Hace poco más de cien años, Guayaquil estaba en las afueras de la ciudad, en la esquina sur-occidental; era un extenso terreno plano y pantanoso, en gran parte propiedad de Lorenza Uribe, que se extendía desde lo que hoy son La Alpujarra y la Plaza de las Luces hasta Barrio Triste, atravesado por la quebrada Los Ejidos o Zanjón Guayaquil, que desemboca (hoy cubierta) al río Medellín.
A finales del siglo XIX, un rico negociante con nombre de cuento, Carlos Coroliano Amador, esposo de Lorenza Uribe, vio en esas mangas inundables una oportunidad de hacer más dinero del que ya tenían. Y con varios socios marcaría el rumbo de lo que sería la ciudad en adelante. Bien podría decirse que Medellín empieza su recorrido hacia convertirse en urbe con la inauguración en 1894 de una plaza de mercado cubierta en Guayaquil, ganada en licitación pública y construida por Amador y sus socios. Tras la muerte en 1898 del ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros, prohombre del Ferrocarril de Antioquia, el mercado fue bautizado oficialmente como Plaza de Cisneros.
Ya no en torno a la iglesia de la Candelaria y a la élite y la burocracia que rodeaban la Plaza Mayor (Parque de Berrío), sino secando pantanales, abriendo calles y construyendo negocios y edificaciones, Medellín se fue haciendo a un nuevo centro vital, febril en su ímpetu comercial, donde empezaron a llegar arrieros de los pueblos de Antioquia cargados de mercancías; donde los ricos valorizaron su tierra y construyeron edificios como el Carré y el Vásquez, los más altos de entonces; y donde también encontraron lugar y porvenir campesinos y mineros, compradores y revendedores, comisionistas y especuladores, que montaron locales, fondas, residencias, almacenes, depósitos.
El ingeniero Cisneros no vivió para ver el arribo de los ferrocarriles de Amagá y de Antioquia (entre 1911 y 1914) a sus estaciones centrales en Medellín, ubicadas al otro lado de San Juan, la de Antioquia al frente y la de Amagá diagonal a la plaza que ya llevaba su nombre.
La ciudad, que tenía alrededor de sesenta mil habitantes, le abrió así las puertas al añorado progreso, palabra que movía las ilusiones del capital acumulado por unos cuantos privilegiados y las ambiciones de los dirigentes locales, y que se asentaría en estos parajes sobre rieles y echando humo de caldera.
“Con dos estaciones terminales de ferrocarril, el de Antioquia –conectado al río Magdalena– y el de Amagá –procedente de las tierras del sur–, una bien dotada plaza de mercado cubierta, trilladora de café, regimiento militar, iglesia, hoteles, pensiones, almacenes comerciales, pequeñas industrias, depósitos, clubes, cantinas, prostíbulos, restaurantes, cafés, y terminales de tranvía, buses, camiones, autos y coches de tracción animal, Guayaquil era el centro de un hervidero de gente de todos los colores, en el Medellín de 1930”, escribe Jorge Mario Betancur en Moscas de todos los colores (Ministerio de Cultura, 2000, p. 14).
Primero había que colgar a la culebra
A las afueras de este nuevo centro, al costado occidental de la vía del ferrocarril de Antioquia –que atravesaba en diagonal a Guayaquil–, se fue creando un sector que sería la trastienda, el patio de atrás de la efervescencia que se vivía en aquellos años de principio de siglo y que de forma fortuita, quizás poética, vendría a llamarse Barrio Triste. Tal es la condena de todo centro, asegurárse una periferia que le sirva de margen y contraste.
La consolidación de Guayaquil como zona urbanizable hasta la orilla del río –afán de políticos y de ricos comerciantes que habían aprendido a valorizar terrenos “mefíticos” en los alrededores de la Plaza de Cisneros–, en terrenos donde había pantanos y humedales y sembrados de caña dulce, cañafístula y rastrojos, se consiguió a costa del curso meándrico del río, colgando la culebra para curtir y enderezarle la piel a la ciudad.
Las primeras obras de cuelga y rectificación del río Medellín (1894-1905) para evitar las inundaciones les enseñaron a los dirigentes locales a cortar meandros y a tomar atajos en grande –en el siglo XIX algún meadro llegaba incluso a la altura de la carrera Palacé–, y permitieron la construcción en la orilla oriental de una avenida rectilínea y arborizada, de veinte metros de ancho, a la que llamaron Paseo de Los Libertadores, como podría llamarse a quienes liberaron a Medellín de la que consideraban incomodidad sinuosa de sus aguas y le dejaron “espacios libres para el trajín de las gentes”, como se decía en el Concejo de la época.
Antes que nada, Barrio Triste fue un lugar liberado del acecho de meandros y humedales para usufructo de algunos pocos influyentes habitantes de la villa. Y en honor a Los Libertadores lo nombraron en un primer momento.
La empalada de la culebra “sería el principio de la sanificación de esa parte de la ciudad”, como cita de los folios del Concejo de 1915 Luz Marina Jaramillo en “Barrio Triste, un mundo diverso” (Códice, año 1, No. 1, diciembre de 2000, p. 7) y permitió que se inauguraran obras como el Frontón de Jai Alai (hipódromo), el matadero municipal y el traslado de la Feria de Animales (1916), que quedó ubicada entre las calles Colombia y Ayacucho; y que la Sociedad de Fomento Urbano, con Luis Escobar y Joaquín Cano como administradores, proyectara el barrio Los Libertadores (1916), entre la avenida del mismo nombre y la plaza de mercado de Guayaquil.
Nombre y proyecto a la larga frustrados, que no lograron librar al sector del destino comercial ligado al transporte, la madera y los textiles que se asentaría con los años en los límites de un nombre de tango y de poesía: Barrio Triste, treintaitrés manzanas localizadas entre la Avenida del Ferrocarril y la Avenida del Río, y entre la calle San Juan y la calle Colombia.
Un nacimiento barrial a la contra y una iglesia para enderezar el rumbo
Barrio Triste nació con vocación de outsider, de rebelde y marginal. Con el carácter suficiente para independizarse de su afamado padre. Tal es la condena del que está al margen, necesita de un centro para diferenciarse. Y se convirtió en el último lugar donde se iba a reparar lo que no encontraba arreglo en ninguna otra parte.
El traslado del mercado de animales hacia esta zona de la ciudad, que implicó la prolongación y ampliación de vías como Pichincha, Maturín y Amador y la cobertura del Zanjón de Guanteros, y la ubicación de los cobertizos para la reparación y el parqueo de los coches del recién inaugurado tranvía eléctrico (12 de octubre de 1921), definieron el rumbo que emprendería el barrio en el futuro.
Antes, sin embargo, los intereses privados que querían crear allí un barrio habitable persistían y a ellos se unió la iglesia católica, como era costumbre, pero que había llegado tarde al frenético desarrollo de Guayaquil, que tomó a todos por sorpresa. A partir de los años veinte, Guayaquil se convirtió en el barrio más importante de Medellín. En la Plaza de Cisneros se llevaban a cabo las principales manifestaciones cívicas y políticas de la creciente urbe, pero no tenía iglesia.
Había florecido a contrapelo de la iglesia primigenia que daba origen a los barrios, generando gran preocupación en las autoridades y las gentes devotas. En esa época, un barrio sin iglesia era como una isla en el triángulo de las Bermudas. El extravío había comenzado incluso desde finales del siglo XIX, como cuenta Jorge Mario Betancur en Moscas de todos los colores: “algunos adalides de la moral y las buenas costumbres asociaron el nuevo barrio al reino de los hijos de la mala crianza, los que no podían controlar sus instintos, los mal hablados, los mal vistos y los mal olientes. Algunos hablaron, por primera vez, de un mundo guayaquilero, resistente a los comportamientos del mundo civilizado” (p. 72).
El 16 de noviembre de 1923, el obispo Manuel José Caycedo presidió la fiesta religiosa de bendición de la primera piedra del templo que se erigiría en honor al Corazón de Jesús, en ese barrio perdido en su fama canalla. La iglesia, encargada al arquitecto belga Agustín Goovaerts, quedaría ubicada en la zona occidental de Guayaquil, cerca al río, en un predio de 982 metros cuadrados donado por la Sociedad de Fomento Urbano, donde funcionaba el almacén de Enrique Mejía y Cía. y en terrenos de lo que luego se llamaría Barrio Triste.
Un ambicioso templo con elementos románicos y góticos, diseñado y construido por el arquitecto que se había imaginado el Palacio de Calibío o Palacio de la Gobernación (hoy Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe), quien trajo y mezcló en la ciudad estilos neo medievales aprendidos en su natal Bruselas, usando materiales locales. La iglesia sería, ahora sí, el faro espiritual que se necesitaba para embellecer y moralizar al díscolo Guayaquil y, de paso, apalancar el impulso urbanizador de Los Libertadores.
Casi veinte años tomó su finalización y fue inaugurada el 11 de enero de 1942 como uno de los templos más hermosos de la ciudad por su estilo, decoración y calidad de construcción. De fachada asimétrica fue construida con ladrillo a la vista, con altar de mármol de Carrara de varios colores, vitrales de la Casa de Bruselas y de la Casa G. Castaman de Antonio, de Murano, Venecia, y campanas importadas de Filadelfia, Estados Unidos.
La construcción de la iglesia cumplió su cometido inicialmente y la elevación de sus torres góticas anunciaba la formación de un conato de barrio residencial. El municipio se apuntó al llamado. En 1927 creó la Granja Escuela y en 1928 estaba funcionando la Planta de Pasteurización de Leche (que funcionó en la manzana cuatro de Los Libertadores hasta 1958). Luego siguieron el Taller Municipal, una estación de Bomberos y otra de Policía, un centro de salud y una escuela. Y con ellos vendrían a establecerse fábricas y habitantes propios y extraños.
¿Y de dónde viene tanta tristeza?
Para 1930 el flujo de pasajeros y mercancías que traía el ferrocarril ya había convertido a Guayaquil en el potaje burbujeante que alimentaría la ciudad moderna. Muchos viajeros venían atraídos por la música del progreso y de no establecerse en los barrios que se construían aceleradamente extendiendo los límites urbanos, “por efectos de la llegada del ferrocarril a la ciudad en 1914 y la ampliación de la frontera urbana por la construcción de la primera línea del tranvía entre 1919 y 1921 y la apertura de nuevas rutas en los años siguientes”, como dice Luis Fernando González en Medellín, los orígenes y la transición a la modernidad: crecimiento y modelos urbanos, 1775-1932 (p. 101), se afincaron en los alrededores de la Estación, en el mismo Guayaquil, en Niquitao, La Bayadera, Los Libertadores, “[…] en casas de construcción sencilla con paredones de tapia, techo de cañabrava y teja”, como dice Luz Marina Jaramillo (p. 9).
En Los Libertadores otros habitantes llegaron gracias a las fábricas que vieron en los pastizales que todavía abundaban tierra fértil donde poner sus máquinas a producir. Así llegaron familias de obreros del Ferrocarril, Gaseosas Lux, Postobón, Fábrica de Confites Dominó, Fábrica de Fósforos El Rey, Fábrica de Baldosas y madereros y carpinteros que se desplazaron de Guayaquil. La masa obrera le fue dando forma a la primera especialización del barrio.
Por esos años en que revoloteaban moscas de todos los colores caminaba por Los Libertadores, en su ruta desde Guayaquil hasta su residencia en San Benito, un “trovador bohemio”, de nombre Libardo Parra Toro y rebautizado Tartarín Moreira. “En su recorrido padecía un sector de edificios, fábricas y depósitos tibiamente poblado, al que inmortalizó con el nombre de Barrio Triste”, escribe Carlos Bueno Osorio en “Balada trivial de Barrio Triste” (Universo Centro, N. 50, oct. 2013).
Y cantaba el poeta, movido quizás por una pena de amor: “De hastío seca la copa/ taciturno, a pasos lentos/ sigo adelante mi ronda/ por Barrio Triste/ ¡Y qué triste!/ El nombre mide su forma real/ porque la tristeza/ se agazapa entre las sombras/ y en sus días de silencio/ como un ofidio se enrosca”. Y seguía Tartarín: “A Barrio Triste le falta lo que a Guayaquil le sobra/ y es poco”.
Pese a su inspiración, no está adjudicada aún la titularidad de la toponimía de este barrio con aires de tango; de obreros, fábricas y talleres; de mecánicos, cantinas y despechos. Sus calles carecían de luz eléctrica y en las noches lucía como un paraje desolado. Quizás fue en esa atmósfera donde surgió la tristeza de Tartarín, “personaje de melancólica mirada y sombrero de medio lado”, cuando caminaba por las solitarias calles del barrio buscando quién le arreglara el corazón: “¡En Barrio Triste murió/ recién nacida su historia”.
En Historia de Barrio Triste (Secretaría de Educación, 1996, p. 23-24), José Antonio Rodríguez, uno de los primeros habitantes del sector, quien llegó a vivir al barrio en 1933, cuenta otra historia sobre el origen del nombre del lugar: “El caserío empezó en San Juan hacia Maturín. En el cruce de Maturín con la vía del ferrocarril había un quiosco donde permanecía el cadenero llamado Abraham Posada, encargado de subir la cadena cuando venía el tren. Pertenecía a una barra de tomadores de alcohol que se le daba el nombre de ‘los piperos’. Allí lo visitaban otros amigos, cuyos nombres eran: Jorge Restrepo, Fernando Vasco, Pablo Cobalera, El Papa, Francisco Usquiano y con Abraham se completaban los seis (piperos). Un día estaba yo en la carrilera cuando bajaban con dirección al quiosco Jorge Restrepo, Cobalera y El Papa.
–Estas gentes que viven en estas casitas si son muy pobres. ¡Eh no sea carajo! –dijo Jorge.
–¿Por qué? –preguntó Cobalera.
–Pues fijate que de ninguna de esas casitas sale humo, tiene que ser que no comen.
–Tenés razón, nada de humo –dijo El Papa.
–Eso es muy triste, vamos a ponerlo Barrio Triste –dijo Jorge”.
Otros dicen, como se cuenta en el libro 10 años de puro coraje (Fundación Coraje, 1999, p. 9), que el nombre se originó del apellido Trieste de un francés propietario de estas mangas; algunos más aseguran que se debe al dolor de muchos hombres enamorados que veían casar a su mujer amada con otro de la alta sociedad, en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
Tristeza física y a oscuras; tristeza de carencias y del corazón; riqueza de empresarios y comerciantes; alegría de obreros que encontraron amparo para su vocación de subsistencia. Ni siquiera la Iglesia, en cuyo nombre han pretendido en vano rebautizar el barrio, logró “salvarlo” de su sentido originario, “cuyas dinámicas han obedecido siempre a lógicas laicas”, como dice la arquitecta María Clara Echeverría Ramírez en la presentación del libro Historia y personajes del Corazón de Jesús (Fundación Coraje, 2006). “No resulta extraño que en tal naturaleza terrenal emerja la tristeza, como metáfora y realidad, a diferencia de la esperanza característica del mundo sagrado. Aglutinante ésta muy cercana a nuestra sensible identificación con el drama, que puede observarse por ejemplo en el gusto por el tango, el despecho o el bolero (cobrando sentido aquí remembrar a Tartarín Moreira)”.
Ahora, un siglo después de que el ferrocarril atravesara por primera vez esos antiguos pantaneros, no interesa tanto dilucidar el origen del nombre, sino “destacar la persistencia cultural de la denominación Barrio Triste a lo largo del tiempo”, como dice Echeverría.
Se movió el tren y Barrio Triste se independizó
A mediados de los años treinta, en el Concejo se discutía la ampliación del área comercial de la ciudad –que iba desde la Plaza de Cisneros hasta Maturín con Tenerife, una cuadra antes de la línea férrea que atravesaba a Guayaquil–. Y al final de la década se inició la ampliación del Paseo de Los Libertadores, ya con miras a que por allí pasara el corredor férreo.
Al melting-pot guayaquilero hay que agregarle un ingrediente adicional para que la combustión quede a punto: gasolina, la especie que adobaría las noches y los días de Barrio Triste hasta la comida de hoy. Al tiempo que el olor a gasolina calaba en las mentes de parroquianos y dirigentes de la época, Guayaquil se convertía en “un puerto terrestre con entradas y salidas a todas partes”, como dice Germán Isaza Gómez en “Guayaquil: Puerto Polimorfo”, incluido por Alberto Upegui Benítez en el libro Guayaquil: Una ciudad dentro de otra.
En él confluían coches de bestias, trenes, tranvías, automóviles, camiones escalera, buses y taxis. En 1940 el Concejo autorizó la creación de una empresa municipal de buses de transporte público, que sentenció la lenta muerte del tranvía (1951). Los transportadores movidos por la gasolina ganaban cada vez más reconocimiento y los pasajeros empezaban a preferirlos. En 1945 había dos mil automóviles, 932 camiones y 894 buses. Medellín necesitaba rearmarse para empezar a andar al ritmo de los carros: ensanchar viejas vías y construir otras nuevas.
Se iniciaron así las discusiones sobre el urgente traslado de la vía férrea para la orilla del río –donde está en la actualidad–, lo que liberó el corredor para la construcción de la que hoy conocemos como Avenida del Ferrocarril y de paso separó definitivamente a Guayaquil de Barrio Triste.