La Iguaná. Gabriel Carvajal, 1967.
Cuando Medellín y su Distrito cumplían 200 años de existencia política, su fisonomía urbana era ya muy distinta: estaba más poblado de oriente a occidente que de norte a sur; así se observa en el plano formado con ese motivo. Nueve calles de oriente a occidente, de las cuales tres llegaban hasta el zanjón de Guanteros, cerca al río; y otras 15 de norte a sur, inclusas unas travesías.
Un periodista local, don Isidoro Isaza Escobar, había escrito en 1870:
"Del lado occidental o izquierdo del río, y en frente de la ciudad, desaguan La Iguaná y la Iguanacita que fertilizan La parte del valle llamada la Otrabanda. Es en ésta que se hallan Anápolis (vulgarmente Aná o San Ciro), Belén y más arriba, a la mitad de la vertiente, San Cristóbal, la Beocia del Distrito: pueblos compuestos de una iglesia con su plaza, algunas calles que se cruzan en ángulos más o menos rectos, alrededor de la plaza, y campos primorosamente cultivados. Es agradable estudiarlos en la caprichosa variedad de sus divisiones y colores: complicado mosaico en que alternan el verdeesmeralda del maíz, el amarillopaja de la caña de azúcar, el verde claro y unido a las mangas y pastales, el pardo rojizo de la tierra recientemente arado, el móvil tornasol de los cañaverales, poblados de livianas veletas; todo separado por hileras de sauces que a distancia, parecerían a un poeta, puntos de admiración brotados de La tierra por la naturaleza entusiasmada de sí misma."
Los campesinos ribereños de La Iguaná no estaban tan a gusto con el entusiasmo de tal naturaleza. Eran una la emoción de aquel periodista y la excitación de los viajeros al contemplar, desde lejos, el aspecto general del valle de Aburrá, de Medellín, y de sus bandas oriental y occidental; ellos crearon unos paisajes de lápiz y otros de buril, que difundieron en periódicos, revistas ilustradas y libros de viajes; algunos hasta fotografiaron el terruño.
Aérea de Otrabanda. Carlos Amortegui,
1954.
Y no es por aguar ese entusiasmo pero un sentimiento muy distinto y chocante brotaba de la vida cotidiana de los habitadores de La Otra Banda, al menos en la de los de Aná que tocaban con el lecho de la Iguaná pues se mantenían sobrecogidos porque el cauce todo se elevaba cada día más; y en los tiempos de invierno toda la planicie se anegaba por la confluencia de las quebradas de Ana Díaz, La Hueso y La Iguaná.
La Iguaná y la guerra del 75-76
A pesar del gol pe que había puesto a Pedro Justo Berrío en el gobierno de Antioquia, su mando era generalmente acatado tanto por su carácter como porque logró que a la región se la conociera por una "actitud que la hace dispensadora de la paz o de la guerra." Pero desde 1872 se venían calentando sotanas y uniformes aquí, y en las fronteras de Antioquia con los Estados del Cauca y del Tolima, especialmente en Aguadas, Salamina y Manizales; las ganas de una guerra estuvieron contenidas porque Berrío no lo permitió, pues era pactista. No pasó lo mismo con su sucesor, el rico banquero Recaredo de Villa.
Cuando La Iguaná era incontenible, la muerte se llevó a Berrío, y ya no era posible impedir la guerra porque entre los conservadores del gobierno pudieron más las exigencias del círculo o línea guerrerista, conformada por Mariano Ospina, Marceliano Vélez, Demetrio Viana, y reforzada nuevamente por unos abejorraleños convertidos en mandones del Sur de Antioquia como los Arangos y los Gutiérrez, así corno el obispo de Pasto, Canuto Restrepo. Ellos se sabían glorificados por las Sociedades Católicas y las del Sagrado Corazón de Jesús, y eran apoyados por el Comité Central Conservador; todos se sentían cruzados de la buena causa.
Con ser que el presidente antioqueño De Villa tenía propiedades en Aná, no pareció enterarse de los riesgos que corrían los ribereños, pues con un Departamento del Sur armado, el irresoluto gobernante no sabía cuál posición tomar, acorralado como estaba por sus parientes políticos Ospina y Vásquez, por Vélez y demás mercenarios, por los clérigos y por un cierto caldo nacional, regional y local. Y en tal ambiente, La Iguaná era ignorada, oficialmente.
Al morir Berrío en febrero de 1875, todo fueron costosos funerales y lamentos por escrito. Pero se seguía calentando la guerra. Mientras tanto, dos conocidos sujetos de Medellín -y futuras víctimas de los guerreristas- recorrieron las cuencas de La Iguaná y de sus afluentes para estudiar el fenómeno de su inestable corriente; eran ellos el ahora prusiano Enrique Haeusler, ebanista, carpintero y constructor de puentes, y el comerciante local Juan Lalinde, un propietario de fincas en Aná, conocedor de la arquitectura y de la construcción.
Un general Briceño y un general invierno
Inundación causada por La Iguaná en la Otra Banda, s.f.
(…) Mientras en Medellín y en muchas poblaciones se hacían fiestas por la guerra inevitable, Haeusler y Lalinde, junto con otros sujetos principales de Aná escribieron al cabildo un memorial, pidiendo recursos "para poner en un cauce seguro la quebrada Iguaná." Era curioso el contraste: mientras los belicosos estaban alegres, los de Aná estaban tristes. Los unos preparaban el jolgorio y los otros evitaban el velorio!
Los vecinos de Aná, con su degradada categoría de barrio, se reunieron el 26 de mayo y expusieron al cabildo que:
"De mucho tiempo a esta parte viene notándose que día por día la quebrada Iguaná va llenando su cauce, desde su confluencia en el río hasta el desemboque en ella de la quebrada "Gómez", un poco más arriba de nuestra población."
Lo atribuían a diques en el río,
"y también a la dirección irregular de la misma quebrada, la cual al bajar a la planicie hace en su jiro una cueva, por la que las aguas, siguiendo un movimiento más suave, no pueden arrastrar como conviniera todas las arenas y materiales que bajan de la cordillera."
Desde 1865, según ellos, estaban haciendo obras, como unos trinchos, que ya resultaban ineficaces puesto que se habían llenado, y fueron barridos por la borrasca de 1873.
El asunto fue tratado en el cabildo, pero estaban agotados los fondos y sugirieron que los de Aná se dirigieran al alcalde. No fueron atendidos, entonces. ¿Acaso ignoraban los cabildantes, tan activos en otros asuntos, que la boca de La Iguaná en el Río Medellín se estaba moviendo y que parecía un delta interior? En un croquis de 1847, su boca daba vista a lo que sería años después la calle de Amador; en una descripción de 1870, entraba casi contra Ayacucho, y en el plano de 1875 caía ya frente a la de Pichincha.
Entrado ya el año 76, el fuerte invierno agitó las aguas de La Iguaná, sacudió los ánimos de los vecinos de Iguanacita, y hasta las autoridades se conmovieron. El dos de junio se salió de su madre, inundó parcelas, arrasó cultivos y tapó hasta las copas de los árboles. El Procurador de aquí se interesó; ocupaba la Secretaría de Fomento don Marco Aurelio Arango, cuota de los guerreristas en el gabinete del gobernante De Villa. El Secretario atendía de todo: el contrato del Ferrocarril de Antioquia, la guerra religiosa, y los peligros de La Iguaná. Y mandó órdenes tardías para el Inspector de Aná:
"Con el objeto de hacer un estudio completo acerca de las causas que hayan motivado el levantamiento del lecho de la quebrada lguaná, y de resolver sobre Las medidas que deben dictarse para precaver á esta población de los serios males que la amenazan."
Aérea de los tugurios de La Iguaná. Gabriel Carvajal, 1971.
Nada mejor que encomendar el asunto a dos peritos de la misma Iguanacita, el rico propietario don Carlos Gaviria Castro y don Ulpiano Echeverri Velásquez finquero de allí, también.
Le preocupaban a Arango algunos "derrumbes que están al desprenderse", y les pedía recomendaciones para prever "los males de que ya está siendo víctima la población de Aná."
Hicieron visita ocular y 12 días después de la avalancha emitieron su opinión escrita, que no deja de ser interesante.
"La causa primordial de la inminente ruina que amenaza esa población, es una serie de derrumbes situados en ambas márgenes de la quebrada San Francisco, tributaria de la Iguaná, los cuales se prolongan desde su nacimiento hasta cerca de su desembocadura, en un trayecto de algunos Kilómetros de longitud.
Las aguas estrechadas por los flancos de la montaña se deslizan rápidas y turbulentas en su profundo cauce, socavan sin cesar los derrumbes por su base, en tanto que los torrentes que se desprenden de la cima de las montañas en las épocas de lluvias, introduciéndose por las grietas de los volcanes producen inmensos derrumbamientos que deteniendo el curso de las aguas, forman grandísimos estanques, que al romperse hacen que las aguas se precipiten con furor, inundando los terrenos limítrofes, destruyendo las sementeras y arrastrando a su paso árboles, piedras enormes, casquijo &.
A algunos centenares de metros ántes de su desembocadura, su cauce se ensancha y su curso viene á ser ménos rápido, dando lugar á la formación de un inmenso aluvión de muchos metros de espesor. De tal suerte, que tres años há la márgenes de esas quebradas estaban cubiertas de plantaciones de maíz, plátano y árboles frutales bastante elevados, de los cuales sólo se descubren sus cimas.
En las cabeceras de la mencionada quebrada, en el punto denominado Moral, se encuentra el más elevado de esos derrumbes, el cual no tendrá ménos de treinta metros de altura por cincuenta de anchura. En sus inmediaciones y adyacente á él, se ha tajado un lote de terreno de unas tres cuadras de circunferencia; las grietas que lo demarcan tienen en algunos puntos uno ó dos metros de ancho.
Inútil será manifestar que la formación de esos terrenos es sumamente deleznable, y todo parece probar que esos volcanes seguirán su curso destructor, sin que ningún esfuerzo humano sea capaz de detenerlos ó mejorar sus siniestros estragos.
Vía Robleado - La Iguaná. Jorge Obando, ca. 1940.
Habiendo dilucidado las causas que más ó menos tarde producirán la ruina de Aná, y quizá en el trascurso de algunos años la de una parte considerable de Medellín pasaremos a ocuparnos aunque muy someramente, del estado en que se encuentra hoy la primera, respecto á la lguaná, y los medios que puedan emplearse, si no para evitar, al menos para retardar su ruina.
Esta quebrada al descender de Las alturas y precipitarse en la llanura, corre por un cauce tan superficial y con tan poco declive, que todos los materiales que incesantemente arrastran sus aguas, se van depositando en su alvéolo y levantándolo paulatinamente. De tal manera, que el nivel de ésta es en mucho superior al piso de la población. Esto, unido á la necesidad en que se han visto los dueños de posesiones de la parte de abajo, de construir trinchas y estacados para defenderlas de sus avenidas, ha contribuido en mucho al levantamiento de su cauce y por consiguiente á la pérdida de su cuelga.
Siendo constante el acumulamiento de materiales por la quebrada, y constante también La perdida de sus tongas, es claro y evidente que todas las obras de defensa que se emprendan serán bien pronto cegadas, siendo necesario un constante asiduo trabajo para ir levantando esas obras, concluyendo por hacer que la quebrada corra por un cauce muchísimo más elevado que el del valle, y siendo suficiente la más leve causa para producir constantes inundaciones.
Respecto á los medios que podrían adoptarse para salvar la población, creemos no haya ninguno. La construcción de los trinchas que ántes existían y que fueron cegados en gran parte por la inundación del 2 del presente, es pura y simplemente un paliativo; pero el único quizá que pueda emprenderse en las actuales circunstancias.
Los otros medios que podrían señalarse son tan problemáticos en su ejecución como en sus resultados, y encarnan en sí principios morales de tal magnitud que prescindiremos de ellos, por pertenecer su solución á otros individuos más caracterizados y competentes que nosotros."
¿A qué se referían en el último párrafo? ¿Tal vez al inminente traslado de la población? Se ajustaban dos comisiones, Ia Haeusler-Lalinde y la Gaviria-Echeverri. Por lo pronto, los dos últimos peritos se curaron en salud: Gaviria, sus hermanos y otros parientes pasaron a vivir a Medellín y dieron origen al linaje conocido como "los Gavirias de San Benito"; y Ulpiano Echeverri se quedó en La Otra Banda, buscó un lugar más elevado y seguro, por lo que plantó casa y numerosa prole en la placita de La América, a la sombra de su tío, el fundador del caserío.
La inundacion de Aná
Tugurios compitiendo con Almacenes Ley. Horacio Gil, ca. 1960.
El general Lisandro Ochoa Restrepo, uno de los guerreristas, tenía su buena casa de campo cerca de La Iguaná, donde comenzaba a empinarse la Loma del Cucaracha, y gozaba de la amistad de los vecinos del pobladito de Aná. Cuando perdió la guerra, se vio forzado a vivir en su finca con la familia, y todos ellos presenciaron los peligros que corrían aquellas gentes, especialmente con las inundaciones de 1873, 1877 y 1880.
Cuenta su hijo el cronista Lisandro Ochoa Ochoa que cuando era un niño su padre les mostró los trabajos y trinchos levantados en un tramo de tres cuadras, frente al morro del Blanquizal para proteger al poblado y a los cultivos, y que su padre dijo: "En la primera creciente grande de la quebrada, barrerá a Aná."
En efecto, durante uno de los "generales inviernos" varios volcamientos taponaron las aguas de La Iguaná, y al romperse la presa, las tres cuadras del poblado de Aná fueron barridas de la faz de la tierra en 1880, al entrar la noche de un 23 de abril. La borrasca destruyó los trinchos, arrastró las piedras y comenzó por llevarse varias casas recostadas al pie del Blanquizal; luego torció hacia el poblado, barriéndolo y abrió nuevo lecho por la calle principal y por el camino a Medellín; también giró y ocupó la cuenca inestable de La Hueso. Quedó entonces La Iguaná con dos brazos. Toda la carga depositada en el llano era lodo, ramas, troncos, piedras, cascajo, basura, con animales muertos y cadáveres de algunos humanos. Fueron 2.500 los damnificados. Se cumplió el pronóstico del general Ochoa: los trinchos y sus piedras serían la sepultura de Aná.
En el tiempo en que el seminarista fracasado Marco Fidel Suárez, hecho ya un señor de 25 años, subía a buscar oficio en Bogotá, observó desde lejos la escena del desastre de Aná, que no era ensoñadora, propiamente, a pesar de que la escribió en uno de sus célebres Sueños:
"Cuando yo me vine de mi tierra se divisaban desde Santa Elena aquellos campos convertidos en arenales extensos cuando antes lucían su fertilidad en el verde de sus maizales y cañaduzales."
Ni qué decir del impacto en las orillas del río Medellín. "Todas las mangas cercanas al Puente de Colombia estaban inundadas", al decir del cronista Ochoa, quien presenció "que el fuerte empuje de La Iguaná había sacado las aguas del río hasta el zanjón", el mencionado ribete de agua pestilente que en zigzag bordeaba el río, lo que dilataba su desagüe en él.
De la inundación “prevista y no remediada” quedaron una calle enlodada, un nuevo cauce, dos brazos de la Iguaná, y unos terrenos inservibles para la agricultura o la ganadería, pues quedaban a merced de los caprichos de la quebrada La Hueso y de otras aguas menores. En los planos de fincas de La Otra Banda levantados entre 1890 y 1930 era común dibujar las muchas ciénagas y los nacimientos de agua. Los antiguos y nuevos cauces dejaron unos playones que se explotaron como cascajeras y areneras muy rentables en el siglo XX, y gracias al limo las mangas mostraron otra vez su verdor, porque su valorización y utilidad vendrían después, como se dirá.
Tugurios de La Iguaná. Carlos Rodríguez, 1960. Archivo Histórico de Antioquia.
*Fragmento del libro La sede de Otrabanda, publicado por la Compañía Suramericana de Seguros S.A.