Carne al secador
Juangui Romero

Fotografía Juan Fernando Ospina

Jueves, 10:30 p.m. Estación Hospital del metro. Llevo un buen rato viendo desde arriba los ventorrillos de carne que bordean la glorieta que domina el metroplús que va o viene desde Manrique. Son veintitrés puestos, veintitrés pequeñas chimeneas que arrojan espesas humaredas, que desatan todo tipo de conversaciones:
—Uy, parce. Pobres peladitos los del hospital. Uno bien enfermo y con ese olor a carne todo el tiempo.
—Eso dicen que es carne de gato.
—¡Pero qué gatos tan ricos! —comentan dos jóvenes, rumbo a las escaleras.

Sigo ahí, parado, como si estuviera en el balcón de la casa, y veo llegar cada vez más gente. Unos lo hacen en carros o en motos y otros, a pie. Primero se agolpan junto a los asadores y luego de conversar con los vendedores se dirigen a las sillas y mesas tipo Rimax que estos les ofrecen. Desde arriba, la fila de negocios que se halla al otro lado del hospital, cerca del cementerio San Pedro, podría asemejarse a las ubres de una gran marrana que tiene con qué alimentarlos a todos.

Es el efecto del hambre. Eso es lo que pienso, y en cuestión de minutos estoy sentado junto a un trío de serenateros que lucen muy elegantes y peinados y quienes, al parecer, se disponen a empezar su jornada laboral. Uno de ellos me saluda muy amablemente, pone su guitarra en una de las sillas de mi mesa y se sienta junto a sus compañeros.

Mientras llega la carne que he pedido, analizo gratamente sorprendido el frasco de jabón antibacterial, el de chimichurri, el de salsa barbiquiu y el paquete de servilletas, ubicados en el centro de la mesa.

Carne al secador

Todavía me estoy estregando las manos cuando aterriza sobre la mesa una bandeja de icopor, de unos veinticinco centímetros de largo, pero bastante estrecha. ¡Y oh sorpresa!, en orden ascendente, esta trae una arepa untada de mantequilla, tres pedazos de quesito y un trozo de carne tan delgado como un retazo de bufanda y tan grande que se desborda por todos los costados de la bandeja. Un tenedor y un cuchillo desechables lo fijan todo. Miro en todas direcciones y somos varios los que estamos a punto de comenzar con nuestros platos. Los tres serenateros solo han pedido arepa, quesito y chocolate. La suerte me ha traído al puesto de José Castaño, más conocido como el Mono, el único que además de gaseosas o jugos ofrece chocolate, y quien lleva veinte años en este negocio. A mi derecha, una pareja me lleva, si acaso, dos mordiscos de ventaja y a la izquierda, un taxista acaba también de empezar. Todos exhibimos una gran concentración ante nuestros platos, como si regresáramos a la época escolar y estuviéramos en algún experimento de biología.

Aunque me apoyo en el tenedor y el cuchillo, termino por aceptar que estoy en problemas para evitar que los pedazos de carne que sobresalen de la bandeja rocen la mesa. Vuelvo a mirar a los lados y veo que la gran mayoría de los comensales renuncia a los cubiertos y enrolla la carne con gran habilidad dentro de la arepa o levanta la bandeja hasta sus bocas. La escena me remite a una comunidad con antecedentes milenarios. Gente de todos los estratos que adora los 250 gramos de pierna de cerdo o de tabla de res, o los chorizos de cuarenta centímetros que ofrecen estos negocios sin nombre, que les ganaron el pulso a los vendedores de perros que por tantos años dominaron las glorietas de la ciudad.

Tres días atrás había visitado las ventas de carne de la glorieta de la Avenida Guayabal y la calle 10, donde todo es más extremo. Allí, por los mismos 10.500 pesos te sirven el mismo plato que en la estación Hospital del metro… pero sin cubiertos de por medio. El hombre ante la carne, metido en los bajos del puente, en una especie de caverna contemporánea. El ritual aquí nada tiene nada que ver con los renombrados cortes de los grandes restaurantes y sus términos de cocción, o con exóticos maridajes. Una ceremonia más integrada a la dinámica callejera de la ciudad, acompasada por el tráfico vehicular y conducida por el sacerdote-asador que se vale de un secador de pelo, ese instrumento que hasta hace poco era de uso exclusivo de los estilistas, para avivar las llamas del carbón de leña y, más todavía, para imprimirle unos gestos mucho más solemnes al vendedor. Su rostro, a medio iluminar por el fuego, se convierte en un sermón que contiene una única palabra: rebusque.

Entre las cuatro de la tarde y las dos o tres de la mañana, todos los días del año, cada ventorrillo vende entre cien y doscientas carnes. Una microeconomía que le ofrece el sustento a más de un centenar de familias, muchas de ellas provenientes de Cocorná; la única opción que hallaron al pisar la ciudad. El vendedor que me atendió en la glorieta de la 10 también se apellida Castaño, como el de la estación Hospital. Cuando le pregunté si eran de la misma familia, su respuesta, aunque dubitativa, resultó irrebatible: “Yo creo que sí. Y si no, nos une la carne”.

Fotografía Juan Fernando Ospina

 

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