La Puerta de San Antonio

Caen migas de pan en el asfalto a eso de las diez de la mañana. Las palomas se amontonan cerca del hombre que las tira, junto a una escultura altísima, en una de las esquinas del parque San Antonio.

La escultura está allí desde 1995, gracias a una donación de la Cámara de Comercio, y mide casi nueve metros, contando el pedestal. Fue realizada por el artista antioqueño Ronny Vayda en acero al carbón y consiste en un gran rectángulo que desde sus esquinas inferiores desprende un marco curvilíneo que se expande hacia los lados dejando un espacio en medio. El crítico de arte Leonardo Bernal dice que la obra cambia dependiendo de donde se mire: desde la esquina del parque se ve como lo que para tantos significa Medellín: una puerta abierta, pero al girar un poco parece que esa puerta se cierra; desde otro punto parece simplemente un bucle. Se llama La puerta de San Antonio y en la placa reza que “representa los componentes de la dinámica antioqueña: movimiento, continuidad, solidez, trascendencia”.

El hombre que viene desde hace más de cinco años a alimentar a las palomas no sabe lo que significa la escultura y no parece importarle; camina sobre la placa preocupado porque una de ellas tiene enredada en sus patas una larga tira de plástico, “donde se enrede en algún lado o se lastima la pata o no puede volar”, me dice como poniéndome una queja. Persigue a su paloma y por fin logra pisar la tira y romperla. De su gesto no queda más que movimiento, continuidad, solidez y trascendencia.

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Al frente de la obra hay pequeños módulos de artesanías que se abren cada mañana de par en par para dejar ver hamacas coloridas, sandalias de cuero, mochilas, collares con dijes del Che Guevara, de dragones, del ying yang; aretes de mariposas o en forma de mata de marihuana, pulseras con taches o de chaquiras. Cada artesano en su burbuja decorada, ve oscurecer el día mientras teje, pinta y remienda.

Jonny, uno de ellos, cuenta que la Puerta no siempre estuvo sobre el pedestal que la sostiene ahora, que se instaló a ras de piso para que pareciera una puerta de verdad; el problema fue que la gente se empezó a orinar en ella. El futuro de la obra era evidente: la acidez que constantemente le llovía empezó a derretir el acero y a ladear la escultura. Dice Jonny que cuando la obra estaba en su peor estado se le abrió un boquete y, como su interior es hueco, muchos la tomaron por hogar y armaron sus cambuches ahí dentro.

Desde la imponente puerta pueden verse los pequeños escaparates metálicos repletos de accesorios, moviéndose al ritmo del tráfico. Jonny tiene pegadas en su módulo tres imágenes: “Este es mi papá —la figura de un indio fumando—, aquí es donde vivo —la pintura de un callejón lleno de flores—, y esta es mi mamá —Nuestra señora de Guadalupe con un calendario colgado en la parte inferior—. Yo tengo una fe toda rara por todas las cosas”. Me cuenta decepcionado que le hace falta lo que era antes Medellín, “por ejemplo, esto antes era un arenero y luego lo volvieron parqueaderos; acá también montaban el circo”. De repente hubo cemento por todos lados y vendedores de globos de helio y carritos de helado y gente tomando fotos. Y a él no le gusta.

La Puerta de San Antonio

Ya son más de veinte años desde que el Parque San Antonio tiene su propia puerta, enmarcando esa plaza enorme con sus ventas y su gente suspendida; por la que se ven las palomas y los módulos metálicos reflejando el sol humeante; a la que suben parejas a tomarse fotos dándose besos y a la que sube también, de vez en cuando, una muchacha desnuda guiada por su compañero de performance.

El Parque San Antonio tiene una puerta que –sin saberlo– le recuerda a quienes pasan lo mismo que el gesto del hombre que alimentó a las palomas: no quedarse quietos, ser tercos, tenaces y hacer alguna cosa por ellos, por otros. Eso que según la placa representa a los antioqueños.

“A nosotros no nos importan los monumentos, me dice Jonny. Eso que está ahí —señala la Puerta de San Antonio igual que un niño jugando a disparar—, eso no es del autor, eso es del pueblo”, y se sienta de nuevo a terminar una pulsera de taches que le encargaron y a seguir comiéndose un mango biche que dejó empezado hace horas.

 

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