Parque Obrero

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Hay pocos sitios en el centro de Medellín que albergan quietud y sosiego, y uno de ellos es el Parque del Obrero, ubicado en el barrio Los Ángeles. Camilo Jiménez hizo una descripción precisa que encierra lo que es hoy el parque: Es que el Centro cambia, se renueva y se conserva, a veces se ve anciano y a veces reverdecido, como esa tía chévere medio joven medio vieja que tenemos todos.

Un lote sin nombre

Corrían los años veinte del siglo pasado y el jefe de la Oficina de Trabajo decía a la prensa que ya se sumaban más de veinte mil obreros desempleados en el país. En Medellín se organizaban manifestaciones de lucha contra el desempleo ante los bancos de la ciudad. Al mismo tiempo, Manuel José Álvarez Carrasquilla, un negociante destacado, iniciaba la urbanización de un terreno declarado baldío luego de la consolidación de los barrios Boston y Prado —terreno que se llamaría después Los Ángeles—. Lo que hizo Álvarez fue aprovechar para venderle lotes a los obreros que llegaban a la ciudad por el auge de la industrialización, a precios que oscilaban entre los 5 y los 20 pesos.

En la reseña histórica de la comuna 10, El ser es nuestro centro, realizada por la Alcaldía de Medellín, se calcula que gracias a eso hoy un 70% de los obreros son propietarios. Esa idea de facilitar la adquisición de viviendas a los obreros no se ejecutó sólo en el barrio Los Ángeles, también pasó con Manrique, Pérez Triana, La Independencia, Majalc y La Ladera. Luis Fernando Fernández, vicepresidente de la Junta de Acción Comunal del barrio Boston, cuenta que lo que diferenció a Los Ángeles fue su cercanía con Prado: “No querían desentonar, y por eso a este sector se vinieron a vivir fue familias; por eso parece como de más nivel, porque es más calmado”.

Cuando se consolidó el barrio quedó un pedazo de tierra baldío, el mismo en el que años antes había funcionado La Casa de los Mendigos, un lugar en el que se prestaba ayuda comunitaria a más de trecientas personas. Ese lote lo usaban los niños como cancha de fútbol, y las vecinas para conversar sentadas en bancas improvisadas. Con el tiempo los residentes del barrio —en su mayoría obreros— empezaron a encontrarse allí para salir a desfilar el Primero de Mayo, día internacional del trabajo, junto con cientos de personas que atravesaban el centro de la ciudad para conmemorar la fecha. El Parque del Obrero fue por aquella época un punto de convergencia para exigir derechos. No se conoce la fecha exacta de fundación, pero cuentan sus vecinos más antiguos que el nombre empezó a sonar entre los vecinos a mediados de los veinte, hasta que acabó sobreviviendo al paso de los años como Parque del Obrero.

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Parque Obrero

Gabriel Muñoz vive en Los Ángeles desde hace setenta años y dice, con la voz fría y ronca, que hacia 1965 el Parque del Obrero ya tenía sus sillas y sus lámparas: “Ya tenía más cara de parque”. Lo que más recuerda es un árbol de algarrobo que los vecinos hicieron talar: “Era grande, y los muchachos tiraban piedras y palos para tumbar la fruta y todo eso caía en los techos”.

El parque también tuvo piscina. Alejandro Mier, otro residente del barrio, dice entre risas que esa piscina era un cuadro grande dividido en dos y que a él le encantaba nadar ahí; en cambio, Luis Fernando Fernández abre los ojos aterrado y negando con la cabeza dice: “Eso era un lavadero de pies, se metían los locos y esa agua mantenía negra”. La piscina estaba cuidada por un policía que se hizo amigo de los niños, corría con ellos y los ayudaba a subírsele en los hombros al obrero de bronce. Además hubo cine: a mediados de los ochenta Coltejer patrocinaba películas: llevaban un carro con un proyector y los vecinos se reunían con cojines y crispetas.

En el parque hay dos esculturas: La familia, que está en la parte central, fue realizada por César Vila en 1934. En El Colombiano publicaron algunas frases que estaban grabadas en la escultura antes de ser restaurada: Dejaron constancia de su amor "Mishel y Ángelo", un tal Cesar talló con cincel su nombre y otro pintó esta consigna: Mujeres como esclavas, nunca más. En la parte alta está el monumento El Obrero, realizado por el maestro Bernardo Vieco, en bronce y piedra arenisca. Fue víctima de robos: la placa de creación y su almadana desaparecieron hace años. Sin embargo, aunque ajada, la cabeza de ese obrero gris e inmóvil sigue siendo la cima de la montaña más alta para los niños del barrio.

El antimili

Finalizando los ochenta, la ciudad pasaba por el pico más alto del narcotráfico y la violencia, incluso se declaró en emergencia social debido al aumento de muertes violentas —murieron aproximadamente cincuenta mil jóvenes en la última década—. El 15 de mayo de 1989 se reunió un grupo de muchachos a formar la Red Juvenil de Medellín, justo en el centro de ese parque aletargado. La idea de Martín Rodríguez, uno de sus fundadores, era crear un espacio para la discusión, pero con un enfoque dinámico. Así fue como surgió lo que sería el evento más significativo de la Red: el Antimili Sonoro, un festival musical que reunía a diferentes bandas de la ciudad, entre ellas Skrtel, Furibundo Cerdo, FB7, Niquitown y Tumba Tulipán. Además realizaban charlas alrededor de la música con temas sobre la No Violencia y gestionaban posibles soluciones desde las comunidades de los barrios cercanos.

El último Antimili Sonoro de Medellín se hizo en el 2015, pero ya desde antes se había trasladado del Parque del Obrero a la Plaza de Bolívar: “Hace por ahí cuatro o cinco años ya no hacen eso por acá”, dice Antonio, el celador del barrio desde hace diecisiete años. El lugar siempre ha estado rodeado de ancianatos y no tardaron en llegar quejas a la Alcaldía por el ruido; además, ese evento que se enfocaba en la lucha contra la guerra, también llevaba consigo algo de violencia: “Imagínese un poco de gente bailando, todos arrebatados, había pelaos con navajas en la mano, acá hubo muertos y todo”. Antonio aclara medio enojado que la propuesta de los muchachos era necesaria y que lograron mucho, pero que a él lo que le dolía era que dañaran las plantas: “Quiero llenarlo más y ponerlo bien bonito… que no lo pisen tanto”.

La serenidad del centro

Parque Obrero

El lugar está lleno de árboles altos y frondosos, al punto de verse en el suelo sólo pequeñas partes iluminadas; no se siente el ruido tedioso ni el calor del mediodía. Hoy el Parque del Obrero es como esos lugares tibios que ni se enturbian ni se desbordan, que pelean —y menos mal— con el antojo feroz de notarse. En la parte alta hay pasamanos y columpios pintados con colores brillantes; al lado hay un espacio mediano adecuado para levantar pesas. Edward lleva un año trabajando en el parque y en su negocio uno encuentra maní, pasteles dulces, tinto, Gatorade y bananos —una identidad que tampoco él entiende—; se queja de que a la alcaldía no le importa el espacio de ejercicio para los muchachos: ellos mismos han tenido que armar todo, buscar los tarros de leche vacíos, llenarlos de cemento, conseguir los tubos y pintarlos, “ahí sacan músculo también”, dice riéndose.

En la parte baja hay más silencio. Cada mañana los viejos se recuestan cómodamente sobre las sillas de concreto, un hombre tosco llega los lunes a ensayar su show de los semáforos, una muchacha de falda larga arrastra un cochecito negro del que cuelga un letrero: ¿Qué enseña realmente la biblia?. Los que van hoy a ese lugar no van porque ahí vendan las mejores empanadas o arepas de la ciudad, ni porque consigan artesanías, ni porque queda cerca de tal o cual lado, ni porque hagan shows musicales, ni para ver cine al aire libre, ni para tomarse fotos con pinturas o esculturas famosísimas; la gente que va al Parque del Obrero festeja ese modo casi místico de ocupar el espacio y dejar que lo demás siga corriendo, estruendoso y afanado, esa forma que parece sobrevivir y que —quedando cortos— le llamamos ir al parque.

 

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