Unidad residencial Marco Fidel Suárez. León Francisco Ruiz, 1979.
Teatro beatnik en un café
“—Joan, hagamos para los chicos y las chicas de Medellín la rutina de Guillermo Tell. A ellos también les encanta disparar primero y preguntar después.
—Con gusto Bill, pero voy a cerrar los ojos, no soporto la sangre.
¡Bang! Un agujero circular y oscuro por el que entró de lleno el tiro del lenguaje. Todo me lleva la atroz conclusión de que jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan y a comprender hasta qué punto ese acontecimiento ha motivado y formulado mi escritura”, estas líneas las recita Sergio Dávila Llinás al comenzar su interpretación de El almuerzo desnudo, de William Burroughs, en el café del Ateneo Porfirio Barba Jacob, en los bajos de las Torres de Bomboná.
Es la primera vez que una obra abandona la sala del Porfirio y se toma una esquina del café; teatro para ver tomándose un trago y comiendo algo. El experimento de Sergio, dramaturgo, director y actor de su propio monólogo basado en la obra del beatnik estadounidense, parece un stand up comedy teatral, una pieza de teatro móvil, una comedia cáustica y alucinatoria. El bastón que usa Burroughs tiene por mango un pene erecto y el micrófono es una jeringa con lucecitas titilantes.
De Finlandia con amor
El espacio que hoy ocupa el Ateneo Porfirio Barba Jacob fue inaugurado en 1983, en el marco del centenario del nacimiento del poeta Miguel Ángel Osorio Benítez. A la ceremonia asistieron el entonces presidente Belisario Betancur y el gobernador Nicanor Restrepo. El complejo comercial y residencial donde está ubicado —terminado en 1977— responde oficialmente al nombre de otro ilustre antioqueño, Torres de Marco Fidel Suárez, pero quizás en un acto de rebeldía la gente prefirió llamarlas por su nombre de combate: Torres de Bomboná.
A principios de la década del setenta del siglo pasado el Instituto de Crédito Territorial (ICT), a cargo de Díter Castrillón en Antioquia, decidió adelantar un ambicioso proyecto de vivienda y renovación urbana en el Centro de Medellín, en un sector en torno al Edificio San Ignacio. Castrillón buscaba densificar el Centro con una propuesta de vivienda de interés social en altura para la clase media. La idea, tan actual casi cincuenta años después, sonaba estrafalaria para el Centro de una ciudad en la que apenas se empezaban a desarrollar proyectos de vivienda masiva en altura, en particular en el sector de Otrabanda.
El diseño vendría de un lugar más extraño aún, embalado en la cabeza de un arquitecto paisa desconocido en su tierra, graduado de la UPB, que a mediados de la década del sesenta había ido a parar a Finlandia como proyectista del estudio de Pentti Ahola, después de haberse especializado en Francia e Inglaterra. En 1966, mediando los treinta años, Eduardo Arango participó en el diseño de una ciudadela residencial para el distrito de Hakunila, en los alrededores de Helsinki.
A su regreso a Medellín, Díter Castrillón le encomendó el diseño de la Urbanización Los Pinos, en la que Arango priorizó la presencia de árboles y el diseño de senderos peatonales ininterrumpidos. Conceptos que había puesto en práctica en su aventura finlandesa. En el estudio de Ahola aprendió también sobre la importancia del patio como lugar de encuentro colectivo y como forma de relacionar la vivienda con la ciudad, conceptos que aplicaría más tarde en la propuesta de renovación urbana y vivienda en altura en el sector de San Ignacio, encomendada por Castrillón en 1971.
Un atleta del teatro o si William Burroughs viviera en las Torres
Horas antes de su presentación, Sergio Dávila pone a punto la escenografía y el vestuario de su obra en el apartamento 1305 de la Torre Bomboná (el complejo está compuesto por las torres Bomboná, Girardot, Pichincha y Pascasio Uribe), cuya entrada da a la calle del mismo nombre. En la sala comedor y en el cuarto de servicio están el mobiliario de la obra, una mesa de dibujo y un perchero color crema, una silla plegable de madera, una grabadora antigua, una vieja máquina de escribir, un teléfono negro de disco, una pistola de juguete, un espejo, una tableta digital que controla el sonido y las luces, un par de maletas con cables, lámparas, instalaciones eléctricas, vestuario y una caja de herramientas.
En ese apartamento, en el que vive hace ocho años, Sergio le ha dado vida a su apuesta solitaria por un teatro personal, siguiendo la idea del atleta del teatro que expresara Jean Cocteau en el prefacio de Los novios de la torre Eiffel, de 1922: “Una obra de teatro debería ser escrita, decorada, dotada de vestuario y música, representada y bailada por un solo hombre”.
En noventa metros cuadrados con dos habitaciones, cocina y vista al sur del Valle de Aburrá, cabe toda la puesta en escena de su creación desnuda, al mejor estilo de una cocina beatnik: escritura, diseño de sonido y luces, escenografía, actuación, dirección, ensayos, promoción y presentación. En esa burbuja de noventa metros cuadrados, recubierta de cuadritos de cristanac y enclavada en lo alto de una torre, habitan todas las posibilidades creativas.
Desde un pequeño escritorio con un computador, ubicado en la entrada del balcón, Sergio lanza al mundo, por redes sociales, su creación. Luego carga su obra y en cuatro o cinco viajes a pie la deposita en el café del Ateneo Porfirio Barba Jacob. En el camino, encarnado, dice: “Si William Burroughs viviera en las Torres tendría una pieza pequeña, ojalá sin ventanas, y saldría a caminar y a buscar muchachos”.
En una isla la vida es más sabrosa
A esa hora, a mitad de la tarde, mientras Sergio prepara el montaje de su espectáculo, la sala de exposiciones ubicada en la entrada del teatro aloja un taller de pintura para adultos mayores. Las clases se ofrecen gratuitamente con recursos del Presupuesto Participativo, priorizados por la Junta Administradora Local del sector Bomboná 2 de la Comuna 10 —en el que viven unas diez mil personas—. Diecisiete habitantes de las Torres y vecinos de los alrededores se reúnen dos veces por semana para aprender a pintar con el maestro Francisco Ramírez.
En la plazoleta central hay niños corriendo y brincando en las escalas del teatrito al aire libre, mientras sus acompañantes los vigilan sentados a la sombra en las bancas o en los bordes de las jardineras; hay gente en las peluquerías, en los cafés y en los restaurantes; otros hacen sus vueltas en la Registraduría o en las oficinas de Espacio Público; compran en los almacenes de ropa, las farmacias, las papelerías, las panaderías; en uno de los corredores, un grupo de cinco niños recibe clases de ajedrez y otro grupo de adultos mayores hace aeróbicos en los bajos de unas de las escaleras que dan a la terraza del segundo piso, guiados por instructores del Inder.
En la terraza del tercer piso, de acceso exclusivo para los residentes, Olga Piedad Osorio pasea sus tres perros siberianos, que corretean saltando las jardineras y los juegos infantiles y atraviesan la cancha de microfútbol como si estuvieran en un parque de diversiones. Las mascotas son la segunda población más numerosa de las Torres, después de los adultos mayores. Los niños son minoría, alrededor de ochenta, pero pueden ser la mayor concentración infantil por metro cuadrado que haya en el Centro de la ciudad. Olga vive en la Torre Bomboná hace once años y trabaja como asesora en una de las agencias inmobiliarias ubicadas en el segundo piso. Merca en la Placita de Flórez y va a misa en la iglesia de San Ignacio.
Desde la terraza del tercer piso se puede apreciar y recorrer la unidad residencial con una vista de 360 grados, y desde el nivel de la calle hasta el cielo abierto. En las jardineras de la Torre Pichincha se asolea la huerta comunitaria, que parece un solar tupido con lechugas, coles, tomates, aromáticas, cebollas, cilantros; productos que cada tanto se ponen en las porterías para que los residentes los usen libremente y sin costo.
En los espacios que hay entre los edificios la ciudad se mete por los cuatro costados como un mar urbano que rodea una isla. El sol, la sombra y el viento se entretejen para crear el microclima que hace que el lugar sea fresco y cálido, en la noche y en el día. Sin importar que lo cerquen cuatro de las vías más congestionadas del Centro (Pichincha, Girardot, Bomboná y Pascasio Uribe), llenas de depredadores que atacan el pavimento echando humo y haciendo ruido.
El vacío ordenador
La síntesis es el vacío. Donde no hay nada todo es posible. “Su proyecto va a llenar el Centro de torres”, le dijeron a Eduardo Arango cuando presentó su propuesta. La idea era simple y en cierta forma modesta —como dan la impresión de ser las Torres mismas— y tomaba elementos del pensamiento urbano de Aldo Rossi y los hermanos Krier, que priorizaban la creación de espacios públicos inéditos a partir de un vacío generado al interior de las manzana. Se trataba de un proyecto de más de setenta mil metros cuadrados que movía ambiciones y hacía fruncir ceños. Y los pergaminos finlandeses de Arango eran tan extraños como pedirle una carta de presentación a William Burroughs.
“Nos dimos cuenta de que para hacer un estudio urbano de esas proporciones había que pensar en la gente de la ciudad. No solo era un proyecto donde iba a vivir quien comprara un apartamento, sino que iba a tener un área de servicios para los residentes y otra para la ciudad. La filosofía era conservar el trazado de la ciudad adicionando un nuevo trazado peatonal. El espacio público le ayuda al espacio privado. Los primeros beneficiados serían los habitantes de las torres”, cuenta Arango, quien hoy tiene 85 años, y me pide una hoja y un lapicero para rayar sus pensamientos.
Dibuja varias manzanas en cuadrículas tipo damero y entre ellas ubica el Edificio San Ignacio y las Torres de Bomboná, como si se tratara de una vista aérea. “Cualquier manzana está dividida en lotes —explica—, que en su mayoría eran casas viejas con solar. Si unimos los solares al interior de una manzana queda una doble fachada para las casas y a través de los límites exteriores se permite el atravesamiento que se puede hacer en las Torres de lado a lado”.
Es decir, se crea un “vacío” central que comunica con las calles circundantes a través de las puertas de las casas. Así, cada manzana tendría un “vacío ordenador” variable y acorde con las formas de sus solares. En torno al vacío se levantarían las torres de vivienda, conectadas con el centro y con el afuera sin modificar la trama urbana. El barrio podía entrar a las torres y las torres quedaban abiertas al barrio. La propuesta permitía, además, conservar las casas que se consideraran patrimonio y derruir solo aquellas en donde se fuera a construir la vivienda en altura.
La idea no fue fácil de vender, pero Arango logró concretar un diseño para una manzana en particular, en su mayor parte demolida y donde funcionaba el Tránsito Municipal —la manzana de las Torres—, y donde antes había estado la cárcel de mujeres. Cuando la cárcel se trasladó para San Javier, el edificio pasó a alojar los Estudios Generales de la Universidad de Antioquia, donde también funcionó el Museo Etnológico, creado por Graciliano Arcila.
“Para vender el proyecto creé un zócalo de servicios. Un primer piso con un centro comercial y un segundo piso para oficinas y consultorios —que se podían vender por cinco veces el costo de los apartamentos—, conservando la plazoleta para que la gente cruzara libremente. El techo del segundo piso serían terrazas libres para los apartamentos. Los habitantes podían estar aislados del público de las primeras plantas. Se daba una parte íntima y una de servicios, juntos pero no mezclados. Quería hacer una centralidad nueva con comunidad de ciudad y comunidad de residentes”.
Se entiende fácil ahora porque las Torres son una isla porosa que puede ser atravesada en cualquier dirección, con una plazoleta central como eje de distribución. Una isla de senderos ininterrumpidos para estar y caminar.
Arango quiso aprovechar cuanto podía su palomita como planeador urbano, como si hubiera querido encajar todas sus ideas sobre vivienda y urbanismo en cuatro cuadras y fundar él mismo una pequeña ciudad entre torres. En las terrazas privadas del tercer piso diseñó un espacio para una guardería; la Torre Pascasio Uribe la pensó como un bloque de cuatro pisos, con piscina en la terraza, para ser usado como un centro comunal y deportivo tipo Comfama, que podía ser vendido a una caja de compensación familiar —es donde hoy están las oficinas de Espacio Público—; los primeros pisos de la Torre Pichincha estarían destinados a un supermercado de barrio —actualmente ocupados por la Registraduría—; además de los tres pisos subterráneos de parqueaderos para los residentes, la plazoleta contaría con parqueaderos públicos y una media torta para presentaciones al aire libre; en los sótanos de parqueaderos diseñó un área deportiva de quinientos metros cuadrados con camerinos, como una especie de coliseo cubierto; y finalmente pensó que su isla no estaría completa sin un teatro.
Díter Castrillón, por cuyas manos había pasado el desarrollo de importantes urbanizaciones que hoy son verdaderos barrios, como Carlos E. Restrepo —“vivienda que hace ciudad”, como la llamó el arquitecto e investigador Armando Arteaga Rosero—, sufría para convencer a la junta del ICT de que aprobara la propuesta de Arango.
“Díter estaba preocupado por lo que iba a decir la junta si hacíamos un teatro —cuenta Arango—. Le dije que el teatro se vendía y yo mismo fui a Cine Colombia, se los ofrecí y les interesó. Lo pensé como un teatro todero, con proscenio, camerinos y con la posibilidad de poner una pantalla para cine. Mario Uribe, que era el gerente de Cine Colombia, me dijo que lo iba a poner Teatro Libia, por el nombre de su esposa, pero después se quitaron del negocio. Quedó un teatro cultural, que era lo que yo en el fondo quería”.
Banda sonora y una pizza sinfónica
Un teatro que pasó por varias manos oficiales sin pena ni gloria hasta mediados de los noventa cuando a un grupo de muchachos, que solían almorzar Donde Dani, un restaurante ubicado justo en la entrada del Ateneo, se le ocurrió reanimarlo. “Fuimos uno de los primeros proyectos de gestión cultural de la ciudad, un colectivo con comunicadores, administradores, no solamente un grupo de artistas. De eso han pasado veintiún años”, dice Néstor López, director del Ateneo Porfirio Barba Jacob y residente de las Torres hace trece años.
Acorde con el espíritu del poeta santarrosano, han estado a punto de perderlo, que los saquen, que lo vendan… “Algo tiene que ver que Porfirio esté por aquí, melancólico, irascible. Porfirio era ese ser políticamente incorrecto, el gran outsider. Las Torres tenían esos espacios para outsiders y eso continúa y en parte por eso su vitalidad –dice Néstor–. Aquí construimos ciudad desde el under, por eso no le digo Medell-in, sino Medell-out, la ciudad invisible”.
En ese underground con sala de teatro, café, patio, oficinas y sala de exposiciones se nutren las raíces que irradian la vida cultural que florece en el cruce de caminos de la planta baja de las Torres. “Hacemos alrededor de 150 eventos culturales al año, entre temporadas de teatro, exposiciones, conciertos, tertulias de libros, encuentros con pensadores”, cuenta Nelson y desgrana una lista de ilustres huéspedes como Mario Vargas Llosa, Gilles Lipovetsky, Néstor García Canclini, Fernando Savater y Victoria Camps.
Desde ese sótano, como en una “canción de la vida profunda”, han salido también los acordes para componer la banda sonora de una isla que conserva entre sus muros añejos, revestidos de un cristanac pintado verde pálido, como un papel de colgadura art decó, un sonido con reminiscencias revolucionarias de los años setenta y estridencias de pelo largo y chaqueta de cuero de los ochenta.
“Las Torres son el ícono de la canción social y de protesta, para sus seguidores están Prana, Rapsodia y Vendimia. Cuando llegamos rondaban también por aquí grupos de punkeros y metaleros. Cuando el Café del Ateneo le puso a la cultura la banda sonora del rock, se consolidó un nuevo sonido”, cuenta Nelson.
Cada mes hacían conciertos de rock y en 2007 participaron en la organización del festival Metal Medallo, por el que pasaron más de ochenta bandas como Posguerra, Reencarnación, Terra Sur, Remembrance of pain, Daycore, Carnal Strength, Aggelos, Rainfall, Askariz, The Mirror, Yogth Sothoth, Planta Cadáver, Runner Hell, Revenge, Carnifice y Piranha.
En 2002 llegó Hugo Caro con Rock Symphony (local 163) y sus pizzas buscando a esos rockeros. La síntesis para él fue mezcla de pizza y metal. Hugo, pizzero de oficio y filósofo de profesión, encontró en las Torres la manera de amasar sus pasiones y se ha convertido en uno de los principales gestores de la escena rock de Medellín. En su local se ofrece una versión metalera de las pizzas que aprendió a hacer en Marcelino Pizza y Vino, se presentan bandas en vivo, se programan especiales musicales de grades leyendas, se vende boletería para conciertos nacionales e internacionales, se hacen tours a eventos en otras ciudades y se organizan festivales como el Heaven and Hell, que se lleva a cabo en el teatro Matacandelas.
Las Torres se convirtieron en un fortín de la escena local, donde muchas veces encontró refugio Elkin Ramírez, el vocalista de Kraken. Fue desde el Ateneo y Rock Symphony que se convocó la marcha fúnebre de metaleros que caminaron cantando sus canciones desde el teatrito al aire libre hasta el teatro Lido el día del velorio del Titán.
Un Arcángel vestido de Prana
“Cuando comencé era un sector bohemio, con bares de canción social y trova cubana, Prana, Vendimia, Rapsodia y Taucán (hoy Jose’s Bar), que tienen unos treinta años.
Los restaurantes son más viejitos, sobre todo Sagrada y Donde Dani. Yo coincido con la ampliación de la zona a otros conceptos. Quien se atrevió a abrir un sitio distinto fui yo”, dice Nelson Velásquez, administrador del restaurante bar Arcángel (local 126), que combina rock y canción social.
Llegó a las Torres por David, un amigo que conoció en las ventas de artesanos que había en la avenida La Playa y que trabajaba en Prana, en el local 111. Allí empezó haciendo limpieza y llegó a ser administrador.
Prana, que en sánscrito significa aire inspirado o energía vital, inició como un restaurante vegetariano en 1989 —¿uno se pregunta quién en Medellín comía en un restaurante vegetariano en esa época?—, y poco después se transformó en un bar dedicado a la canción social con presentaciones en vivo de grupos como Suramérica, Tierra Brava, Horizontes, Illapu.
La energía vital de Prana ayudó a crear la atmósfera bohemia, intelectual, de izquierda, que por muchos años ambientó las noches de las Torres, y en su barra se formaron aventureros que seguirían colonizando la isla como Nelson y David, quién luego abrió Raza Café, en el local 131.
“Por aquí han pasado tres generaciones. Se han conocido, enamorado, se van y vuelven a rencontrarse. Tengo clientes de dieciocho a setenta años”, dice Ana Haad, administradora de Prana desde hace diez años.
“La música que se pone acá es para escuchar. Viene gente que es consciente de las letras, personas de carreras de humanidades, abogados, psicólogos, con cierto tipo de conciencia social, que saben del contexto histórico de la música, de su importancia. Los que tenemos negocios somos herederos de esa tradición, somos rapsodas que le contamos a la gente de un movimiento cultural tanto en el rock como en la canción social”, dice Nelson con aire de poeta.
Una familia homeschooler
El diseño general de los apartamentos —305 en total, de tres alcobas y cinco por piso— contaba con un apartamento central que podía ceder espacios a los demás. Así, podía haber apartamentos de cuatro, tres y dos alcobas según los gustos de los compradores. El remate en punta de las torres permitía una oferta especial, dúplex y apartaestudios de una alcoba tipo loft. “Así teníamos una forma nueva, una personalidad para la torre y una oferta diferente de apartamentos”, dice Arango.
Como atípicas son las Torres en el contexto urbano de Medellín, así mismo es la familia de Mónica Molina y Diego Álvarez y sus tres hijos de diecisiete, catorce y doce años, que viven en el último piso de la Torre Pichincha, en el apartamento 2305, un penthouse dúplex de doscientos metros cuadrados. Mónica es artista de Bellas Artes y Diego es un médico absorbido por el diseño de modelos matemáticos. Los dos hacen parte del Consejo de Administración, Mónica como presidenta y Diego como miembro del Comité de Cultura.
Hace seis años decidieron desescolarizar a sus hijos y educarlos por su cuenta. Son orgullosos homeschoolers, pertenecientes a una red internacional de educadores en el hogar. “La ciudad es su escuela”, dice Diego. Un proyecto arriesgado —y estrambótico para estas latitudes— que tiene mucho que ver con el lugar donde viven.
“Nuestros hijos no están escolarizados de la manera tradicional. Tienen una educación flexible. Ellos reciben clases en muchas partes y desde aquí es posible”, dice Mónica y me enseña un pequeño tablero con el horario de la semana y las actividades distribuidas para cada uno. Para empezar ambos padres trabajan desde el apartamento y se mueven en contra de las horas pico y en transporte público.
“Cuando la gente está saliendo del Centro, nosotros estamos entrando. El tranvía ha sido muy conveniente. Los tres hijos son deportistas de alto rendimiento, pasan muchas horas en el estadio, y tienen clases de música en Laureles. Susana estudia francés en la Alianza y todos aprenden inglés y alemán. Han recibido clases en la Biblioteca de EPM, en el Museo de Antioquia, en el Parque Explora, en el Planetario, de la oferta de Comfama y de la Universidad de Antioquia”.
Diego afirma que de cualquier parte de la ciudad llegan a las Torres en diez minutos. Y Mónica recalca que educar a sus hijos en el Centro no ha sido difícil.
“La gente tiene muchos prejuicios. Se les va la vida movilizándose. Tener todo a pie te permite liberar tiempo para otras cosas”, dice Diego. “Nos preguntan cómo hacemos para vivir en el Centro, pero a los amigos les gusta venirse para acá porque vamos a Prana, al Café del Porfirio o comemos pizza en Rock Symphony. La mayoría de la gente piensa que el Centro es bulla, carros, ladrones, vendedores ambulantes, pero no se dan cuenta de que la actividad cultural está aquí, es el epicentro. Tenemos Bellas Artes, el Pablo Tobón, el Matacandelas. Podemos ir a teatro y terminar en La Pascasia”.
La ciudad empieza por casa
Desde que Mónica y Diego llegaron al Consejo hace tres años —junto a un renovado equipo de trabajo—, las Torres han bajado la guardia de su fortaleza. Como en los mejores países, las fronteras de su isla no siempre han estado abiertas. Recelos para permitir actividades de los vecinos de los alrededores, desavenencias entre torres, conflictos con los locales comerciales, en particular con los de la oferta de ocio nocturno, la Registraduría y Espacio Público como islotes desconectados, descuido de los espacios comunes y de las fachadas también han atravesado la historia de las Torres de Bomboná.
La tentación humana por encerrarse a veces supera las bondades de la arquitectura. Pero son los mismos habitantes quienes se han encargado de demoler muros. Empezaron por bajar a la plazoleta las celebraciones que hacían privadamente los residentes: bingos, navidades, día de los niños, abiertos a la comunidad y al entorno; crearon un Comité de Cultura para eventos de ciudad, del que también hace parte Néstor López, el director del Ateneo Porfirio Barba Jacob; vincularon a las entidades públicas; se unieron a Caminá pal Centro (una alianza interinstitucional por la recuperación del Centro de la ciudad); y realizaron el Día Internacional del Jazz con el Club del Jazz (que tiene su sede en las Torres) y conciertos con la Alianza Francesa.
En la actualidad están montando una exposición de fotografía con el Instituto Henry Agudelo y desarrollan un proyecto de memoria sobre los cuarenta años de las Torres con el Instituto de Bellas Artes. Y siguen soñando, con tener una estación de EnCicla, con convertir la piscina abandonada de la terraza de la torre Pascasio en un espacio público y habilitar para la ciudad el espacio deportivo subterráneo que hoy sirve de bodega a la Registraduría. Cuando en la ciudad se habla hoy de Unidades de Vida Articulada (UVA) —que no existen en el Centro—, es difícil pensar en un referente con mayor tradición que el de las Torres.
Cuarenta años después de construidas, las Torres de Bomboná —menospreciadas por largo tiempo— son una muestra viva de cómo habitar el Centro de Medellín. Apenas el año pasado, la academia volvió sus ojos hacia esos cuadritos de cristanac que las revisten, destacándose la tesis de pregrado de la Universidad de San Buenaventura Indagaciones compositivas y proyectuales en el caso Torres de Marco Fidel Suárez, de Daniel Muñetón y Diego Agamez, y la tesis de maestría de la Universidad Nacional Entre vivienda y ciudad. Unidad Residencial Marco Fidel Suárez 1976-1978, de Sara Franco.
El eslogan que escogió Arango para ofrecer las torres se convirtió en una premonición: “Una isla residencial privada en pleno corazón de la ciudad”. Eduardo Arango ve hoy cómo finalmente el sector se ha ido llenado de torres de apartamentos de interés social, con ínfimos y precarios espacios íntimos y sin espacios públicos, de espaldas a su propuesta original de dotar a las familias con espacios comunes generosos y abiertos a la ciudad, de usos mixtos, y lugares de residencia privados, amplios y versátiles. El urbanismo social tan en boga ahora tiene en las Torres un referente histórico que visitar.