Autobiografía de la ciudad
Roberto Luis Jaramillo

Autobiografía de la cuidad

Plano topográfico de Medellín, 1906. Isidoro Silva, Joaquín Pinillos A. y Carlos Arturo Longas. Anexo al Primer Directorio General de Medellín.

 

En mi nueva sociedad republicana se ascendía o se bajaba de clase, y les pongo el caso del hijo de una pulpera de origen muy humilde. El hombre amasó un capital respetable a punta de buenos negocios, y venido a más desposó a una blanca; también quiso ser urbanizador para que yo me sintiera más crecida. Pues bien, este ciudadano compró mangas a lado y lado del camino nuevo o calle Ayacucho que subía a Rionegro, quebrada arriba; hizo tomas de agua, abrió calles, vendió lotes, construyó viviendas, puso a su barrio el nombre de Buenos Aires, que los tenía, y… quebró, se vino a menos, y murió de pesar. Tuvo un competidor más afortunado y curtido y mundano: el millonario Carlos C. Amador, dueño de la hacienda Miraflores y de todos los potreros que subían hasta la cumbre fría, los que urbanizó mediando avisos que decían: “Carlos C. Amador vende lotes… y ofrece la ventaja de suministrar a los que quieran edificar, la mayor parte de los materiales de su monte de Santaelena, como igualmente buenas aguas para el servicio interior”. Por esos días levantaron mi plano de 1875, justo cuando la prensa ospinista vaticinaba problemas de desempleo y estrechez en mi atractiva capital, males que aquejaban a otras ciudades, al decir que “reciben en su seno más habitantes de los que pueden contener, más negociantes de los que pueden comerciar, más artesanos de los que necesitan, más abogados que pleitos hay, más médicos que enfermos, más clérigos que almas, y más viciosos que puntos de solaz y de vagamundería…”, y aconsejar a muchos volver a los pueblos de los que habían llegado, donde había minas y campos y la vida era barata. No sé por qué hablaban así de mí, y a veces he pensado que era porque los ricos de apellido Vásquez, llegados del altiplano de Los Osos con todo su oro, habían entrado tarde al negocio urbanizador.

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Croquis del Distrito de Medellín, ca. 1925. Eduardo Rodríguez Vásquez. Colección particular.


Al ladito de Buenos Aires y de Miraflores se levantaron años después el barrio Loreto y, más adelante, al pie del morro, el muy faldudo de El Salvador, en el que se nota todavía que el ingenio se combinó con la estética. Tan atractiva fui por ese lado que pensaron levantar ahí la terminal del ferrocarril, y se hizo una plaza de mercado descubierta, la de Flórez, su contratista. Así nació mi Barrio de Oriente.

Terminada la Guerra de los Mil Días, todo lo mío cambiaría, y dejaría de ser un pueblo grande con tímidos citadinos, pueblerinos y campesinos. Hasta me hicieron un retrato, en directorio que me hizo Isidoro Silva. Para mi salud, en 1908 se trazó el plano para traer el agua entubada y limpia; fíjense cómo estaban de dispersos mis nuevos barrios, casi todos en la periferia. Además, la rectificación del río mejoró el barrio nuevo de Guayaquil, sus aguas corrieron veloces y se acabaron las lagunas, las ciénagas, los patos y los zancudos.

Al ingenio del ingeniero Jorge Rodríguez le avisé hacia dónde se levantarían nuevos barrios, entre Villa Nueva, el Carretero del Norte, El Chagualo y el río. Y se prolongaron, por obra y gracia de un egresado de la Escuela de Artes y Oficios, Manuel J. Álvarez Carrasquilla, comprador de grandes mangas y urbanizador de los de verdad. Mediante el sistema de ventas con seguro, levantó barrios para mis plebeyos urbanos, mi clase obrera y mis venidos a menos; me hizo crecer y me proyectó hasta bien al norte, al tiempo que se propuso darle a mi figura una nueva “orientación”, para que las viviendas de mis barrios proyectados recibieran mejor el sol, se ventilaran, transpiraran y no sé qué más, como se ve en mi retrato de 1912. En todo mi valle habitaban ya más de setenta mil personas, y en las agrupadas o dispersas 275 manzanas, bien o mal trazadas, vivían algo más de cincuenta mil súbditos. En esas se hicieron trámites para hacer de mi rico y retirado barrio industrial y obrero de Bello un municipio, la única porción de mi cuerpo político que me han mutilado en los últimos cien años. Y vuelvo con la idea de orientarme, que pueden ver aplicada en mis barrios Pérez Triana, Sevilla, Majalc y Campo Valdés. No pasó lo mismo con “el hilo” de mi hermoso barrio de Prado, que siguió la traza del vecino y un poco más antiguo de Villa Nueva.

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Medellín, 1944. Daniel Sánchez Grillo. Planoteca de Planeación Metropolitana.


Los nuevos barrios de Prado, Lovaina y Manrique me quedaron tan bien trazados y ventilados, que fueron apetecidos y demandados, en su orden, por los ricos de siempre, los nuevos ricos, los comerciantes y los profesionales. El de Lovaina –que se formó en el Alto del Caballo– fue vivido y bebido por los sedientos de aventuras y aprendizajes amatorios; en Manrique se radicaron blancos venidos a menos, parejas recién casadas y pueblerinos de modito, así como mercaderes, oficinistas, artistas y maestros.

En los últimos años del siglo XIX La Granja se llamó La América, y entre esta aglomeración con una calle –San Juan– y el caserío de Belén tuve un viejo camino poblado de casitas de buena o mala muerte. Muy buenas tierras, planas y bien irrigadas, fueron presa de una previsiva familia, la de los Arango, que estancaron sus mangas para industriales y urbanizadores. Y me tengo que remontar a unos años atrás, cuando un buen mozo de la villa –el mentado Carlos Coriolano Amador–, al contraer un ventajoso matrimonio (o patrimonio) con doña Lorenza Uribe, heredó, además de la mejor mina, la hacienda de Guayaquil; hizo muy buen negocio al urbanizarla y trazar una calle nueva en aquellos humedades, la de San Juan, y al comenzar a levantar un puente que comunicaba con la que bajaba desde La América. No les hago perder tiempo, sino que les digo, resumidamente, que a mediados del siglo XX, entre los caseríos de La América y Belén, y entre ambos y mi río principal, se trazó, urbanizó y levantó el barrio Laureles, y que en ello tuvieron que ver unos industriales de textiles, el artista e ingeniero Pedro Nel Gómez, un avezado ingeniero y empresario llamado Jorge Restrepo Uribe, una Cooperativa de Habitaciones, dos universidades (una católica y otra de empresarios liberales), el Instituto de Crédito Territorial –ICT– y muchas pequeñas empresas urbanizadoras.

Hasta 1950 fui una celebridad, una belleza de ciudad. Pero a partir de entonces se notaron los efectos de algunos descuidos en mi crecimiento: barrios que llegaban hasta los límites de mis municipios vecinos, e industrias y comercio y viviendas en una mixtura tal que fue preciso hacer unos exámenes con especialistas. También se me notaban los efectos de la violencia, pues recibí expulsados de pueblos de toda Antioquia, que se establecieron en colonias al lado de barrios nuevos y viejos, en algunos nuevos diseñados para ellos, y en otros conformados por ellos mismos a los que todavía no les decían “tugurios”.

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Plan Piloto de Medellín, 1950. Town Planning Associates, Nueva York.
Planoteca de Planeación Metropolitana.


Me acercaba a los 360 mil habitantes, y no se sabía si alcanzarían para todos los servicios que entonces ofrecía mi municipalidad con mis empresas públicas. Wiener y Sert, especializados en planeación urbana, vinieron a ayudar a mis médicos de cabecera y notaron lunares por todos lados: erosión en mis laderas, usos mixtos del suelo, un río que se desbordaba, barracas de mala muerte, desorden, desempleo, inseguridad. Me sentí fea porque me volví fea; adiós “tacita”, chao “eterna primavera”. Me aplicaron un lento y eficiente tratamiento de planeación. En las tierras ganadas al río se montarían industrias, y las oficinas que manejaban mis asuntos públicos se asentarían en los humedales de La Alpujarra. El estatal ICT y la privada Urbanizadora Nacional –junto con otras– me ayudaron a reconstruir mi robusto aspecto, pues casi toda la planicie y las laderas estaban a reventar, ocupadas por barrios y más barrios: los de Manrique se desbordaron, y por los lados del Charco del Mico, alrededor de un curioso castillo de guadua, se levantó el muy poblado barrio Castilla, y paro de contar por ese mi lado norte.

¿Cómo negar que he cambiado? En la antigua Otrabanda no queda ni el recuerdo de los pueblecitos de Aná, La América, Belén y Guayabal, y el caserío de El Poblado parece, de lejos, una Nueva York que ya se confunde con mi vieja Asomadera, con Envigado y con Sabaneta. Ya ni me acuerdo de los tiempos en que fui célebre por mi belleza, tan cantada por Codazzi, Gutiérrez González, un tal Lorita, Uribe Ángel y el viejo Carrasquilla, quienes decían que yo parecía, de lejos, una esmeralda. Con la intervención de mi río comenzaron a desaparecer mis meandros, charcos, lagunas, pantanos, quebradas, montes, barbechos, laderas y mangas; no mejoré de salud con las fábricas y los talleres, ni con los barrios, barriadas y tugurios que alteraron todo mi cuerpo hasta las lomas más elevadas. Mi recinto se desbordó, para bien o para mal. Los que me miran de lejos dicen que ya no me ven verde esmeralda, sino que tengo color guayaba.

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Panorámica de Medellín. Gabriel Carvajal, 1971.



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