembocadura de la quebrada en el río Medellín; otros compraron lotes aguas arriba a improvisados empresarios del suelo urbano, en los terrenos anegadizos donde La Iguaná sale del cañón que la encauza desde San Cristóbal.
En esos sitios de la parte baja de la cuenca se construyeron paulatinamente los barrios La Iguaná y El Jardín, que en el transcurso de las dos últimas décadas han sido transformados drásticamente por las borrascas del desarrollo, entre ellas la construcción de una vía que busca conectar a Medellín con el occidente del departamento y encontrar el mar allende las aguas de La Iguaná.
El barrio Nueva Villa de La Iguaná está en la margen norte de la quebrada que baja por la vertiente occidental del Valle de Aburrá, en la orilla izquierda si miramos hacia su desembocadura en el río Medellín, justo a la altura en la que la quebrada Santa Elena desemboca en la margen oriental del río. Hasta hace cerca de veinte años el barrio también ocupaba la otra orilla, y las carreras 65 y 70 delimitaban su extensión. Las orillas de la quebrada se encontraban despobladas desde la carrera 70 hasta la carrera 80, lugar en el que se erigieron, aguas arriba, más casas y ranchos, sobre la cuenca media de la quebrada.
Las primeras viviendas de La Iguaná aparecieron en 1945, y en pocos años se multiplicaron. La necesidad de unir esfuerzos redundó en la organización comunitaria, lo que les permitió a sus habitantes afrontar el continuo acecho de las autoridades que pretendían impedir el establecimiento del barrio, y cosechar beneficios colectivos como la construcción del conjunto de edificios La Iguaná, donde fueron reubicadas muchas familias en 1993.
Muchos de sus habitantes se ocuparon extrayendo arena, gravilla y piedra de la quebrada, un oficio fértil en una ciudad que crecía y demandaba materiales para la construcción; aún hoy, algunas personas del barrio viven del “cascajo”. Los areneros conocían los peligros a los que se enfrentaban en una quebrada famosa por la rapidez con que su caudal se hacía turbulento, no solo por su experiencia sino también por las múltiples jornadas en las que, con las mismas palas, sacaban el lodo que inundaba sus viviendas. No obstante, confiaban en la protección de la Virgen e instalaron una cerca de la carrera 70 en 1951.
Los habitantes de La Iguaná se resguardaban de las crecientes subiendo por las faldas del cerro El Volador, y desde arriba escuchaban el estrépito de las rocas arrastradas por la corriente hasta que el nivel de las aguas bajaba; entonces era tiempo de regresar a sus viviendas y emprender la recuperación con la ayuda de familiares y vecinos.
En la memoria de algunos habitantes confluyen imágenes y palabras de una historia en la que las necesidades individuales se hicieron causa común y fueron tomando la forma de hábitat solidario. Vivencias de la niñez, momentos festivos y fúnebres, experiencias ajenas sentidas como propias se mezclan en recuerdos compartidos y percepciones del barrio.
La reubicación de cerca de mil familias que hasta 1993 vivieron en el margen de la quebrada, entre la carrera 70 y la Avenida Regional, es uno de los hechos más destacados en la memoria del barrio. Mientras varios niños bailan la canción de salsa que suena en una de las tiendas del barrio, Antonio cuenta que aunque para muchas personas la reubicación fue un cambio positivo, no todos lo ven así.
Antonio ha vivido toda su vida en La Iguaná, y su familia fue una de las 250 trasladadas hace veintiún años a los edificios multifamiliares que el gobierno local construyó en la carrera 74 con calle 60 y les entregó a cambio de un millón de pesos y de la destrucción por cuenta propia de las casas que abandonaban. Con un gesto de pesar, cuenta que hubo intensos conflictos entre quienes se quedaron en la parte de abajo y quienes se fueron a vivir “como nuevos ricos” a la parte de arriba. Además, otras familias reubicadas en barrios como El Limonar, Belén o Toscana, si bien dejaron atrás el temor por las inundaciones, quedaron muy lejos de los lugares donde conseguían su sustento, asunto que no era un problema menor.
Carlos comparte esa opinión dividida. Señala que con la partida de aproximadamente una tercera parte de la población del barrio, los lazos sociales se resquebrajaron, la organización comunitaria se debilitó y las prácticas solidarias no volvieron a tener la fuerza de antes. Sin dejar de insistir en que no todo ha sido malo, advierte lo paradójico que resulta que los logros de una comunidad organizada en pro de vivienda digna hayan traído ese tipo de consecuencias. Al fin y al cabo, la reubicación se derivó de un éxodo forzado por el gobierno local para construir una infraestructura vial, pues encontró en la situación de riesgo de los habitantes de La Iguaná el pretexto idóneo para legitimar su ejecución.
En donde antes estaban las viviendas de casi cinco mil personas y la cancha del barrio, ahora circulan y se atascan vehículos que viajan entre la Avenida Regional y la carrera 80. En ese trayecto, desde dos puentes que forman una vía sinuosa paralela al barrio La Iguaná, pueden verse las casas que quedaron, apiñadas en una hilera que parece abrirse paso entre la quebrada y el cerro, cuyas fachadas componen un mosaico en el que el rojo del ladrillo se intercala con múltiples colores.
En los semáforos de los cruces de esta vía con la carrera 65 y la Avenida Regional es común encontrar jóvenes y adultos del barrio que han hecho de la carretera parte de su territorio. Allí buscan hacerse unos pesos limpiando parabrisas y vendiendo galletas, confites y música. En la 65 se instalan los paleros ávidos del contrato del día, obreros con la herramienta que otrora usaban para sacar arena de la quebrada y lodo de las casas, a la espera de alguien que los favorezca explotando su mano de obra por ese día. Ante la escasez de empleo digno, el empleo informal abunda.
Siguiendo el sentido de esta vía y sus meandros, subiendo a contracorriente, se cruza la carrera 74 y se llega a Multifamiliares La Iguaná. El panorama contrasta con el barrio de donde llegaron muchos de los que hoy viven allí. La vía que motivó la reubicación separa las viviendas de la orilla norte de la quebrada con un amplio margen. Sobre ella se enfilan los edificios con sus monótonos cinco pisos de adobe y sus grises columnas de concreto.
También allí las notas de la salsa se mezclan con las risotadas de sus habitantes, reunidos en los negocios que funcionan en los primeros pisos de los bloques de apartamentos; otros ven correr las aguas y el tiempo desde el otro lado de la vía, arrellanados en muebles construidos con ingenio.
Muchas de las personas que viven en los multifamiliares también resuelven el día a día cuidando carros, rebuscando en los semáforos o en el corredor del río durante las fiestas decembrinas, la feria de agosto, los domingos de fútbol. Años después del traslado, muchas familias perdieron sus casas por deudas con los bancos. Las que se quedaron resultaron diferenciadas de los habitantes del barrio La Iguaná, pero aún comparten una historia común: la de haber construido su espacio en la ciudad y forjado un pasado al que se remiten al indagar por su presente, suelo firme que encuentran para reconocerse.
La vía que busca el mar sigue trepando hacia el occidente, y con su ascenso aumentan los éxodos y las reubicaciones de los habitantes marginales de la quebrada La Iguaná. En el último lustro, para construir el intercambio vial de la carrera 80, se destruyó casi por completo el barrio El Jardín. De las seis manzanas que lo conformaban según la delimitación del Departamento de Planeación, solo dos conservaron algunas viviendas. Cerca de doscientas familias fueron reubicadas, la mayoría en la Ciudadela Nuevo Occidente. Algunos de los que se quedaron en esas dos manzanas dicen que el barrio ya no existe, que lo que hay son vías con varias casas al costado. Con el pretexto institucional de las zonas de alto riesgo de nuevo en escena, a las familias de El Jardín se sumaron otras mil cuatrocientas, de los barrios La Isla de la Fantasía, Masavielle, Fuente Clara, El Porvenir, Vallejuelos, Olaya 1 y 2 y Loma Hermosa, con lo cual ya son casi ocho mil las personas afectadas por una borrasca llamada vía al mar que se abre paso aguas arriba.