Ese gran cubo que ha sido la casa Suramericana

Aérea de Carlos E. Restrepo. Gabriel Carvajal, 1975.


Beatriz Osorio se perdió buscando el lugar donde tendría la única entrevista de trabajo de su vida. Era una muchacha de veinte años que no salía más allá de la acera de su casa. Lo penoso no fue llegar tarde, con el pelo revuelto tras correr por ese inmenso espacio lleno de árboles que rodeaban las altas torres; lo que a ella le dio vergüenza, lo cuenta 36 años después de aquel día, fue no haber tenido idea de lo que era Suramericana.

Cuando al fin encontró el edificio sede, ya sin aliento, abrió sus pequeños ojos para enfocar mejor semejante estructura, mientras se preguntaba, “¿pero dónde estoy, por Dios, qué es esto?”. Tres meses después empezaría a trabajar allí. “Y ya en un año cumplo la edad para jubilarme”, cuenta sentada en una silla de la biblioteca del edificio, ubicada en el nivel inferior, y adonde le gusta ir cuando quiere estar sola y concentrada. Supo pues que llegaba en un gran momento, en la década de los ochenta, cuando Suramericana ampliaba su horizonte consolidándose como grupo empresarial.

No era para menos que una dócil provinciana quedara impresionada con un edificio en forma de cubo que parece surgir entre la espesura de un pequeño bosque de árboles tropicales: palmas, corozos, búcaros, yarumos, acacias… un corredor natural para aves nativas y migratorias. Era apenas obvia su impresión al ver ese lugar rodeado de jardines con vallados de piedra y fuentes de agua donde nadaban —siguen nadando— felices peces que morirán de viejos.

Ese gran cubo que ha sido la casa Suramericana

Centro Suramericana en construcción. Al fondo, las torres del barrio Suramericana, 1972.


El edificio, se enteraría luego, fue construido durante los años setenta, concebido como un proceso casi escultórico gracias al esfuerzo de distintas mentes creativas que pusieron en su diseño la más fina estética. Impresionó a los vecinos, al ciudadano de a pie, a la misma junta directiva e incluso a ingenieros y arquitectos. Era —sigue siendo— la representación de una arquitectura autónoma.

Tres firmas (Arquitectura y Construcciones Ltda., Ingeniería y Construcciones Ltda., Fajardo Vélez y Cía. Ltda.), lideradas por el arquitecto Raúl Fajardo Moreno, dilucidaron un edificio de líneas rectas y horizontales, amplísimo aunque aparentemente chato, nada apabullante. Una propuesta inédita para la Medellín del momento. Crearon la expresión de la solidez y la fortaleza, inspirados en las propuestas urbanísticas de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna y, en particular, en los planteamientos del arquitecto suizo Le Corbusier.

Se trataba de lograr un equilibrio entre lo construido y el espacio alrededor; un espacio rodeado de naturaleza y para el gozo de peatones. La estructura se alzó con discreción. Mientras los grandes grupos empresariales del momento competían entre sí construyendo rascacielos, Suramericana decidió irse por otra senda, el suyo sería un edificio que impresionaría por sus propias cualidades. Su antagonismo significó un cambio de pensamiento incluso para los miembros de la junta directiva de la compañía. Se quedaron boquiabiertos cuando los ingenieros les explicaron el sistema estructural en postensado, en el que las vigas se instalarían como si se tratara de un puente.

Se sorprendieron cuando les dijeron que de los montones de ladrillos que se habían adelantado a comprar se utilizaría apenas una pequeña parte para el interior de los baños. Imperarían, en cambio, materiales como mármol, aluminio, vidrio, hormigón, concreto y el rudimentario basamento de piedra, usado para asentar el volumen del edificio y conseguir la continuidad entre los planos verticales del exterior con los jardines que le rodean. “Una arquitectura instalada en su sitio”, hubiera dicho Le Corbusier.

El mismo presidente de Suramericana, el doctor Molina, escribiría: “Este bloque en colores blancos, gris y ámbar es un nuevo símbolo de esta gran compañía que constituye un foco de avanzada en la arquitectura, en la planeación urbanística y en la recreación. Es representativo del cambio de los tiempos”.

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“¿Cómo así Manuel que estás trabajando en Suramericana, por Dios hijo bendito pero si esa es de las mejores empresas del país”, le dijo la mamá a Manuel Carvajal. “Sí, mamá, yo no le quise avisar antes porque no quería que se ilusionara y no saliera nada”, contó dos días después de haber empezado a trabajar como cobrador de seguros en Suramericana. “La primera vez que pasé por acá venía del Estadio, estaba haciendo ejercicio. Vi el edificio y a una gente afuera sentada en unas mesas, estaban en un silencio impresionante, me acerqué y vi que eran unas olimpiadas de ajedrez. Me dejó impresionado”.

Ese gran cubo que ha sido la casa Suramericana

Edificio Sede de la Compañía Suramericana de Seguros, 1968 - 1972.


Lo dejó impresionado ese hall donde hoy, 41 años después, sentado en el vallado de piedras, recuerda todo eso. Y que a los pocos meses de haber ingresado a Suramericana, cómo olvidarlo, fue ascendido de cobrador de seguros al área de contabilidad. “Ay pero cómo así, si llevaba tan pocos meses”. Sí, y por encima de quienes llevaban años. Tal vez fue por esa honestidad que transpiraba después de las largas carreras que se pegaba andando por el Centro con una carpeta bajo el brazo y que tras unas horas se llenaba con la plata que cobraba por los seguros de vida.

A Manuel le contaron días después de empezar en la sede central, donde tendría su propio cubículo, que fue a mediados del siglo XX cuando la compañía Suramericana de Seguros compró un globo de tierra de 64 mil metros cuadrados, al otro lado del río, en la Otra Banda, como le decían a ese sector al que se llegaba por el Puente de Colombia y en el que aún se veían vacas pastar. Le contaron que a los directivos les dijeron entonces que esa había sido una mala inversión. Que esos eran suelos cenagosos, un lugar en los extramuros con vecinos no gratos, malevos, pobres, invasores llegados del campo, y que alrededor pululaban las fábricas de jabones, curtimbres y muebles. Les dijeron que eso era un zancudero.

A pesar de los malos augurios, los directivos estaban convencidos, primero, de que allí construirían un proyecto de vivienda; fue después que planearon levantar en ese mismo lugar la nueva sede a pesar de que apenas llevaban un año en la de Carabobo con Colombia. Querían estar en un ambiente más natural y tranquilo, en un edificio que fuera acogedor, alejado del bullicioso agite del Centro. Querían crear —y lo crearon— un pequeño oasis en el que trabajar fuera placentero. “Trabajar en ese lugar es tan agradable, uno ni siente el peso de la jornada”, afirma Manuel. Desde que el Centro Suramericana era un anteproyecto urbanístico, un informe de la asamblea de inversionistas aseguró que “se trataba de una de las obras de embellecimiento y desarrollo urbano en vivienda y comercio más ambiciosas de las empresas de Colombia”. Una vez terminada la segunda torre de vivienda, en 1970, se empezó la planeación de la construcción del edificio sede, con diseños aprobados desde 1965.

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Centro Suramericana, vía deprimida. Horacío Gil, 1967..


Cuando excavaron el deprimido para hacer la calle subterránea que conectaría el sitio con la Avenida Regional, se hizo el socavón para el edificio sede con un área de 1910 metros cuadrados. Se dieron cuenta de que en algo tenían razón los que tanto criticaron. Era un terreno húmedo, muy húmedo, pues por allí alguna vez pasaron La Iguaná y La Hueso, quebradas famosas por su desbordado torrente en los días lluviosos.

Usaron una motobomba para extraer agua, pero a pesar de esos esfuerzos nada le quitó el alto nivel freático al suelo, suplicio para sus constructores y luego para quienes lo han ocupado. En épocas de lluvias, el deprimido y los niveles inferiores del edificio (parqueaderos, almacén, salones, teatro, biblioteca) se han llegado a inundar. Hubo épocas que tras la inundación llegaban niños y hasta los gamines a disfrutar de la fugaz piscina en la que se convertía el deprimido.

“Eso era impresionante. Una de esas veces se nos dañó toda la publicidad del año. Se perdió mucha cosa, yo ahí mismo me venía de la casa a sacar agua”, cuenta Manuel, que junto con más compañeros de la oficina, ayudados de baldes y traperas, se pasaban la jornada sacando lodo y agua del edificio.

“¡A uno le dolía cuando pasaba eso! Era como si se hubiera inundado la casa de uno”, dice Beatriz, quien también participaba de la tropa de ayudantes que se disponían siempre a rescatar la compañía del naufragio.

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Hace más de treinta años que Beatriz y Manuel son compañeros de trabajo, un par de los pocos empleados que quedan de aquellos tiempos, unos de los más antiguos de la compañía a la que llegaron cuando eran muy jóvenes, solteros y aprendices de una carrera profesional que hicieron en ese lugar. Solo con el paso de los días empezaron a descubrir los espacios que les aguardaba aquel edificio: entrepisos con recovecos silenciosos, salones tapizados, salitas de exquisitos y lujosos muebles, cuartos con invaluables pinturas, amplias oficinas, corredores llenos de los más finos y coquetos detalles que han hecho de la rutina laboral una experiencia sosegada a pesar del trajín que la compañía les ha exigido.

Todavía recuerdan cómo se disiparon los nervios la primera vez que cruzaron el vestíbulo. Ese espacio de 450 metros cuadrados les produjo una extraña calma, se sintieron bienvenidos. Tal vez fue por la luz natural que cae del techo a través de ese espacio abierto que forma un gran vacío en medio del edificio, y alrededor del cual se van ordenando los pisos. Al mirar hacia arriba descubrieron la estructura de concreto con un trazado geométrico, cubierta que, les contarían luego, fue diseñada especialmente por la compañía estadounidense Rohm and Hass.

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Y allí, en medio de ese ecléctico espacio que promulga amplitud y fluidez verían circular distintas exposiciones de renombrados artistas de la época, algunas de esas obras se quedarían en las paredes de la compañía, que con los años fue acopiando una colección que hace de sus pasillos, salas y corredores una envidiable galería permanente. Ese también sería espacio de subastas, asambleas, exhibiciones empresariales y fiestas “porque en eso sí la compañía no escatimaba. Ah, esas fiestas donde abundaba el licor y la música, esas fiestas como las del día de la secretaria o las de fin de año. Me acuerdo una vez que la fiesta se nos subió de tono y un directivo, enojado, nos dijo que teníamos que parar, pero éramos muchos y muy enfiestados, entonces nos fuimos para el hall y allá seguimos la rumba prohibida”, recuerda Manuel entre risas.

Por ese lugar han cruzado importantes personajes, dice Beatriz, que llegó a ver a los alcaldes y gobernantes del momento, a la esposa de un expresidente, y hasta a Juanes, el cantante de pop. “Vi a la crema y nata de la sociedad, y a veces me daba tristeza porque uno trabajando y allá abajo la gente en un coctel”.

Después del vestíbulo cruzaron las escalas fijándose en los lustrosos pasamanos en madera de guayacán que los condujo a los niveles superiores; al segundo piso, donde están las oficinas de los directivos, y donde hace cuatro décadas les dijeron, en sus respectivas entrevistas, que eran los trabajadores que buscaban: una secretaria bilingüe y un asistente técnico para contabilidad.

Beatriz, que recién se enteraba de lo que era Suramericana, no olvida cuando ese día le dijeron, “te vamos a pagar doce mil pesos”. “Ay, yo no podía creerlo, en el lugar que trabajaba antes me pagaban tres mil pesos. ¿Vos te podés imaginar? Era cuatro veces más. ¡Cuatro! Yo salí de allá brincando por toda la calle, la gente me miraba como esta está loca, yo no cabía de la dicha”.

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No se puede seguir de largo cuando se llega al segundo piso, la mirada se detiene ante el tríptico de Luis Caballero, ante la fuerza de sus trazos, la sensualidad y el misterio que ocultan sus torsos, y uno ahí, alelado, viendo esos tres fragmentos frente a la sala de la recepción, y en la mesa, para la espera, libros de fotografía, arte y cultura indígena. Uno vuelve la mirada a lado y lado y ve que en el corredor hay más cuadros, de Hernando Tejada, Dora Ramírez, Fredy Serna, Aníbal Gil, por mencionar algunos.

En ese piso están las oficinas de los directivos, las salas de juntas, la presidencia, y en los pisos superiores, las demás dependencias administrativas. En los años noventa construyeron el cuarto nivel, siguiendo el estilo del edificio, tanto así que cuando se ve de fuera uno apenas si se entera de que fue una planta anexada con el tiempo. En ese último piso hay más oficinas donde se ve, a través de los ventanales, jóvenes vestidos con trajes elegantes, metidos en sus cubículos, concentrados en las pantallas de sus computadores. Una nueva generación que hace parte del inagotable engranaje que sostiene a la poderosa compañía.

“Siempre he pensado que de uno depende hacer que su vida en cuatro paredes sea buena, regular o mala, para mí han sido cuatro paredes en las que he sido muy feliz”, dice Beatriz. Han sido felices y uno sabe que no es por quedar bien que lo dicen, en la mirada se les nota el orgullo. “A mí me decían, no te vas a quedar en una oficina, Manuel, metete en el mundo de las ventanas, pero no, yo preferí la goterita cada mes que el chorro y así voy a cumplir 41 años que me han traído mucha satisfacción y tranquilidad, yo sí puedo decir que acá tengo una segunda familia”, dice Manuel.

Han sido felices porque también ese ha sido un espacio para compartir con sus familias. Porque se encontraban los domingos, cuando sus hijos eran pequeños, para verlos correr y jugar por los corredores, esconderse entre los bambúes y buscar en las fuentes a peces plateados y naranjas. Ese gran cubo que ha sido la casa SuramericanaPorque asistían a los conciertos de música clásica en el teatro o a ver cine cuando allí funcionó el famoso Subterráneo, dirigido por Pacholo Espinal, que desde ese espacio promovió e inspiró la movida cultural de Medellín. Los traían también, a los hijos, a estudiar a la biblioteca o a comer en Salvatore, restaurante italiano que hubo en ese mismo piso. “Una de las sensaciones más emocionantes para mí era cuando cruzábamos por acá un fin de semana y mis hijos señalaban el edificio diciendo: allá trabaja mi mamá”.

Es probable que en un año ambos se hayan marchado de aquí. Entonces extrañar no significará querer volver a ese inmenso cubo de hormigón que ha sido su segunda casa. Extrañar será atesorar los recuerdos de los compañeros del trabajo y de las personas que habitan los lugares alrededor, gente que se fue instalando en la memoria de sus vidas. La señora de la panadería, las chicas de los jugos, el señor de los mangos; el restaurante, la droguería, la librería… “Ah, y esos días de quedarse aquí tomándose un gaseosita o un roncito, esos momentos que hacen más agradable la vida. Yo lo he disfrutado demasiado”, dice Beatriz.

Llegará el momento en el que dirán adiós, lo saben, como lo han oído de sus antiguos compañeros y directivos. Sucederá en ese inmenso vestíbulo, desde donde verán a sus compañeros y familiares asomados a los balcones de cada piso. Entre vítores y aplausos les darán las gracias, les desearán felices años de descanso; entonces una lluvia de bombas y serpentinas caerá sobre ellos, llenando ese gran vacío en el que han pasado más de la mitad de sus vidas viendo la luz natural de los días.

Ese gran cubo que ha sido la casa Suramericana


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