Cantina en Guayaquil. Gabriel Carvajal, 1959.
El primer universo que advertí cuando llegué con mi familia a Medellín fue aquel espantoso de gentes y carros, en medio del griterío constante de la turba, del barrio Guayaquil. Allí nos dejó el camión de escalera que venía desde Caramanta, en 1954, poco después de que mi padre huyera de la persecución de los banderizos conservadores que no acertaron a darle muerte en la emboscada del zócalo del pueblo, mientras departía con Bernardo Hoyos en la lonja de granos de su amigo.
El nacimiento del cuarto vástago fue una especie de liberación para mis progenitores. El incidente del parto –la cama estropeada en medio de los dolores del alumbramiento– lo asumimos años después como premonición de la partida. Luego de tres meses de nacido estábamos todos reunidos en la ciudad que había visitado antes mi padre, fugazmente, por la terquedad de su corazón, durante la búsqueda de la que habría de ser su mujer. Todavía no descifraba a Medellín en su feroz complejidad como albergue de los desterrados rurales.
La primera callejuela que pisó el grupo familiar fue Carabobo, una prolongación de tierra hacia el sur, en el extremo del camino de Los Huesos, porque en ella terminaba el recorrido de los camiones de madera y polvo que traían a los campesinos desde los puertos del Cauca.
A la hermana de mi padre, Anita, quien prodigaba un afecto especial por su hermano menor, le correspondió ubicarlo en la ciudad, con sus ternezas y su amparo de mujer instruida. Fue la única de los Osorio que tuvo el privilegio del estudio para ganarse la subsistencia con su trabajo en la Locería Colombiana, donde era contadora, un oficio raro en aquellos días para una mujer pueblerina. El albergue inaugural para la prole estaba sobre la esquina de Restrepo Isaza, una modesta casa en los bajos de la calle 72 con la carrera 49, a una cuadra de Lovaina, la Saint-Denis local que entretuvo a varias generaciones de machos con sus prostitutas de edades inciertas y maricones viejos y deplorables.
Después mi padre se amistó con don Gabriel Mejía, el dueño de la fábrica Café Don Quijote, quien lo llevó al mundo de los bares al dejar bajo su tutela el primero de los varios que tuvo en Guayaquil. Su nombre, El Buen Tinto, convocaba una clientela diversa y honrada en la que prevalecía el grupo de abarroteros más distinguido de la feria; sobresalía entre los abaceros don Antonio Roldán. El café distaba unos veinte metros de la esquina de la calle Amador con la carrera Díaz Granados, sobre el costado norte, justo al frente de la puerta de la Galería Sucre, el mercado anexo a la antigua plaza de don Coriolano. El local que lo albergó todavía permanece a salvo de las demoliciones, y es quizá el único en aquella calle histórica. Sus dos puertas de madera con escotillas de hierro, similares a las de la mayoría de tiendas antiguas, pintadas de un blanco hueso, me lanzan ahora la pátina de esos primeros años de vidorria.
En aquel pasaje mi padre aprendió las primeras convenciones para ser un hombre despierto ante las bravuconerías de la plaza. Ese primer oficio debió ocuparlo varios años, porque recuerdo mis caminadas en el amplio salón, por entre las cadenetas y las campanas de papel floreado con las que adornaba mi madre el café durante la Navidad.
Interior de un bar en Guayaquil. Jairo Osorio, s.f.
La noche del arreglo se tornaba en fiesterío para nosotros los niños. Teníamos licencia para hurtar refrescos, ocupar el negocio con las trastadas propias de las cabras sueltas y pasear sin límite por la barriada, en tanto los adultos amarraban orlas y serpentinas de tintes alegres en las lámparas y espejos del salón. El padre se sentía honrado con aquellas visitas de su prole. Manifestaban la devoción de su cuadrilla, en esa parranda a la que invitaba la época decembrina. Mientras todo ocurría esa noche, un piano de moneda repetía incesante la música de Guillermo Buitrago que tanto alegra el espíritu de la parroquia. Con su mueble hermoso forrado en chapillas lacadas de roble, caoba y nogal, su bandeja de cincuenta registros y sus cornetas incrustadas en torres de colores intensos y luminosos, decoradas con filigranas de vidrio y cobre, la caja Seeburg modelo 1948 parecía la capilla de aquel santuario de libertad que fue el café para los padres y sus hijos durante aquellos tiempos iniciales en Guayaquil.
Las mismas cerchas de traviesas finas que levantaban el techo por encima de los cinco metros le daban un aire monacal y profundo al negocio, con los fuegos rutilantes de las pilastras en medio del salón. Ahora entiendo que el exotismo del piano importado era lo que hipnotizaba a los feligreses y los sumía en aquellos ritmos cambiantes de los discos tropicales los días de Nochebuena, y de tangos y lamentos andinos el resto del año. Porque el plato cambiaba con las novedades melódicas que conseguía el padre en los almacenes La Cita y La Guitarra, una exigencia de la reputación del café.
El Buen Tinto selló las posibilidades de papá y, por consiguiente, las de la familia. Desde entonces fuimos hombres de Guayaquil, rayados con el hierro indeleble de quienes conocen el valor sagrado de pertenecer a una herejía fundada sobre el trabajo, la humildad, la diferencia y la rectitud, todo en medio del arrojo que exigía el ajetreo odioso de cada mañana. Por eso no entiendo esa mitología de cuchillos y sevicia que alimentó después la ciudad respecto a la cotidianidad antigua del barrio. La violencia de Guayaquil era la de los conglomerados diversos del rebusque, y la de las conjeturas de los ajenos y los titulares de la prensa, nada más. Porque en el día a día no se daban más que las trifulcas normales de la turba acosada por la fatiga y la premura. Las historias de los matasiete inmunes en sus calles fue inventiva de los donceles de la parroquia, cuando ya mayorcitos sus progenitores los dejaron bajar a los bares y pensiones del histórico cruce de caminos. Paradigmas de una clase media bajera urgida de batallas imaginarias para sentirse valiente. La tirria de la ciudad contra el arrabal predilecto de los habituales y de los extraños que por allá arrimaban.
Acreditado El Buen Tinto con el celo y el buen sabor que solía darle mi padre a la infusión más común entre los colombianos, don Gabriel Mejía le delegó otra cantina insepulta en el cruce de Maturín con Facio Lince: el Café Industrial. El mismo nombre era anodino. La simplicidad de la bodega la predestinó a su pronta desaparición. La marca con la que se conocía estaba dada para reunir una cáfila de escuderos criollos, pero hubiera dado igual que se llamara café nada o café sin nombre. El color gris de su fachada en granito iba contra el espíritu de la clientela. Los habitantes de Guayaquil eran alegres por naturaleza, buscaban siempre los toques intensos de la vida. La permanencia del padre como tendero del Café Industrial fue corta, porque a la cuadra, hacia el norte, lo esperaba el batacazo de su buena sombra. Luego el café devino en el depósito de los Botero Soto, y posteriormente en el acopio de los quincalleros de Medellín, construido por el municipio con recursos destinados a la habilitación de espacios para sus desplazados. Hoy lo único que alivia ese antiguo recodo es el paso incesante de los vagones del Metro, por encima de los techos arqueados del bazar.
En el bar Bola Bola transcurrió lo mejor de nuestra escuela. Desde finales de los años cincuenta no hubo semana que yo no estuviera en esa esquina de Pichincha con Facio Lince, profesando de adulto desde niño. Fue la primera propiedad del padre en la urbe, y la que habría de repararle, para tranquilidad de su destino y el de los suyos, las que perdió en la tahurería de su villa natal. El bar nos congregó en torno a un oficio agradecido pero peligroso por el carácter disoluto que confiere ver el dinero fluyendo a diario entre las manos. Un arca milagrosa abierta a las tentaciones de una voluntad anémica. De hecho, esto fue lo que perdió a Darío y al hermano menor años después, cuando se quedaron con la heredad. No fueron capaces de soportar el escándalo de la fortuna incesante de la registradora.
Mi padre alcanzó la consagración con el café que preparaba. Elaboraba una mezcla con unas pocas gotas de limón y ron Antioquia, y tres conjuros, y ello hacía la delicia de los parroquianos. Los habituales del bar solían decir que los turistas que se alojaban en el Nutibara arrimaban hasta su esquina para tomar la mejor infusión del arábigo acaramelado que se vendía en el sector. Su fragancia anunciaba la cafetera recién dispuesta. En realidad, el buen sabor se debía al gusto con el que preparaba el grano, a la marca sempiterna, Café Don Quijote, y a la pasión con que exprimía el viento blando y místico de la semilla molida. “La primera cafetera paga los gastos de la jornada”, decía con satisfacción el viejo.
Bar en Guayaquil, sobre Junín. Jairo Osorio, s.f.
El Bola Bola estrenó para nosotros el ministerio de la hombría. Allá los hijos nos hicimos mayores, auxiliando en las tareas a las que obligaba el café. Las primeras memorias que arrastro de la infancia vienen fundamentalmente de los deberes con mi progenitor en las vigilias que me impuso cuando pudo regresar al pueblo, a comienzos de los años sesenta. Entre las paredes del bar quedó grabada la estampa indeleble de un párvulo empinado sobre un viejo cajón de cerveza, a manera de púlpito. Administraba la urna del negocio bajo el brío protector de nuestra mesera de confianza. Los domingos la jornada se me hacía interminable. El café quedaba a mi cuidado desde las cinco de la mañana hasta las siete de la noche, cuando regresaba cansino el patriarca, con su carga de revuelto y carne surtida en el mercado de la aldea a precio de ocasión. El rodeo que daba en el empeño de rebuscarse era completo. Subía a la tierra fría en los buses de La Magdalena o Rápido Ochoa, que eran los primeros en salir de la estación en el barrio Colón. El regreso lo hacía en los inagotables camiones de escalera de Caramanta y Valparaíso, despachados en la tarde del día feriado con su cupo completo de parroquianos y forasteros que visitaban el pueblo por las razones más insospechadas.
Solidaria con su patrón, la flaca Amparo Ochoa me acompañaba en las circunstancias previstas, solícita con mis ahogos de novicio en el asunto de las ventas. Amparo es inolvidable. Era hermana de ‘Pacho Troneras’, o al menos eso decían. El bar en manos del crío no peligró jamás por el pupilaje con el que Amparo consentía al señorito del amo. De manos largas, con las venas de los brazos brotadas sobre la delgadez de su piel blanca, risueña y diligente de manera inflexible, era el retrato de la fraternidad con la que se manifiestan estas mujeres en las necesidades más apremiantes de los hombres. Con Darío, por ejemplo, herido de muerte, la noche en que lo balearon, todas las callejeras de Boyacá cerraron con sus brazos Carabobo para detener un taxi que lo socorriera llevándolo hasta el policlínico más cercano. Las zorras y las coperas actúan por instinto de madres.
Tras el mostrador alto de listones cenizos del Bola Bola me hice diestro en el servicio de los bares. A los siete años las meseras de Guayaquil me llamaban don Jairo, por los muchos días y las muchas noches vividos sobre la barra dominante del salón de billares y mesas. Incluso manoteaba duro sobre su base de madera, y las muchachas corrían a mis exigencias de atención rauda para los borrachos acosadores. La tutela de Amparo Ochoa, la cruz que me ponía en las manos el padre y mi decidida entrega al trabajo me daban un aire de chulo que en ningún momento cultivé adrede. Además, la sumisión aprendida de las meseras del bar las llevaba a tratarme con ese respeto infundado.
Al Bola Bola lo acogía un local inmenso que albergaba dos mesas lujosas de billar de tres bandas y un billar pool. El servicio diario se mantenía completo. El juego congregaba a los pícaros y a los indolentes; en el sector no había otro filón que los tuviera. La limpieza del paño con cepillos de pelo fino me ocupaba con frecuencia, sobre todo las tardes de sábado y domingo, en mis turnos religiosos de cantinero precoz. El polvillo de la tiza azul con la que cebaban la suela de cuero de los tacos penetraba por mis fosas nasales al remover el cernido que se acumulaba en los ángulos de las bandas, lo que hacía que se alborotara la sensibilidad extrema de las mucosas. En ese momento me volvía un verdadero mocoso, en ambos sentidos del término.
El nombre del bar seguramente derivaba de la singularidad del juego con el que lo familiarizaron Pichincha abajo. Cuando mi padre lo compró tenía restaurante al fondo, pero lo suspendió para ampliar la ocupación de los billares, porque el vicio fatiga pero renta más. Sin embargo, nunca dejó de vender sus fritos predilectos, pues toda la vida conservó la tradición de chacinero que arrastraba desde el pueblo.
La clientela del Bola Bola era una ralea diversa de comerciantes de madera, ferreteros, camioneros, mecánicos, tipógrafos, panaderos, empleados de flotas intermunicipales, obreros de la Harinera Antioqueña, carretilleros de la Flota Roja, confeccionistas y sus costureras, especuladores de la plaza, diletantes sin arte conocido y villanos ocasionales que elegían el bar como punta de lanza para sus atracos en los bancos cercanos. La presencia de la flaca Ochoa propiciaba, sin duda, el cruce de las bandas delictivas por el café, famosas por los golpes de mano a las sedes bancarias de la calle Colombia. Cuando en la Plazuela Nutibara se disparaban las alarmas del Edificio Antioquia, con las que Medellín se enteraba del atraco inminente de alguna entidad financiera, rápido intuíamos que los bandidos eran los hombres que minutos antes habían estado departiendo cautamente con las meseras, porque las sobrecogía un nerviosismo evidente. En esos casos, las muchachas bebían licor durante dos o tres días continuos, mientras clareaba el corone del atraco. Incluso ebrias atendían la clientela, mientras lloraban por la suerte de sus mozos.
Al día siguiente la prensa sensacionalista mencionaba sin pruebas a los mismos de siempre como responsables de la fechoría. ‘El Mono Trejos’, ‘Toñilas’, ‘Pistocho’, ‘El Pote’ Zapata, el mismo ‘Pacho Troneras’, ladrones simpáticos pero arrojados que se paseaban por la ciudad sin temor a la ley.
El bar prestaba servicio a domicilio a los negocios vecinos. Diagonal a su esquina atendía a los obreros de la Harinera Antioqueña, una empresa creada en 1912 que conservó hasta comienzos del siglo XXI su molino alemán de madera exquisita con doce trituradores de cuatro pisos que lo hacían una joya arquitectónica única en América. Herencia de los molineros de Sonsón, el trapiche fue transportado a la ciudad en mulas. Cuando los traficantes del suelo lo deshuesaron en el año cuatro del nuevo siglo, molía cuarenta toneladas de harina diariamente, las veinticuatro horas continuas. Sin que la municipalidad lo impidiera, con el triturador también arruinaron el edificio patrimonial de la Harinera. Y con él, se fue al carajo la memoria de aquellos días de tantos de nosotros.
Bar El Rodadero en Guayaquil. Jairo Osorio, s.f.