Puente de Colombia. Paulo Emilio Restrepo, 1890.
Muchos años después, el cronista Eladio Gónima vecino del barrio y frecuente bañista del charco de San Benito (en terrenos de don Carlos Gaviria Castro) recordaba que:
El paso principal para los de la otra banda, quedaba al frente de la calle de la Alameda (Colombia) en cuyo punto era bastante explayado el río; pero cuando levantaba un poco su nivel no había para los pasantes remedio; y como era mucha la concurrencia de hombres y mujeres, el lector puede considerar el bonito y pintoresco cuadro que se desarrollaba a vista.
Cuando venían las grandes crecientes en el invierno, los muchachos hacían balsas, que cogidas con grandes rejos de punta y punta, facilitaban el paso por una pequeña cuota, y formaban tan bien esos aparatos, que nunca hubo desgracia alguna.
Y escribió también que:
Al otro lado del río, pocas cuadras de él, se asentaba el bonito pueblecito de San Ciro, más tarde Aná” y que las señoras de Medellín hacían romerías “ya por lo hermoso del paseo, ya por la fama de los milagros del santo. Estas señoras llegaban al río, se quitaban los zapatos, se alzaban sus ropas, y al agua; al otro lado se calzaban, y adelante.
Puente de Colombia. León Francisco Ruiz, 1971.
Cuando el general Tomás Cipriano de Mosquera era presidente de la Nueva Granada visitó la Provincia de Antioquia y llegó a Medellín, capital cantonal, el primero de septiembre de 1847, y un día, “Visitando el General los alrededores de la ciudad, manifestó su extrañeza de que el Aburrá no tuviese un solo puente; y como se le contestase que la obra era magna para los recursos del Tesoro provincial, él generosamente ofreció del Tesoro Nacional veinte mil pesos para el que debía construirse en la calle de Colombia…”
En la parte poblada de la ciudad se contaban hasta 9.000 habitantes, y en La Otra Banda 5.300 (3.400 en Belén y 1.900 en Aná). En efecto, se levantó el cuarto puente mediante contrato con el mecánico y carpintero renano Enrique Haeusler –tenido aquí por míster y su apellido pronunciado como Aila- quien diseñó su estructura colgante sobre tres estribos de cal y ladrillo. Mediante la obra, bautizada como Puente de Colombia, ya se comunicaba más cómodamente la ciudad con el occidente de la Provincia, y se redimían los de La Otra Banda.
De tal puente partían varios caminos: el de la derecha, que luego torcía hacia el poblado de Aná, subía al Cucaracho, a las “montañas de Robledo” y al sector del Picacho; el otro partía del actual Centro Suramericana, y de aquí giraba a la izquierda para llegar al Charco de La Peña, donde se partía en dos, uno para el Salado de Correa y San Cristóbal, y otro que se desviaba para Belén.
Adecuación de tierras
Con esta obra perdió importancia la antigua calle real de San Benito (hoy Boyacá) y la adquirió la vieja calle de La Alameda (hoy Colombia), pensada desde los tiempos coloniales.
El nuevo puente de Colombia daba paso al aumento de los negocios inmobiliarios en La Otra Banda. Por entonces algunos agricultores de allí quisieron tener casa poblada, como los Naranjo y los Gaviria, y se establecieron en San Benito, ya con figura de barrio. Unos vendieron su estancia y otros no. Así, doña Juana Ochoa, viuda del viejo monarquista don Rafael Naranjo, fue presionada por sus hijas para que pasara a San Benito y dejara la vida del campo.
La ocasión era propicia para uno de los millonarios de Medellín, don José María Uribe Restrepo, cuya madre era natural del Charco de La Peña. Uribe era el sobrino del doctor Félix José de Restrepo, y había nacido en Envigado, protegido por la sombra de un tío cura; agricultor en su juventud, fue uno de los perseguidos como cordobista de los años veinte; se dedicó al comercio, y por lo que logró acumular claudicó de sus viejos ideales democráticos.
Puente de Colombia. Gabriel Carvajal, 1965.
Se cambió de bando político y fundó ricas empresas mineras en Amalfi, Anorí y Titiribí; su fortuna fue de las más gruesas que se conocieron en la Nueva Granada; gobernador implacable e intolerante, fue capaz de contraer dos matrimonios con muchachas de La Otra Banda, y tuvo nada más que una hija, la rica heredera Lorenza Uribe, que ya es mucho decir, esposa del célebre empresario Carlos Coriolano Amador.
Uribe Restrepo sabía del valor del suelo urbano hacia el norte y, previsor como era, el mismo año que se estableciera la empresa minera de la “Sociedad del Zancudo” (1848), compró 20 cuadras de tierras en ambas bandas del río a la viuda e hija del Naranjo, unas en El Pantano y otras en La Otra Banda. ¿Cómo valorizarlas? En las del Pantano (que antes habían sido parte de los húmedos ejidos coloniales) fundó la Hacienda de Guayaquil. En las segundas, donde caían las aguas de La Picacha y La Iguaná, recuperó las tierras en las que había nacido su madre, y por ellas quiso cortar el río, lo que motivó varios pleitos que administró eficazmente su yerno Amador, quien se le midió a la rectificación del mismo, so pretexto de defender su Hacienda de Guayaquil, por entonces un valioso predio entre Carabobo, Maturín y el río.
Pero si las quebradas y zanjones hacían de las bandas del río unos humedales, los vecinos de Aná, en La Otra Banda, estaban preocupados por el comportamiento de La Iguaná. Malos previsores, desde 1865 habían comenzado a levantar trincheras de piedra, sacadas del mismo lecho. Por su parte, Coriolano Amador formó chiqueros y estacadas en la orilla derecha del río, para obligarlo a correr por su anterior cauce, al occidente (como ya se dijo, por las tierras de los Cadavid) ya que los trabajos de otras cortadas, como las hechas por los Vélez lo habían echado para “El Pantano de los Naranjo”. Eran inevitables las querellas y los pleitos entre colindantes dueños de aquellos cañaverales, cañaduzales y mangones tan prometedores, si se adecuaban para una posible urbanización. Tenían intereses allí antiguos dueños de estancias de nuevos compradores de mangas como los Mesa de don Nepomuceno, los Cadavid, casi todos los Gaviria, o los Montoya, los Vélez, José Domingo Garcés, y el señor Amador.
Amador se asesoró de abogados y de ingenieros para hacer sus cortadas en el río. Alegó que había ordenado tales obras para evitar “que las aguas se desborden más y más cada día, aneguen mi hacienda, se lleven la capa vegetal del terreno y lo esterilice cubriéndolo de piedra y arena.” Sus abogados alegaron que, gracias a los trabajos de Amador se habían protegido los predios de sus vecinos “y obras públicas como el Puente de Colombia”; y sus ingenieros conceptuaron que lo que el río hacía era arrastrar orillas y barrancas y que aquello “no era aluvión, precisamente.”
Los tradicionales labradores de La Otra Banda estaban interesados en recuperar las tierras que el río les inundaba, y los comerciantes, con otra mentalidad, invertían en la adecuación de terrenos para urbanizarlos en el futuro.
Puente de Colombia y Suramericana. León Francisco Ruiz, s.f.
*Fragmentos extraídos del libro La sede de Otrabanda, publicado por la Compañía Suramericana de Seguros S. A. en 2004.