El Banco en tres tomas
Anamaría Bedoya

El Banco en tres tomas

Los vidrios de las mesas redondas brillan como el lustroso cuero negro de la sillas vacías, al fondo sobresalen las estanterías llenas de libros. Gonzalo Rincón estira la mano para coger un libro, el lomo de cuero dice 1988. Lo abre al azar. Estamos en el centro de documentación del Banco de la República, hojeando el pasado financiero de Colombia como si abriéramos una apasionante novela.

“Vamos a ver bajo qué circunstancias naciste, quiero conseguirme un chisme que haya asustado a tu mamá y a tu papá, estos son chismes económicos, pero la gente no sabe la importancia que esto tiene… Clausura del simposio del mercado capital… a quién le va interesar ese chisme… Mirá, interesante, el PIB creció cuatro por ciento, muy buena tasa de interés, pero eso no debió asustarlos. No, no va a haber un chisme bacano. Fijate cómo el Banco va armando el conocimiento, lo va acumulando”, dice Gonzalo sin quitar sus ojos pequeños y vivaces de las páginas amarillentas. No encuentra nada que asuste, decepcionado, devuelve el libro al estante. “Acá hay también anuarios de otras partes del mundo, pero como todo ya es electrónico la mayoría de investigadores hacen sus consultas en la plataforma virtual, pero a este lugar siguen viniendo grupos como los que viste abajo en la EMI”.

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En el primer piso, a pocos pasos de la entrada principal, está la Exhibición Monetaria Interactiva (EMI), un recorrido con infografías, fotos y mapas que muestran los procesos financieros del país y el mundo. Al Banco, explica, le preocupa que la gente entienda esos temas básicos, qué es eso de extraer, producir, distribuir, consumir. Verbos que muchas veces terminan limitados a la aburrida sección económica del noticiero, que miramos mientras nos mandamos la cucharada de arroz a la boca, sin entender en qué nos afecta el incremento del precio del barril del petróleo, la emisión de muchos billetes, el descenso de la inflación; tragamos sin saber que de esos numeritos depende que podamos volver a comer el grano.

La EMI empieza contando cómo la crisis financiera posterior a las guerras civiles impulsó la fundación del Banco de la República en 1923, el país estaba en la ruina, la vida era exageradamente cara. La gente prefería guardar su platica bajo el colchón. Acá uno se entera cómo tras la creación del Banco la cosa cambió, se dio un auge económico, el café creció en producción y exportación y se convirtió en símbolo nacional. Edwin Keremmer, el money doctor, un distinguido economista gringo contratado por el gobierno nacional, fue el que dijo: “Ustedes deben ser sus propios banqueros”.

“Fijate en estos datos”, Gonzalo señala una gráfica que ilustra a un hombre y una mujer con sus espaldas pegadas a un metro. “En esa época, la estatura promedio de las mujeres era de 1.50, y la de los hombres era de 1.63. Y ahora ven acá”, avanza a lo largo de la sala, saltándose el resto de la exhibición, un compendio de cada década hasta nuestros días, donde se enumeran hitos históricos, desde la Gran Depresión, pasando por la convulsión política de los cincuenta, la crisis energética de los setenta, la deuda externa, las reformas financieras, la descentralización de los bancos, la Asamblea Constituyente... “Para el nuevo milenio, el promedio de estatura de los hombres es 1.70, y el de las mujeres, 1.58. Eso quiere decir que si un país crece económicamente impactará hasta la genética”.

Del centro de documentación pasamos a la colección filatélica, cuatrocientas mil estampillas que se han vuelto “un importante referente de conocimiento”, dice Gonzalo mirando a través del cristal que protege los exquisitos papelitos de colores que, con sus ilustraciones, dan cuenta, en el espacio donde apenas cabe la huella de un dedo, de un momento histórico. Fue con esta colección con la que se inauguró, en 1977, la sede cultural del Banco en Medellín.

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Al Banco, agrega Gonzalo, no solo le preocupa garantizar la estabilidad financiera del país, también se ha esmerado en rescatar, preservar y difundir el patrimonio. De ahí su extensa colección que comprende desde el arte colonial hasta las obras de múltiples artistas nacionales e internacionales de distintas épocas, piezas donadas por Fernando Botero, además de la red de bibliotecas, formada por veinte bibliotecas y cinco centros de documentación, donde los colombianos pueden acceder a más de dos millones de libros.

“Acá, verás, hay títulos de historia económica, política, de las culturas indígenas, del bicentenario, de artes, de música, de literatura, de museología, de investigación académica”, lo dice frente a un escaparate ubicado en el mismo pasillo de la exposición filatélica, donde se exhiben los libros del fondo editorial del Banco. “Fijate, ese es el famoso Boletín Bibliográfico”, su dedo, reflejado en el cristal, lo señala a él mismo, al hombre que más que un empleado bancario es un orgulloso anfitrión.

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Qué se iba a imaginar que iba a publicar algo en el reputado Boletín Bibliográfico, si para él eso eran grandes ligas, donde escribían los académicos a los que leía con voracidad. Qué iba a pensar Luis Fernando González, ahora sentado en una de las jardineras ubicadas en el exterior del Banco, que sus artículos sobre el Chocó, que él atesoraba en sus tiempos de universitario, iban a salir en dicho folletín. Qué días aquellos que había hasta para venir a cambiar dólares y sus tíos mineros llegaban de Marmato a venderle oro al Banco de la República.

Una hilera de viejos adormilados, sentados en la jardinera del lado suroriental del Banco, se han vuelto parte del paisaje en su diaria rutina de venir a mirar lo ene veces mirado: el Parque Berrío, donde a esta hora los músicos tienen las neuronas anisadas y bailan al ritmo de la música que se eleva por encima del silbido del metro que llega a la estación y de los impacientes pitazos del tráfico. Los buses botan sin piedad sus bocanadas de humo, que cae sobre las papitas fritas, el mango biche, los periódicos abiertos y los sombreros de los señores que llaman a las muchachas que pasean con sus termos tinteros buscando clientela. El Banco en tres tomas Esos viejos también vienen a mirar las fuentes apagadas del edificio del Banco y al hombre moreno que las limpia, a mirar hacia a la otra esquina, donde descuella vigilante “la Gorda” de Botero; a una mujer que espera sentada en el pedestal, bajo el pubis de la escultura que muestra sus nalgas al imponente edificio, ese que de lejos parece una masa gris y chata. Una gran torta con un centro oscuro desde donde miran a los que ahora miramos, a ese edificio terminado de construir en 1974, símbolo de la renovación urbanística que cambió la cara del siglo XX y dejó atrás los vestigios de la colina.

“En esa época Medellín parecía un campo de batalla”, cuenta Luis Fernando, pues en esos años ampliaron y abrieron nuevas calles, que conectaron los polos de la ciudad. Los arquitectos del banco, liderados por Álvaro Cárdenas, “concibieron un proyecto que se inserta con el espacio público, dándole dignidad al Parque de Berrío que estaba muy deteriorado. La idea inicial proponía una plaza totalmente aséptica, una loza grande y continua, suprimiendo (la calle) Colombia”. Pero por diferencias con el Municipio, por presupuesto, no se hizo igual a como lo imaginaron, en lugar de la gran plaza quedaron las dos fuentes. Para su construcción, que ocupó toda una manzana, se tumbaron las últimas casonas coloniales de bahareque y balcón corrido que quedaban.

Luis Fernando se levanta y camina hacia la esquina de Colombia con Palacé, su figura larga y trigueña se detiene a mirar desde allí lo que mis ojos reducen a un impresionante cúmulo de granito y mármol. “Entonces, mire el edificio allá, ¿si ve la torre?, es muy bonito porque en el sentido de arquitectura moderna te hace creer que no es tan alta, pero ese retiro busca que no apabulle como ocurre con los otros edificios. Es una relación exitosa entre lo público y lo privado, como ocurre en el primer piso, un lugar abierto, penetrable. Esto es arquitectura racionalista. Un primer piso levantado. Plataformas que generan ese espacio de integración con la ciudad, esa relación es una cosa discreta que usted no ve”.

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La que sí vio clarito fue la mamá de Francisco Peláez, seducida por el colosal, vio incluso la oportunidad de un empleo para su hijo, un muchacho de dieciocho años al que le había llegado la hora de empezar a trabajar. Ella, en vez de coger el bus para La Floresta, cruzó la calle y fue tanto su ímpetu que llegó hasta la oficina del subgerente administrativo. Dígale a su hijo que traiga la hoja de vida, le respondieron.

“Recuerdo los tapetes rojos, muy imponentes, y la escalera de caracol en madera para subir a las oficinas. Uno con harta inexperiencia entrar a estos edificios fue algo supremamente bonito”, dice Francisco, el hijo, 32 años después, sentado en la mesa de reuniones de la oficina de Gonzalo. Empezó como patinador, luego pasó a ser auxiliar de cambios internacionales, fue coordinador de protección y ahora es el jefe de tesorería en la sucursal.

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Durante estos años ha sido testigo de las transformaciones del sector, desde la sufrida construcción del metro hasta cuando en inmensas cajas, y luego de un viaje en barco desde Italia, llegó la escultura de Botero. “Ver a todo el pueblo esperando alrededor a que quitaran esas cajas a ver qué era lo que traían”, dice.

Ver al Torso de mujer instalarse en esa equina para convertirse en ícono de encuentro, como dijo un cronista de esta ciudad, “en la Gorda empiezan todas la direcciones”. Pero lo que más recuerda “es cuando llegaba el helicóptero con el oro. Dos o tres veces al día lo traían de las agencias y aterrizaban en ese helipuerto”, señala por la ventana la terraza de la torre contigua, donde aún se ve un gran cuadrado verde que indicaba el aterrizaje. “Era muy gracioso porque la gente era pendiente de la llegada del helicóptero, y este, con toda la fuerza de las hélices, levantaba el agua de las fuentes y mojaba a los curiosos”, cuenta. Gonzalo y él se ríen y sorben café amargo en tazas de porcelana con el grabado de La Marianne.

Les pregunto si se imaginan al Banco en un lugar distinto, lejos del populoso corazón de Medellín, como lo han hecho ya algunos banqueros privados. “No creo, es que esto para mí es un patrimonio, una flor para la zona, es un sitio de encuentro, es un vivir”, dice Francisco, como si quisiera quitarme esa idea de la cabeza, esa desoladora imagen. Y Gonzalo lo apoya: “La institucionalidad como edificio está acá, a veces quisiéramos que la gente se identificara más con el Banco y su oferta cultural. Uno les dice, ¿sabés dónde queda el Banco? ¿Cuál? Pues donde está la Gorda. Ah, claro… donde voy a cambiar los billetes y las monedas… Pero el día en el que, digamos, un robot venga y levante el edificio, ahí sí la ciudad levanta el grito. Cómo así, nuestro edificio, nuestro símbolo”, otra vez la risa, otro sorbo de café.

Ya casi es medio día, a través de los ventanales vemos las bandadas de periquitos que llegan a las copas de los árboles del Parque Berrío, a la gente, a escala diminuta, caminando presurosa, a los carros y motos esperando el cambio de semáforos, al metro que sale de la estación hacia el norte, a los vagones que pasan junto a un gran mural, donde una pareja de gordos bailan; por encima de ellos vemos terrazas, viejos tejados, más palmeras, y al fondo, las laderas del valle.

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