Tal vez ningún otro de los innumerables parques de Bolívar en Colombia tenga una primera dama como esta. Se llama Natalia –“así, sin más nombres”, advierte–. Lleva falda gitana y gafas oscuras, tiene 57 años y es travesti. Desde las siete de la mañana se sienta en una de las bancas. “Por eso me dicen la primera dama del Parque Bolívar”, dice con un dejo de burla. Una maleta del mismo rojo del esmalte de sus uñas le sirve como muestrario de chicles, cigarrillos y dulces.
Hace treinta años la echaron de su casa; tuvo marido, vivió en Lovaina –el nicho histórico de la prostitución de Medellín–, administró una residencia en Barbacoas, y hace ocho años decidió vender dulces junto a la estatua del Libertador. En ningún otro parque de la ciudad se sentiría más cómoda y menos señalada. “Gais hay en toda parte –dice mientras se ajusta los lentes de sol–, pero este parque es la mata”.
Son las once de la mañana y a dos cuadras de allí, con micrófono en mano, Lillith Natasha Border Line invita a los transeúntes de la calle Junín a detenerse en el bazar de la comunidad LGTBI. En los toldos amarillos se ofrecen artesanías, ropa colorida y dulces hechos por quienes los atienden: lesbianas, gais, transexuales, bisexuales e intersexuales.
No es gratuito que ellos y ellas estén allí –“ellas”, aquí, no es un capricho del sexismo lingüístico–. En las últimas tres décadas el Parque Bolívar se convirtió en su casa. Cuando en los parlantes se escucha a Border Line–antropóloga, artista escénica, transgenerista– decir “diversidad sexual”, los transeúntes miran de reojo. El propósito del bazar, explica cuando deja el perifoneo, es resignificar el papel de las comunidad LGTBI en el sector.
La tarea no es fácil. En 1988, Gladys Gutiérrez Orozco y Luz Omaira Uribe presentaron la tesis Grupos marginales en el Parque Bolívar para obtener el título como sociólogas. Tras una encuesta, y luego de poner en un mismo saco a gamines y travestis, concluyeron que uno de los principales problemas del parque eran los “delitos contra la moral y el pudor sexual (homosexuales, travestis, prostitutas, trata de blancas, etc.)”.
“¿Delitos contra la moral y el pudor sexual? ¡Bah!”, se hubiesen burlado los nadaístas que dos décadas antes, en los sesenta, se reunían para tertuliar en el Salón Versalles –que aún existe–, y en el bar y billar Metropol, que hoy es un laberinto de almacencitos de artesanías. Los dos lugares eran frecuentados por artistas, escritores y poetas.
Uno de los visitantes noctámbulos de entonces era el artista Eduardo Cárdenas, gestor cultural y cofundador del Pequeño Teatro. En su memoria hay una escena que se antoja surrealista: eran las once de la mañana de un domingo a finales de los sesenta, la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia tocaba la retreta habitual en uno de los costados del Parque Bolívar. De un momento a otro, la risa del público contagió a los músicos y desafinó los instrumentos. Cuando el director giró ciento ochenta grados para entender el chiste, se encontró con ‘La Macuá’, que desfilaba erguido por el centro del parque sosteniendo con la mano izquierda un charol y, sobre este, un tacón.
Se llamaba José León Villegas, provenía de una familia adinerada, y aunque vivía en Laureles se le veía con frecuencia en el Centro. Normalmente vestía como un hombre, pero a veces le gustaba disfrazarse y hacerse notar en los billares y bares; en uno de sus cumpleaños botó la casa por la ventana: invitó a la crema y nata de la ciudad, y apareció vestido de reina egipcia.
“¡Envídienme muchachos! –recuerda Eduardo que fue su saludo una noche de los setenta en Versalles–, anoche fui primera dama de la nación”. Luego, ante el grupo de universitarios, mostró la prueba: “una foto en la que estaba chupando trompa con el presidente”.
Allí mismo, en Versalles, almorzaba diariamente ‘La Marquesa’, el personaje del libro El fuego secreto de Fernando Vallejo. Imposible trazar límites precisos entre realidad e inspiración literaria, pero lo cierto es que La Marquesa, un hombre con plata, fue un reconocido marica del Medellín de los sesenta y setenta. Mientras caminaba por el parque o se paseaba por Junín, La Marquesa se quedaba mirando fijamente a los muchachos: “¡Qu-pe-te-deee!”, decía con el garbo que lo caracterizaba.“¿Qué es eso Marquesa?”, le preguntó alguna vez Eduardo. “Qué-pelado-tan-divinooo”, respondió con picardía.
Cerca del parque quedaba Sayonara, una cafetería cuya propietaria era abiertamente lesbiana, y a unas cuadras estaban también el café Miami y la Whiskería. “Un día fuimos con La Marquesa a la Whiskería –recuerda Eduardo–. ‘Quiubo, papá’, le dijo uno de sus hijos. Y La Marquesa le gritó: ‘yo no soy tu papá, hijueputa. Soy tu mamá’”.
Los debates acalorados de nadaístas, escritores y artistas, así como las provocaciones sociales de La Macuá y La Marquesa, fueron un eco transgresor en el parque, corazón de una ciudad conservadora. Al parecer, La Marquesa murió en San Andrés –se cortó las venas y se adentró en el mar, dice El fuego secreto; otros cuentan que fue asesinado–. La Macuá murió en un accidente automovilístico en los ochenta, cuando trabajaba como administrador de varios condominios, unos en Medellín, otros en Estados Unidos, propiedad de Pablo Escobar.
Justo en la época en la que murió, en los alrededores del parque nació la rumba homosexual de la ciudad; los bares y billares mencionados no eran reconocidos plenamente como “de ambiente”, pero algunos de sus visitantes sabían que allí podían flirtear con otros hombres. El Machete, uno de los bares gais más antiguos del sector, abrió en 1984. Border Line, que tiene 41 años, recuerda que cuando cumplió dieciocho visitó también El Tambo del Indio, Casa Dorada, Barú, Escrúpulos, Zararacas y Ceres.
En la parte trasera de la Catedral Metropolitana está hoy Barbacoas, una calle que, aunque pequeña, demuestra cuánto ha crecido la minoría LGTBI de esta ciudad. Allí hay por lo menos una docena de bares y discotecas. Cada fin de semana, los besos de los enamorados, el taconeo de las travestis y la música de los parlantes –desde plancha hasta reguetón– le dan vida a ese lugar donde la consigna es la libertad. Allí mismo, cada año, culmina la tradicional marcha gay.
En las calles vecinas hay una variada oferta de hoteles, moteles, saunas gais, salas de internet, cines porno, residencias, bares y discotecas, así que es usual que solitarios “cazadores”, parejas de enamorados o grupos de amigos se crucen permanentemente en el Parque Bolívar, el mismo que Fernando, el protagonista de La virgen de los sicarios, recorre con sus amantes Alexis y Wilmar. No en vano Fernando Vallejo, el autor de la novela regresó en persona y como personaje a ese sector de Medellín.
“Los pirobos”, cuenta Natalia, son jóvenes, algunos menores de edad, que ofrecen sus servicios sexuales. En las escaleras del atrio o en las bancas del parque esperan alguna señal. Las miradas inquietas y ciertos movimientos corporales ponen en evidencia a sus clientes. En las noches basta con que el carro disminuya la velocidad en uno de los costados del atrio. El muchachito de acento costeño que en la madrugada de este sábado de agosto se acerca a la ventanilla tiene dieciséis años, usa polvo facial y bluyín ajustado. “¿Qué hay para hacer?”, dice el potencial cliente. “No sé –contesta el muchacho con tono pícaro–, hagamos una orgipiñata”.
Pero “los pirobos” no son los únicos en oferta. Después de las nueve de la noche, por momentos el atrio, con su luz cobriza, parece una pasarela inspirada en la nostalgia. Las travestis que ejercen la prostitución en las calles de la zona occidental del parque deambulan con trajes breves, tacones de charol y traseros exuberantes. Hace unas décadas trabajaban en Barrio Antioquia, luego en Lovaina, y después llegaron aquí.
¿En qué momento el Parque Bolívar pasó de vecindario de prestantes familias de la ciudad a teatro homosexual y acopio de prostitución? El giro fue sutil y paulatino, dice Eduardo. Para él, con ello tuvo que ver el cierre de la estación del ferrocarril, donde se construyó el centro administrativo La Alpujarra. Esa transformación provocó el desplazamiento de la oferta comercial y de cierta población que trabajaba en el viejo Guayaquil.
Con ello coincide Border Line, quien asegura que a los alrededores del parque “llegó primero la población homosexual que la prostitución”. A media cuadra de Barbacoas está el Centro para la Diversidad Sexual y de Género, en el que Border Line trabaja como gestora cultural. El lugar fue abierto por la alcaldía de Medellín en 2011.
Border Line, que también participó en la construcción de la política pública, es consciente de que eso no se logra de la noche a la mañana. Con orientación jurídica, asesoría psicológica, actividades culturales como el bazar y campañas de promoción y prevención de la salud, la consigna de este centro es fomentar la participación, el respeto y la convivencia.
Esas tres palabras son conquistas que por las complejas problemáticas sociales, la violencia y la discriminación han sido ariscas para la población LGTBI. Sin embargo, hay pequeños triunfos. Cuando la primera dama deja el parque para ir a su casa a descansar, el Libertador recibe a su diva: ‘La Dany’, una travesti que ha congregado a centenares de espectadores cada domingo durante veinticinco años. Algunos de ellos son feligreses que salen de la misa en la Catedral. Hasta hace unos años las escaleras del atrio servían de gradería pero los sacerdotes lo prohibieron, así que se desplazó hasta la estatua de Bolívar. A los pies del símbolo de la libertad nacional, La Dany hace su monólogo, besa peluches, se cambia de atuendo, habla por teléfono con personajes imaginarios, se quita la caja de dientes y persigue al público con una cabeza de marrano.
En momentos como ese, allí donde se viven cotidianas batallas por el reconocimiento y la libertad, se siente con vigor el pálpito de la ciudad diversa. Esta noche, un padre y sus dos hijos, de seis y siete años, se ríen a carcajadas de La Dany. A su lado, una pareja de hombres se besa. Los niños ni se inmutan. Es esa la gran distancia entre la tolerancia y la indiferencia.