Panorámica de Medellín desde Guanteros. Manuel A. Lalinde, 1922.
“Guantereño” fue apelativo proscrito en la Medellín antigua y palabra olvidada en la actual. Pero todo “inri” tiene su orgullo y resucita al tercer día, sobreviviente testarudo en las gotas de tinta de los cronistas de antes. ¿Qué pasó entonces para que el gentilicio de los habitantes del desaparecido barrio de Guanteros deviniera en desprestigio? Don Tomás Carrasquilla recordaba en 1919 que Guanteros “era en esos tiempos del catón de San Casiano [libro católico de enseñanza mencionado en Dimitas Arias, posiblemente la versión de Rafael Monroy, de 1876], lugar nefando y tenebroso de los bailes de garrote, de los aquelarres inmundos y de las costumbres hórridas. En esos antros se ofendía mucho a mi Dios y se le daba culto al diablo […] Era entonces un insulto afrentoso decirle a alguno ‘guantereño’”.
El barrio de Guanteros fue uno de los primeros de la ciudad, junto con Mundo Nuevo, y su origen se remonta a finales del siglo XVIII, luego de la fundación definitiva de Medellín, cuando el Cabildo ordenó, como lo cuenta Agapito Betancur en La ciudad. Medellín en el quinto cincuentenario de su fundación: “que los indígenas que tenían sus casas y bohíos alrededor de la plaza mayor los vendieran a los españoles, previo avalúo de los capitulares y que los aborígenes fueran a habitar el Barrio de Guanteros, donde se les regaló terreno para edificar”. Un ilustre origen nativo, que sin embargo fue menospreciado desde un principio por ser habitado por “gentes pobres […] y libertos, indígenas y mulatos […] Algunas invasiones de artesanos también ocuparon tierras allí”.
Calle Ayacucho. Fotografía Rodríguez, 1903.
Su nombre fue debatido por escritores, gramáticos y hasta por el expresidente Marco Fidel Suárez, en Sueños de Luciano Pulgar: “Uribe Uribe registra a guantón como equivalente popular de “guantazo, guantada” […] guantear es dar guantazos; guanteros es lo mismo que guateadores. Se trataba, pues, de uno de esos centros de maleantes y buscarvidas que nunca faltan en lugares populosos. El nombre aludía a los matasietes y perdonavidas que sabían propinar guantazos y armar trifulcas, y no a los fabricantes de guantes, prenda que no sería muy usual en el viejo Medellín, como tampoco lo es ahora”.
La llegada de los franciscanos a principios del siglo XIX y la construcción de su “fábrica” —como la llamaba José Antonio ‘el Cojo’ Benítez—: iglesia, colegio y convento, al oriente del centro de la Villa de la Candelaria, en torno a la conocida como plazuela San Francisco (hoy San Ignacio), aceleró el poblamiento y urbanización de esta zona. Un poco más al sur se ubicó el cementerio de San Lorenzo, al que se llegaba por un camellón que tenía por nombre Niquitao (hoy carrera Niquitao) y que luego tomaba el nombre de camellón de La Asomadera (o camino de Envigado) a la altura de la calle Guanteros (hoy Maturín).
Entre esos dos sitios de reposo —el uno espiritual y el otro de ultratumba—, y siguiendo la descripción de Francisco de Paula Muñoz de 1867: la calle El Sauce (Pichincha) como límite por el norte y el camellón de San Juan (avenida San Juan) por el sur, subiendo por el oriente hasta lo que hoy es la carrera Girardot y bajando por el occidente hasta la actual avenida Oriental, se desarrolló un barrio perdido en la memoria de la ciudad.
A la buena de Dios —como diría don Tomás—, con la gracia y la inventiva populares, se fue formando lo que hoy llamaríamos un Distrito Cultural (Guanteros D.C.) que abarcó de Niquitao hasta San Diego y desde Bomboná hasta la iglesia de San Antonio. Un “hervidero de gentes populares”, como lo llamó Jorge Mario Betancur en Moscas de todos los colores: “Trabajadores, pequeños comerciantes, artesanos, campesinos, músicos, vagabundos y vividores se fundieron en una masa compleja, que en el día laboraba de sol a sol, y en la noche le robaba hasta los últimos destellos a la luna, derrochando placeres alrededor de tiples y damajuanas de aguardiente”.
Entre la calle del Zanjón (Bomboná) y la plazuela San Ignacio estuvo la famosa calle de las Peruchas. Jairo Osorio, Heriberto Zapata, Rafael Ortiz, Carlos Escobar, Uriel Ospina, por citar algunos autores, también dan sus versiones sobre el origen de este nombre. Casi coinciden en que se llamó así porque allí vivieron las hijas de “cualquier” Perucho e insinúan que quizá fueron celestinas de amores furtivos y las mejores guisanderas de tamales, chorizos y huesos aliñados de marrano, acompañados de chicha y aguardiente.
Pelón Santamarta. Benjamín de la Calle, 1918.
Según Ospina, “instalaron allí ventorro de anisado, concierto de tiple y argumento de garrote. […] Se bebía de firme y se bailaba mejor. También se reñía a sabiendas de lo que era ello. A la luz de unas velas de esperma encabadas en botellas vacías”. El callejón fue “una especie de Pré-aux-Clercs [Prado de los Clérigos] en versión tropical para los que aprendían latines, retórica, religión cristiana, hermenéutica, algo de música y trivium y quadrivium”, pero para Escobar no era más que un “zanjón hediondo y peligroso”.
Guanteros era un lugar de confluencia, un cruce de caminos, de ahí que no demoraron en abrir fondas, fritanguerías, cafetines, prostíbulos, tertuliaderos, alambiques, bailaderos y otros tantos. Se hicieron famosos los bailes de garrote, también llamados de vara en tierra o palo parado, que “no pasaban siempre las cosas en perfecta calma”, como relata Eladio Gónima en Historia del teatro y otras vejeces. Un tal don Martín Saldarriaga llegaba con un esclavo a las fiestas más licenciosas, apagaban los candiles y encendían a garrotazos a las almas pecaminosas que se encontraban a su paso.
Sus bailes y cantinas vieron nacer reconocidos músicos de la canción popular, como Cesáreo Mesa y Francisco Ortega, ejecutantes diestros de la vihuela, fabricadas por Raimundo Arango. Famoso fue Juan Yepes, cantor vihuelista, el primero en musicalizar las estrofas de El canto del antioqueño de Epifanio Mejía. En sus calles bulliciosas se forjaron célebres carnavales decembrinos, que contaban con la participación de las mejores voces y las más afinadas guitarras del departamento, como Los Pajaritos Quiroz, Jesús Rincón y Tomás García, Félix Mejía, compañero y trovador de estribo del poeta Gregorio Gutiérrez González, el Tuerto Chaverra y Carlos Álvarez.
Nacieron y se criaron en Guanteros Pedro León Franco, Pelón Santamarta, y Adolfo Marín, quienes compartieron sus miserias con Barba Jacob y Marco Tobón Mejía en Cuba. En México su música impactó a tal punto que se desprendió un género de bambuco yucateco. De cuenta de este par de guantereños Colombia conoció la primera grabación fonográfica de la historia de la música del país, y el hit musical en los países de Centroamérica que recorrieron fue El enterrador, así la referencia más precisa para los paisas sea Antioqueñita.
No es de extrañar, como recuerda Heriberto Zapata, que Ñito Restrepo en su Cancionero de Antioquia dijera que Guanteros “fue comparado por D. José María Samper, en una novela que escribió de oídas sobre Antioquia, con los Percheles de Málaga o las Ventillas de Toledo”.
A sus cafetines sórdidos iban casi a escondidas a compartir libaciones y sonetos los bardos de moda y los escritores de fuste, quienes, quizá para evitarse líos parroquiales nunca los airearon en sus crónicas y nos dejaron huérfanos de datos valiosísimos para nuestra historia menor. Guanteros era el anidadero underground donde pasaba de todo y nadie decía nada, pero hay material de sobra para desplegar la imaginación.
En sus calles quedaban las residencias estudiantiles en las que vivieron muchos de los líderes más reconocidos de Antioquia, que se lucían volándose de los sagrados aposentos de la universidad (hoy el Paraninfo de la Universidad de Antioquia) para buscar noches de juerga y desvirgue.
A Guanteros llegaban intelectuales de la talla de Gregorio Gutiérrez González, nuestro Virgilio, que probó la sazón de las Peruchas, o Tartarín Moreira, el ilustre trovador bohemio que era asiduo de El Blumen —la cantina del músico Manuel Ruiz, integrante del dueto Blumen y Trespalacios—, en la esquina de Niquitao con Bomboná, donde los mejores intérpretes de la época cantaban bambucos, pasillos y danzas hasta el amanecer.
Calle Pichincha. Gonzalo Escovar,
1920.
Otros conocidos visitantes fueron Efe Gómez, León Zafir, Augusto Duque Bernal y el mismo Carrasquilla.
En las primeras décadas del siglo XX, María Cano armaba las tertulias más polémicas en Guanteros. A su casa de la carrera 41, entre Maturín y San Juan, asistían intelectuales como Luis Tejada, Antonio José Cano, Abel Farina, Eladio Vélez o Tomás Uribe Márquez. Sin dejar de mencionar que las sesiones de espiritismo de su hermana María Antonia, la Rurra, causaban revuelo y furor en el barrio.
Cuenta Rodrigo Carvalho en Historia del barrio Niquitao que para 1935 ya de esos compositores, cantores, poetas y demás componentes de la vida callejera poco quedaba. Apenas en dos casas continuaban los afamados bailes con otro tipo de clientela, no precisamente de la mejor estampa.
Hoy el sector, aunque ya haga parte de La Candelaria y la palabra “guantereño” no provoque más que una encogida de hombros, con sus teatros, centros culturales, colegios y universidades, cafés, bares y restaurantes, invoca a su antepasado. Quién sabe, de pronto a garrotazos salga de una de las bóvedas de San Lorenzo el espíritu de Guanteros para seguir agitando la vida de este distrito cultural.