En el Parque de Berrío hay una mujer que colecciona lamentos y soledades risueñas. Sin embargo, nunca llora
Hay un pedazo de bronce en alguna parte de Pietrasanta en Italia, junto a él un hombre que arma y desarma en su cabeza la idea de la belleza. Empieza a pulir unas piernas hinchadas que van apenas desde las rodillas y que, conforme suben hacia el tronco se hacen más y más anchas. La cadera casi ni se percibe porque encima cuelga una barriga imponente. Las nalgas, desmesuradas, sugieren el movimiento de la piel cuando sobra. La vagina es apenas un cruce de líneas. Los senos pequeños y templados sostienen los pezones como canicas a punto de caer.
En los ochenta Medellín iniciaba el tiempo de las pequeñas guerras, que diez años más tarde dejarían cerca de 20.000 víctimas; entraba en el rango de homicidios más alto del país. Se formaban grupos para hacer daños, y el movimiento de las drogas era evidente. La ciudad medio adormecida, todavía tenía la jocosidad infantil de cualquiera que no sabe lo que viene. Hay un testigo que carga junto con los hombres el paso del tiempo y anuncia lo que no aparece en las cifras: el arte. Mientras todo eso ocurría, a la ciudad llegó el boom artístico del conceptualismo (que se juzgó como la vanguardia innovadora de la ciudad); empezaron a circular revistas especializadas en pintura, arquitectura y música; se consolidaron el rock y el metal como géneros icónicos; la facultad de artes de la Universidad Nacional ya llevaba cuatro años de funcionamiento, y la promoción cultural creció con la creación de bibliotecas y proyectos de lectura.
La ciudad tenía —entre tantos— un ídolo: el pintor y escultor Fernando Botero, que iniciaba una serie de exposiciones por Dubái, Berlín, Múnich y Nápoles. Sus obras ya estaban expuestas en las plazas y avenidas más famosas del mundo: la Rambla del Raval de Barcelona, la Gran Avenida de Nueva York, la Plaza del Comercio de Lisboa, Campos Elíseos en París, la Plaza de la Señoría en Florencia, frente al Palacio de Bellas Artes en Ciudad de México, y hasta en las Pirámides de Egipto. Botero se inclinó desde sus inicios por la técnica del arte figurativo: formas realistas y vívidas; y el estilo innegable del costumbrismo, además de tener definido su gusto por el volumen. Cuando la crítica de arte Ana María Escallón le preguntó en una entrevista por su primer recuerdo de infancia dijo con seriedad que estaba sentado en un andén, mirando fijamente una cáscara de banano en el piso: lo cotidiano, lo de por ahí, es lo que movió y lo que mueve las manos de Botero.
La prensa local alardeaba del éxito del artista y de sus raíces antioqueñas, y Medellín se desbordó de emoción cuando se hizo el anuncio de que la ciudad tendría por fin en sus calles una de sus obras en bronce: Torso femenino. La escultura viajó durante dos meses desde Italia a Cartagena en barco, y esperó en la bodega del puerto hasta que solucionaran papeleos de aduana. El quince de septiembre de 1986, cuarenta y ocho horas después de la llegada de Torso al puerto, se haría la inauguración oficial; la escultura estaría ubicada en la Calle Colombia, entre el Parque de Berrío y el Banco de la República. Esa mañana hubo discursos políticos y lecturas para homenajear el monumento, y el alcalde William Jaramillo Gómez condecoró a Botero con el Mérito cultural Porfirio Barba Jacob.
En el radioperiódico Clarín hicieron énfasis en la elaboración de la obra: “El proceso consiste en dejar en un horno por quince días la cera con el molde de la estatua y luego se funde en bronce”. Botero además estuvo allí todo el tiempo, asegurando con su presencia y mirada inquieta la delicadeza de las manos que la instalaran. La escultura mide 2.48mts (sin incluir el pedestal), 1.76mts de ancho, tiene 1.7mts de profundidad y pesa 250 kilos. Antes de que dejaran caer las sábanas blancas que la cubrían ya tenía otro nombre, los asistentes al evento —que no fueron pocos— susurraban entre sonrisas endiabladas: La Gorda.
Se ubicó a baja altura para que la gente interactuara con ella. El día de la instalación Botero dijo a la prensa que el arte era una forma de excitación: la música a los oídos, la pintura a la vista y la escultura —refiriéndose a su Gorda— se hizo para excitar el tacto. En el centro de la ciudad nacía uno de los grandes legados de arte del país: “Creo que en Colombia la escultura, en realidad, nunca ha existido. Espero crear esa escultura colombiana. Aquí ha habido una serie de cosas decorativas, pero no algo que tenga raíces”. La Gorda había llegado entonces, al lugar en el que nació.
El día en que se inauguró la obra se hizo todo lo posible por mantener el glamour, sin embargo La Gorda no venía a un país elegante y pomposo, tampoco a una ciudad cuadriculada y mucho menos a un sector discreto de la ciudad; mientras se preparaba todo para la presentación oficial se escuchaban desde lejos los silbidos y piropos excesivos dando la bienvenida a la que ahora sería la mujer oficial del centro. Tampoco se hicieron esperar los detalles que la harían sentir como en casa, inaugurada con torpeza. El error fue encantador y para lamento de algunos, se solucionó de inmediato: mientras una máquina con lazos gruesos la dejaba descender delicadamente hasta tocar el pedestal, varios hombres la ubicaban en el centro con cuidado. Por fin los 250 kilos habían tocado tierra firme, ya se empezaban a escuchar aplausos y los fotógrafos caían sobre ella como un aguacero. Los hombres que apoyaron la instalación se limpiaban el sudor de la frente y tomaban distancia para revisar que todo estuviera en orden, y no: La Gorda estaba al revés, dándole la espalda corpulenta y las nalgas desvergonzadas al Parque de Berrío.
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Luis Alfredo es un hombre calvo de mirada brusca, es caleño y vino a Medellín hace once años a vender cartillas para colorear; le toca cambiar de lugar de trabajo cada tanto porque la gente lo empieza a ver mucho por ahí y dejan de comprarle. Ahora trabaja en el Parque de Berrío y me contó una historia: “Ese muchacho ya no volvió ¿será que se murió?, —se detiene un momento y continúa con dejo— él estaba muy metido en las drogas y era muy flaco, quién sabe qué le pasó. Bueno, él se hacía por las tardes allá al lado de La Gorda y abría un cuaderno y se quedaba hablando solo, como un bobo. Yo no me aguanté y un día le pregunté, me contestó que le estaba leyendo poemas y ahí mismo se fue”. Luis Alfredo me mira con gesto insatisfecho, como si esa no hubiese sido una respuesta.
Hoy el ruido del metro le pasa por encima a La Gorda y se ha vuelto parte del paisaje, sin embargo sigue siendo la matrona del sector. El antropólogo Diego Andrés Ríos dijo: “Más allá de que comprendamos la expresión estética del artista, esa figura nos ubicó a nosotros nuevamente en el centro de nuestra ciudad”. Pues se ha convertido en uno de los puntos de referencia más importantes de Medellín, “Nos vemos en La Gorda”, “Lo espero en La Gorda”, “Llegue a La Gorda y de ahí le explico cómo se va”, “Ve hasta La Gorda y de ahí subís derecho”, “Yo iba pasando por La Gorda cuando…”. Es el lugar en el que se cobran platas, en el que se sientan las mamás a comer mango biche mientras sus hijos corren, en el que se ponen cita los enamorados, en el que se recuesta el señor de los dulces a contar las ganancias y en el que se amanecen los solitarios ebrios con ganas de mirar a una mujer.
Don Ricardo tiene unos sesenta años y las manos se le ven frágiles como cáscaras de huevo, vende guarapo en el Parque de Berrío hace cinco años, cuenta que en agosto del año pasado llegó un extranjero a tomarse fotos con La Gorda, lo acompañaba un colombiano y este no dudó en animarlo a que le tocara las nalgas, el extranjero sonrojado y con una risita le mandó la mano a La Gorda “¿ah?”, don Ricardo me mira con un gesto serio y negando con la cabeza. La Gorda es la novia del parque.
Ana María Escallón también le preguntó a Botero por la belleza: “Para mí, dentro de mi mente deformada, mi trabajo es bello. Pienso que la belleza fue una preocupación tradicional. Y me interesa lo tradicional, entre otras cosas porque es una posición desde la cual uno se puede equivocar menos, asumiendo la experiencia de muchos siglos. Pero en términos concretos el arte se creó para producir placer, no para disturbar. Da placer el sólo deseo de hacer una cosa estéticamente bella. Y la belleza tradicional es muy exigente”. La Gorda encierra la historia de la belleza del centro de Medellín: los brazos y pies ausentes y el rostro que no hace falta, el cuerpo despampanante que se exhibe cual trofeo, recordándole al que pase que hay que quitarse todo eso que está encima, que estorba.
En septiembre de 2016, esa mujer que colecciona lamentos cumplió treinta años de asistir a riñas, piñatas e insultos; de presenciar estafas y atracos; de escuchar a los que se giran para decir con ceño fruncido: Dios la bendiga mor. De chismosear los bailes del parque desbordantes de energía y de pueblo; de que algún hombre con gesto de superioridad —y con toda la razón— se le siente entre las piernas. Treinta años de ver cómo ni siquiera el azote de la modernidad ha hecho que su sector deje de ser una caldera de emociones, un vaivén de oficios que se resisten al afán.
Entre el montón de gente y el ruido incesable, hay cosas de las que sólo La Gorda pudo ser testigo: del insulto entre dientes de Luis Alfredo a una clienta, de la mirada asqueada de una señora pinchada al tipo con el costal al hombro, o de la angustia de don Ricardo, que de pronto un día se sentó a llorar en las escaleras del metro porque no le alcanzó para pagar el arriendo. Del montón de gente que tiene su vida hecha en ese pedazo de la ciudad y que, como diría ese muchacho flaco que no volvieron a ver: no han entendido que allá hay una mujer que escucha cuando le leen poemas.