El soñador de ingrávidos vuelos
Si Rodrigo Arenas Betancurt, nacido en las montañas de Fredonia, hubiera estado a mi lado la tarde en la que observé el Monumento a la vida, me hubiera dicho lo que no había podido traducir con palabras: “A nivel del agua está la calavera indígena, risueña y erótica, luego una mujer que levanta a un niño en sus brazos. Se observa entonces la mazorca de maíz en inmediaciones del vientre de la segunda mujer, que se convierte en fuego; en el extremo superior, el hombre que atrapa las estrellas”.
Su voz sonaría diáfana, como la voz de su madre cuando desde lo alto del cerro Uvital le describía el paisaje que los rodeaba. El maestro Arenas desgranaría las palabras como si se refiriera a la escultura de otro, la de un escultor al que admirara con prudente distancia.
Días después reconocería al escultor en una foto. “¡Maestro Arenas!”, parece que le ha gritado alguien. Ha vuelto la cabeza, el cuerpo sigue frente a los andamios que sostienen la estructura, como si no pudiera dejar de vigilar ni un instante el armado del encofrado sobre el que se vaciaría la figura. Arenas entorna la mirada, protegida por la sombra de su gorra, y observa con fuerza a la cámara.
Escultura de la vida. Gabriel Carvajal, 1974.
Fue un día soleado del 1974, cuando un grupo de obreros seguían sus instrucciones y él mismo no podía dejar de trepar los andamios para asegurarse de que cada pieza del monumento quedara fija en su sitio. Todos vieron cómo se paró encima de la cintura de la mujer mientras la estructura era izada. Su cuerpo, el de él, pudo haber cabido en ese vientre.
Alrededor algunos curiosos lo observaban, asombrados por el tamaño de la figura que instalaban entre los edificios Camacol y la sede Central de Suramericana. Desde algún lugar, el presidente de la compañía, el doctor Molina, observaba satisfecho al ver realizado un sueño por el que debió sufrir un poco desde que se le metió en la cabeza que tenía que ser Arenas, y solo Arenas, el creador del monumento.
A Molina le costó convencerlo. Al principio, Arenas ni siquiera quería escucharlo. Se lo impedían sus ideales, dijo, su pensamiento político de izquierda, su incomodidad con la élite, sus diferencias con ese sistema que rechazaba y que tanto criticó. Molina, en cambio, le tenía reverencia a pesar de las marcadas diferencias sociales. En el fondo los unía la mirada sensible sobre el mundo. Invitaron a otros artistas a hacer sus propuestas, a Alejandro Obregón, a Salvador Arango y a Felisa Bursztyn, pero ninguno, a pesar de ser unas personalidades en el mundo del arte, logró cautivarlos. Entonces, un día de 1971, año en el que empezó a planearse el proyecto, Molina le soltó una frase que convenció al maestro: “Los artistas pertenecen a la humanidad”.
El maestro estaba marcado por su origen humilde, por la pobreza en la que creció en Fredonia, por los mil trabajos que tuvo tras volarse del seminario, mandando al traste el deseo de su familia de que fuera cura. Fue obrero, vendedor ambulante, pescador, ladrón, recolector de café, arriero, albañil… Más tarde, cuando eclosionó en él el espíritu creativo, empezó a tallar cabezas de perros, caballos y cristos, como le enseñó su papá.
Cuando hizo el boceto de la escultura para Suramerica, Arenas ya era un renombrado artista nacional. Monumentos como el Pantano de Vargas y Bolívar desnudo habían catapultado su fama. Desde entonces se distinguía por ese estilo que él mismo describía como “delirio poético”, y esa forma de exaltar la ingravidez con colosales estructuras que, a pesar de su peso, parecían livianas a los ojos. El artista estaba marcado por sus raíces campesinas, la experiencia religiosa, la visión de las montañas, las culturas aborígenes y griegas, y los años vividos en México junto a grandes monumentalistas que influenciaron su obra.
Construcción de la estructura del "holecoide" para la Escultura de la vida.
Sin embargo, a Molina el boceto le pareció espantoso y decidió esconderlo. Convenció a la junta directiva de realizar la obra describiéndoles el proyecto con sus propias palabras. Le creyeron y desembolsaron 285 mil pesos, presupuesto inicial que luego se multiplicaría casi diez veces, además del pago en especie que se le dio a Arenas: bronce y un estudio construido especialmente para él en el Centro Suramericana, donde el artista moldeó y fundió algunas de sus esculturas. Al ingeniero Jaime Muñoz Duque le tocó sufrir el resto, debía solucionar la instalación de la compleja figura helicoidal de 44 metros en voladizo con un solo apoyo en tierra. Tuvo que hacer “el cálculo más difícil que había hecho hasta entonces”, pues además de ser una estructura en espiral, había que equilibrar las proporciones en el desarrollo de las curvas.
El ingeniero diseñó modelos estructurales en secciones cortas. Una tarea tan comprometedora que envió los cálculos a Estados Unidos para que fueran revisados. El estudio concluyó que se debía reducir el peso de la última sección de la escultura, la que remata la obra, y dejar el sistema hidráulico de la fuente por fuera de la figura, no dentro del concreto mismo. Se necesitaron, además, sesenta kilómetros de varilla con un diámetro de centímetro y medio para un peso total de 975 toneladas.
Luego de diez meses de intenso trabajo, llegó el esperado momento. Se necesitó la grúa más potente que existía entonces para izar la última sección que remata el monumento, “el hombre que atrapa a las estrellas”. Ayudados de una cimbra lograron soldar al Prometeo. Entonces vino la prueba reina, cuando retiraron el andamiaje que sostenía la descomunal obra. En tierra, maestro, ingeniero, directivos y curiosos retenían la respiración. La escultura se quedó en su lugar, firme, hermosa, burlando la percepción de la gravedad, y entonces soltaron un suspiro que celebró el esfuerzo.
Las fuentes de agua se añadieron luego. Pocos se imaginan que bajo el estanque hay un sistema hidráulico de recirculación diseñado por la firma Caputi & Uribe Ltda. En esos 250 metros cúbicos de volumen, bordeado por un vallado de piedras halladas en la excavación del sitio, hay cuatro bombas de treinta caballos de potencia que impulsan 3500 litros de agua por minuto.
Escultura de la vida. León Francisco Ruiz, 1978.
A Arenas no le importaban esos datos que sí sorprendían, en cambio, al ingeniero. Arenas hubiera dicho que ese espejo de agua es el elemento vital, el origen, el reflejo de la esencia orgánica, hubiera dicho –y lo dijo- que esa fuente muestra “cómo crece y se expande la vida […] La vida se construye necesariamente de la muerte, en el vientre, en el agua, en los pechos y sobre las manos de la ternura”.
El 11 de julio de 1974, en un solmene evento, la compañía Suramericana inauguró la escultura y los jardines alrededor, un suceso que fue también la presentación oficial del edificio sede. Ese día le entregaron a Medellín un ambiente dialogante con la naturaleza, una arquitectura consciente del entorno, un nuevo símbolo de la vida. A Arenas le dieron una moción de agradecimiento por el monumento que desde entonces sería un atractivo de visita obligada para los turistas, un bien público para la ciudad.
Esa tarde en la que me quedé mirando el Monumento a la vida le habría dicho a Arenas que ver aquella escultura era mirar a América, pero la obviedad me hubiera dado un poco de vergüenza. Entonces, en la mirada del maestro habría leído algo más sincero, más preciso: es el ciclo de lo que somos, el pensamiento único, los opuestos que se complementan.
Él, con toda bondad y sapiencia, me habría respondido: “Es la búsqueda permanente de lo absoluto frente a la carencia suprema. Sin temor a equívocos, las montañas en las cuales nací me enseñaron la rotunda libertad de las nubes. En las montañas está toda mi vida y por ello he retornado a ellas en espera de las respuestas a los interrogantes sobre mi origen, mi errancia y mi delirio artístico…”.
Pero esa tarde estaba sola, alrededor de jardines con flora silvestre. Un celador rondaba vigilante, un perro olfateaba el suelo, oficinistas iban y venían de un edificio a otro. Miré el cielo nublado, hacia donde pareciera dirigirse la última figura del monumento, y pensé que en cualquier momento levantaría vuelo, abandonaría el estanque y alcanzaría las estrellas.