Personaje de la película Bajo el cielo antioqueño. Daniel A. Mesa, 1925.
Con la cabeza agachada, eran llevados bruscamente dos reclusos jóvenes al patio de castigo: ese del que ninguno volvía siendo el mismo. De repente giraron y se enfrentaron a los guardias; otros presos se sumaron y el caos se apoderó del penal. Los funcionarios controlaron la situación con gases lacrimógenos, sin embargo no hubo prudencia: El Correo titularía al día siguiente Motín en La Ladera. Gonzalo Arango más tarde escribiría sobre ese patio tan temido: “La Ladera es un infierno amurallado de cemento, con el cielo encima… el patio tercero era el antro de los criminales más tenebrosos del hampa urbana… Las cadenas del P3 reclinaron con su estrépito de moho, se abrió el infierno, y entré en él, ahora sí definitivamente. A partir de ese momento yo valía lo que tenía en el bolsillo: 40 centavos”.
Los cimientos de la justicia
Para 1921, sobre lo que ahora es la calle 59 con carrera 35, se construyó la Cárcel Celular de Varones La Ladera. El edificio se le encargó a Agustín Goovaerts, y Julio Viano fue su primer director. Albergó a los delincuentes de la ciudad durante muchos años y contribuyó significativamente a la construcción e identidad del sector.
En 1972, según un documento de la Alcaldía, la cárcel estaba dividida en diez patios, entre ellos el de los delincuentes más jóvenes: de quince a dieciocho años; había otro para los que entraban por primera vez y para los disciplinados, de los que Gonzalo Arango dijo: “Los presos de piel lechosa. Afeitados y limpios, tomaban el sol tirados en la hierba, o leían los diarios. Ni tumulto ni zozobra, apenas el lento y monótono aburrimiento de una comodidad burguesa sin porvenir”. El séptimo patio fue definido por la Alcaldía como “exclusivo para los detenidos homosexuales, ya que por su anormalidad no es conveniente mezclarlos en los patios diferentes con el resto de los reclusos”. El patio más temido era La Guayana, conocido como El callejón de la muerte; allí estaban los hombres más peligrosos, los que ni siquiera podían asistir a la misa por cuestiones de seguridad del personal. Los reclusos de La Guayana no podían leer, ni escuchar radio, ni fumar, y mucho menos recibir visitas.
Algunos vecinos cuentan que pasar por La Ladera era como pasar por el infierno. Al miedo que provocaban los reclusos se sumaban los gemidos de dolor que llegaban hasta las casas vecinas, a causa de los castigos y torturas. Sólo hasta el 2 de abril de 1969, la prensa trajo mejores noticias sobre el trato a los cautivos: “Ha cambiado considerablemente, pues los castigos inhumanos y excesivos desaparecieron por completo, gracias a la medida de aislamiento”.
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Cárcel de Varones La Ladera. Digar, 1956.
La cárcel contaba con fábricas de zapatos, escobas y muebles, además de espacios para artesanía, ebanistería e industria de colchones y plástico, todo con el fin de que los reclusos estuvieran ocupados y pudieran ayudar con algo de dinero a sus familias. Y lo cierto es que al ser liberados, muchos seguían con el oficio aprendido en la cárcel. Uno de ellos abrió el almacén de zapatos La Ladera, en la Avenida Primero de Mayo; pronto tuvo que cerrar por malentendidos con el nombre.
Y también había tiempo para la cultura: el grupo de artes escénicas, por ejemplo, montó en el año 72 la representación de la Semana Santa, una de las obras que más dio de qué hablar. Y se recuerda que Toñilas, uno de esos famosos bandidos que como el Mono Trejos, Raúl Loaiza, Calzones y Tirofijo pasaron largas temporadas en La Ladera, les leía diariamente a los presos.
Las visitas estaban limitadas a los miércoles, sábados y domingos, entre las ocho de la mañana y las cuatro de la tarde; la Curia protestó contra el permiso para las relaciones sexuales, pero finalmente este reclamo no tuvo trascendencia. Los presos podían salir por unas horas como premio por su buen comportamiento, y entonces se ocupaban principalmente en las huertas cercanas, sembrando tomates, cebollas, yucas y café, y también colaboraban en la edificación de las casas vecinas, pues el sector empezaba a poblarse. Sí, algunos aprovechaban para escaparse y se les veía correr tras lo matorrales, pero la mayoría honró el nombre de La Ladera cargando bultos de cemento, llevando y trayendo herramientas, ayudando en la construcción de ese que ahora también era su barrio.
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La cárcel tenía capacidad para 2.500 personas, pero para 1965 los reclusos ya pasaban de 7.000. Luz Edith, una vecina, cuenta que el lugar era inhabitable y que enturbiaba al barrio entero. La Cárcel funcionó allí hasta 1976, debido a la sobrepoblación y a que el edificio empezó a presentar problemas de humedad, lo que hacía que los reclusos se ingeniaran formas diferentes de escape; la más popular era cavar túneles con cucharas soperas y saloir a los platanales y tomateras aledaños. Se trasladó al Centro Penitenciario de Bellavista y la mudanza fue todo un acontecimiento para el barrio: Alrededor de 1.500 hombres de la policía, el ejército, el DAS, Seguridad y Control, y otros cuerpos ayudaron con el trasteo, y entre las 6 de la tarde del 30 de enero y y las 6 de la mañana del primero de febrero, los reclusos fueron transportados en lo que apareciera, desde buses hasta camiones de basura que ellos mismos debieron lavar antes de embarcarse. de la cárcel. En las celdas quedaron muchas revistas, periódicos, retratos de seres queridos, cartas, diarios, apuntes.
Algunos vecinos detallan que ese día no hubo ventana o puerta cerrada, que todo el barrio salió como si asistiera a un desfile; unos miraban con tranquilidad, aliviados de ya no tener cerca ese centro del terror, otros escondidos tras las cortinas simulaban indiferencia o miraban atentos la piel de los reclusos para verificar los rumores de torturas. Finalmente todos, como fuera, se asomaron a despedirse.
El 9 de julio del 72, El Correo publicó una anécdota: cuando llegó el final de la jornada, los funcionarios hicieron la cuenta de los reclusos y faltaba uno: Tuberquia, uno de los más antiguos, de 70 años, el mismo que salía y entraba como si fuera su casa. Patio por patio hicieron de nuevo el conteo y no aparecía. Como última esperanza, los encargados llamaron por teléfono a Bellavista y rieron con la respuesta: “¿Tuberquia? Claro que está aquí, ya armó cambuche en la enfermería”.
Rejas por libros y balones
La estructura imponente de la cárcel quedó desalojada. Varillas y trozos de cemento fueron robados, y sólo quedaron los arcos de la entrada principal. El lugar estaba en ruinas y el barrio presentaba índices altos de criminalidad: se formaron pequeñas bandas que más adelante crecieron uniéndose al paramilitarismo. En 1994 se removieron las ruinas y se construyó un parque deportivo con piscina. El deporte se apoderó del barrio: niños, jóvenes y adultos llegaban a ejercitarse o a entretenerse con los campeonatos. Los vecinos empezaron a frecuentar el lugar, a hacerlo suyo, a no tenerle miedo.
En el 2004 se aprobó el Plan Maestro para los Servicios Bibliotecarios en Medellín, en el que se proponía la creación de bibliotecas como centros de desarrollo comunitario. En el 2007 se inauguró el Parque Biblioteca León de Greiff, en La Ladera, justo sobre el lugar en el que quedaba el casino de los guardias de la cárcel. El Parque Biblioteca ofrece talleres para reconstruir la memoria de los sectores de Medellín, para aprender a escribir, para leer y compartir historias. Se creó como punto de convergencia para los vecinos de las comunas cercanas, como un lugar para el conocimiento y la recreación. Con los años este espacio logró, sobre todo, transformarse en un centro para aprender a querer su lugar.
Hoy todos suben con calma esas escaleras que hace años daban a la gran puerta de la cárcel. Llegan entonces a unas canchas de fútbol en las que cada tanto hacen torneos. Como sólo hay una tienda, los niños se amontonan y se recuestan en la estructura metálica que dice Postobón para pedir papitas, Gatorade. La tienda es de Juan Pablo, un hombre canoso que trabaja allí desde el 2000. Dice, contento, que el sector cambió mucho, que ahora está dedicado al deporte, que el Parque Biblioteca hizo que el lugar se volviera familiar, que la gente perdiera miedo, hiciera amigos: “Para mí este lugar se exorcizó… todavía por ahí pasan cositas, pero no como antes”. Juan Pablo cuenta que hubo una época en la que los estudiantes de la Universidad de Antioquia y la Bolivariana llegaban a su tienda a preguntarle sobre la cárcel, sobre esos escapes, sobre las supuestas torturas. A él le daba pena no saber qué contestar y entonces empezó a investigar. Está asesorado por un poeta de la región y piensa sacar un libro de crónicas sobre los reclusos: “A mí no se me da fácil escribir. Yo voy y hablo con los indigentes y ya me han contado muchas cosas. Ya está todo, falta organizarlo pa que quede bonito, en eso me ayuda el poeta”.
Alrededor de las cinco de la tarde salen viejos y jóvenes del Parque Biblioteca, caminan charlando sobre el próximo encuentro, llevando en sus manos folletos, fotos y galletas envueltas en servilletas. Juan Pablo mientras tanto se prepara para recibir a los niños que salen de clase de natación, y mientras despacha chocolatinas y cambia billetes, rondan en su cabeza las historias de hace años, lo que pasó ahí mismo donde él está ahora. Entonces sale, se sienta en la silla de concreto que hay al lado y suelta un suspiro corto. Sobre la cancha en la que más tarde habrá niños corriendo da una sombra grande y poderosa: todavía quedan restos de la cárcel por ahí, vigas acabadas, muros. Los retazos que hacen que La Ladera conserve lo que fue, eso a lo que sobrevivió triunfante, volviéndose un centro para la cultura y el deporte, y como dijo Juan Pablo, sobre todo para la amistad.