“La Bastilla fue una especie de compendio del Medellín de ese entonces. No hay escritor, periodista, profesor, pintor, bohemio, político, negociante, capitalista, burócrata, desharrapado recién venido de alguna parte que no hubiera instalado en los salones bastilleros su taller de frases o su charla multicolor”.
Ernesto González
Un olor a sopa y carne frita, a albóndiga condimentada, a chirrinchi, a alcohol antiséptico, a caca, miaos, grajo, tabaco, marihuana; hay un efluvio intenso de café recién molido, cerveza, hamburguesa, loción barata, medicamentos; un aroma de pandequeso y empanada, límpido, colbón y libro viejo. Y hay un barullo que no se apaga hasta tarde en la noche, de conversaciones cotidianas, de gente pidiendo rebaja o preguntando dónde queda tal cosa, de carros bajando por la avenida, de música tropical, ranchera, vallenatos; de corrillos de apostadores en los garitos, del canto de un vendedor ambulante vestido con un pulcro delantal blanco que se pasea entre la diversidad de locales ofreciendo salchichón con arepa y limón.
A lo largo de los dos tramos peatonales que componen el pasaje, los árboles prestan su sombra a quienes cruzan, habitan o visitan: a los viejitos que pasan la borrachera tirados en la acera, al vendedor de elepés, a los pelados azarosos que examinan a los que pasan, a los señores que leen la prensa sentados en las mesas afuera de los bares o cafés, a los lustrabotas, a los oficinistas que salen y entran de los edificios construidos a mediados de siglo pasado, a las muchachas apretadas en vestidos muy cortos que trabajan de meseras en los garitos, donde manda el dado y la ruleta; a los loteros y sus tenderetes tapizados con papelitos multicolor, a los vendedores callejeros de libros que se lanzan sobre los peatones repitiendo la misma pregunta, a las señoras que salen cargadas de paquetes del ChinaTown, con un regocijo soberbio y efímero.
Y hay, en ese galimatías cotidiano, dos hombres (uno en cada callejuela) que esperan pacientemente a que les llegue la suerte. Uno, para beber whiskies esta noche, sentado frente al televisor, y el otro, para comprar comida y llevarla a casa. Los dos son viejos y se ven cansados, los dos hablan de sí mismos como si escupieran pepas de un fruto vinagre.
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Venta ambulante de libros. Gabriel Carvajal, ca. 1950.
Eduardo espera sereno y sobrio sentado a la mesa —la columna recta— frente al televisor donde trasmiten la cuarta carrera de caballos de Turf Paradise de Arizona, Estados Unidos. El local es un sitio larguirucho y mal iluminado, rescoldo de un espacio que antes era el triple de su tamaño y que durante años ha sido sede de apostadores hípicos. Lleva las uñas cuidadosamente limadas y pintadas con barniz transparente, el pelo teñido de un rojo casi negro.
Explica, con esa paciencia que le dejaron más de treinta años en la docencia, distintos tipos de apuesta: que la exacta, que la quiniela, que el 5 y 6…, la que él más jugaba cuando en Colombia la hípica estaba en flor y en Bogotá existían el hipódromo de Los Andes y el de Techo. “Yo soy santandereano, de Cúcuta. Soy ingeniero químico de la UIS y me vine aquí a trabajar como profesor de la UdeA. Ya me pensioné. En ese tiempo la gente se jubilaba a los cincuenta. Cuando estaba estudiando, a un paisa, esposo de una hermana, le encantaban los caballos. Él se compraba las revistas especializadas y estudiaba cada carrera y el tipo de animal, conocía mucho de la historia genética de los caballos. Yo nunca he llegado a ese nivel. Cuando llegué acá empecé a jugar el 5 y 6, eso fue por allá en 1969”.
Mientras tanto, en la parte delantera del lugar unos tipos toman cerveza y conversan, frente a la barra, sentados ante dos de cuatro computadores puestos en cubículos separados, un par de muchachos analizan unas tablas que, según me explicarán luego, son la plataforma virtual en la que siguen los resultados de los partidos que, a esta hora, se juegan en el mundo; al fondo, una sala pequeña y fría y dos televisores que sintonizan carreras de caballos. Parece la sala de televisión de un hogar geriátrico. Desgarbados, hirsutas barbas, narices anchas, rojas y de poros dilatados, los viejos, cada uno en su propia mesa, tienen la quijada tiesa y los ojos pegados a las pantallas; a veces dicen una que otra cosa en una jerga de la que solo entiendo los putazos.
Eduardo lee en el programa los nombres de los jinetes, un mezcla gringo latina que va desde Coddintong Green hasta López Rodríguez; lee el valor de las apuestas para ponerme en contexto, “mirá, esta paga 2400 dólares”. Lee la preferencia de los caballos, se fija en la hora del hipódromo que juega. Sabe que no bastará, sería preciso conocer, al menos, el ánimo con el que amanecieron las bestias y, sobre todo, conocer las intenciones del jinete. Se decide a apostar en la siguiente carrera inspirado por el azar, el raciocino, las probabilidades y la intuición.
Sería mejor estar ahí, en la tribuna, siguiendo de cerca al alazán elegido y su jinete, como la hacía cuando iba al hipódromo que hubo en Guarne, Los Comuneros. “Era muy bonito irnos con la familia toda una tarde para allá, tomarnos un ron. Lo cerraron porque a estos paisas, que se creen los más vivos para los negocios, un gringo vino y les hizo el negocio… Los embelesó con la tecnología de las primeras máquinas para hacer la impresión de las apuestas y los tumbó”.
Eduardo ve cómo los jinetes, con ceñidos y oscuros trajes, fustigan con látigo a los caballos, “por más que le pegue ese ya no llega”, dice mirando al animal negro que, según la tabla de probabilidades, era el favorito. Ayer fue un día bueno, ganó 220 mil pesos con una quiniela, pero hoy no ganará nada. Se retirará antes de quedarse sin plata y volverá a su casa, abrirá una botella de whisky, se echará en su cama de casado y prenderá el televisor, saltará incesantemente entre dos canales internacionales, Telesur y su competencia, Globovisión, y consumirá esas horas de la noche, como lo hace todos los días, bebiendo mientras devora información mediática de la vida política del país vecino, hasta quedarse dormido.
“¿Vos conocés el segundo piso?”, pregunta parado a la entrada del local tras perder la primera de sus apuestas del día. “Venga conozca”.
Sube al segundo piso para darle tiempo a la siguiente carrera. El lugar es un amplio salón lleno de mesas de billar iluminadas con lámparas de luz blanquecinas que saturan los tapices verdes esmeralda y ensombrecen los rostros de los señores inclinados sobre los tacos. Eduardo se queda observando a dos de ellos que juegan tres bandas. “Lo peligroso de ganar es que querés seguir ganando y sucede que perdés lo ganado. Yo no soy ese tipo de jugador”, dice.
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Afuera, en el pasaje, la brisa revuelve olores, hojas secas de los árboles y servilletas sucias. Uno de los viejos que estaba en la sala hípica, se balancea sobre sus pies para no perder el equilibrio, y se manda una copita que sirve de una botella oscura y sin etiqueta. La farmacia en la esquina de La Playa está llena, una mujer pregunta por vitamina B en jarabe; afuera una señora dicta números a otra señora chancera. El día va en la mitad de la tarde y en la calle hay que esquivar a los borrachos tirados en el suelo para cruzar al otro tramo, pasar junto a los loteros y decirle que no no no a los tipos que me persiguen mientras preguntan: ¿Busca libro?, ¿trae libros para vender?
En la esquina hacia Ayacucho, un lotero toma tinto parado junto a la ventana de la barra del Bar Colón, donde ha sonado por años la música colombiana, el tango y el bolero. Es uno de los pocos, entre los viejos que hay en ambas callejuelas, que conoció el Café La Bastilla. Quedaba una calle abajo, en Junín con La Playa, y por su fama, a pesar de haber desaparecido el siglo pasado, le dio el nombre a esta calle y al edificio que construyeron en su lugar. Era una casona vieja de bahareque donde se juntaban distintas especies de artistas barbados, montañeros y errantes. “Allá donde hoy es un asadero de pollos, era una café donde se reunían los intelectuales. Allá se mantenía un loco que llamaban Majija, yo no sé si era bobo o se hacía, también se mantenía en el Club Unión, los ricos le regalaban plata”.
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Fue ignorándolo como distinguí primero a Gilberto, un señor que lleva cuarenta años trabajando como librero, antes de que La Bastilla se hiciera popular por la venta de libros de viejo. La gente, explica luego de que me lo presentan, prefiere seguir a buscar sus libros directamente en los locales; son pocos quienes les confían a él y a los otros hombres, mucho más jóvenes, la tarea de conseguirles un libro, “creen que uno les va robar —dice con un puchero—. Cómo los va a robar uno si este trabajo es lo que nos da de comer”.
Hace veinte años Gilberto se convirtió en pirata, cuando la familia de su exesposa se quedó con el negocio de los libros, poco tiempo después de la muerte del suegro, quien le enseñó el oficio. Gilberto era un muchacho recién casado y los libreros de Medellín ocupaban con sus casetas la Plazuela Rafael Uribe Uribe, tres cuadras más al sur de La Bastilla, y era cotidiano para los paisas comprar y leer libros. “El internet lo ha acabado todo. En ese tiempo se trabajaba muy bueno porque el libro servía: el texto escolar, la literatura, la enciclopedia… valían la plata, hoy una enciclopedia no vale nada. En la plazuela, a las doce del día yo ya había hecho platica, hoy no he hecho nada, y ya se va acabar el día”, cuenta sentado sobre dos textos escolares, en la escalas del segundo piso de Centro Comercial del Libro y la Cultura, sede de los libreros desde que fueron reubicados hace más de veinte años.
El edificio consiste en tres plantas pobladas de pequeños locales, donde a esta hora de la tarde, en plena temporada escolar, no se ve tanto agite como hace unos diez o más años, cuando llegaban los papás con las listas de libros para sus hijos. En el primer piso todos los locales están abiertos, ofrecen libros de todo tipo, la mayoría son libros de viejo, libros leídos, revistas y elepés de colección; en el segundo hay menos movimiento, solo un puñado de locales abiertos, el resto permanece con las persianas cerradas, funcionan como bodega. En el tercero, todavía más quieto, hay una oficina gubernamental y un pequeño restaurante donde venden almuerzos caseros.
“Hace casi treinta años esto acá era un solar. Lo que quedó de unas casas viejas que tumbaron. Ahí dormían gamines, había caletas, metían vicio… Y allí al frente era donde sacaban los pasaportes para viajar. Cuando reubicaron a los libreros, esto era de un solo piso con casetas sobre la pura tierra. En ese tiempo estábamos empezando a distinguir títulos de libros… Uno no puede decir: ¡soy un librero!, porque los libros son extensos”.
El edificio lo construyeron a principios de los noventa, y en el segundo piso, durante un tiempo estuvieron ubicados los artesanos, cuenta, pero que por bebedores y peleadores los sacaron de allá y los trasladaron al Parque San Antonio. Y que a él también le gustaba el trago. Cuando terminaba su jornada cruzaba al otro tramo del pasaje, todos los días, durante quince años, deslizándose al interior del espíritu etílico de la Calle Éltuvo, como le dicen al pasaje La Bastilla quienes le señalan con puya moralista: él tuvo familia, él tuvo trabajo, él tuvo prestigio, él tuvo casa. Gilberto ya pasó los setenta, es un señor moreno y bajito, padre divorciado, la ropa le queda un poco grande, lo que lo hace ver mucho más menudo.
“En ese tiempo yo me ganaba cien o hasta doscientos mil pesos. Mis hijos vivían como unos reyes. Yo los sacaba a pasear. ¡Que vámonos a comer chococono a La Milagrosa! En tiempos fríos uno se llevaba entre quince y treinta mil pesos. Quién sabe hasta cuándo vamos a aguantar porque todo ese asunto del internet, el computador, las fotocopias y todo eso acabó con el gremio de los libreros”. Gilberto se disculpa y se marcha prometiendo volver, deja en la escala los dos libros escolares como prenda de garantía.
Mientras tanto, en el segundo piso, en la Librería La Mina, el Tigre, un librero como pocos, acaba de vender en diez mil pesos una edición viejísima de las Obras completas de Epifanio Mejía. Afuera, y al otro lado de la calle, hay un pequeño centro comercial, un parqueadero y una maquila. Hay, embutido en un pequeñísimo local que funciona como óptica, un señor reparando lentes antiguos. Gilberto vuelve agitado y contento, batiendo en las manos un billete de diez y otro de cinco mil pesos. Acaba de hacer un negocio. Dice que ya valió la pena el día. Al fondo se escucha el estruendo de una persiana metálica contra el suelo, es un librero que cierra.