Doña Rafaela Moreno de Orrego.
Qué me dejó tu amor Mi vida se pregunta
José Barros
Dicen su nombre con el respeto que se le tiene a esos seres célebres de carácter sustancioso, pero pocos, entre los vivos, saben algo de Rafaela. La mencionan, por ejemplo, para explicar que van para el “hoyo” que, aunque muerta 77 años, sigue siendo suyo. Una hondonada al pie de la vertiente montañosa del oriente junto a la quebrada Santa Elena, donde las aguas turbulentas se acercan a una gran boca negra para ocultarse bajo la avenida La Playa.
El hoyo de doña Rafaela; pequeño sector del barrio Sucre, enclavado entre Boston, Buenos Aires, Enciso y Caicedo, atravesado por una calle larga, la 53, a la que dan sombra acacias, guayacanes y almendros. Al final de esa calle, cuando el pie de monte gradualmente se eleva, descuella la casa —la de ella—, encumbrada en un pequeño cerro —fachada blanca hueso con zócalos altos verde oscuro—, expresándose con su centenaria presencia. Moldeada por artesanos del barro que hace más de un siglo, a punta de pisón y sobre un cimiento de piedras, levantaron con tapia y bahareque su casa, su casita, su casona, de la misiá Rafaela, que entonces (ocaso del siglo XIX, albor del XX) fue ama y señora de esas tierras.
Todo eran mangas y vacas pastando, todo suyo, fortuna de la que ignoran su procedencia, o eso creen los vecinos más ancianos, descendientes de quienes llegaron a habitar las primeras casas que fueron construyendo al pie de la de ella. Casas de un solo piso, hechas con la misma milenaria técnica, donde han vivido tres y hasta cuatro generaciones pertenecientes a esa especie de familia antioqueña que acostumbra sacar a la acera los taburetes del comedor y los muebles de la sala. Se sientan a escuchar música, a tomar guaro, a jugar parqués, a fumar, a tintiar, a chismosear, a saludar al que pasa, a mirar de arriba abajo al que pasa, a ver pasar la tarde, a verse las caras.
Cosas que dicen los taxistas: ¿Al hoyo de Rafaela?”. “No señorita, yo por allá no voy”. “¡Pa donde los hinchas del Medellín!”. “¿Oigan, por allá sí dejan dormir?, dizque hacen fiestas y cierran la calle y bailan porro hasta la madrugada”. “Venga, a eso por qué le dicen así, ¿quién es doña Rafaela?”.
Una señora de labios finos y mueca seria, que mira como si la llamaran de lejos, tímida, suspicaz, el lente que captura la imagen de su rostro, a blanco y negro, cuando todavía era joven y había parido siete hijos con Antonio Orrego Álvarez del Pino.
“¿Quién era doña Rafaela?”. “¡La dueña de todo esto! Ay mija, usted para encontrar alguien que le informe deso… Yo no creo. Es que eso de hace tantos años… Vaya mami suba allá a la quinta, allá donde ella vivió, a ver si alguien le informa. O vaya y pregunte por don Rigo y doña Margarita, que cuando yo vine al barrio ellos ya vivían por acá”, dice Martha, una mujer bajita, el cabello corto con pocas canas, lunares grandes blancos en las manos. Vive hace cuarenta años en el barrio, y acá crió a sus hijos y ahora ve crecer a sus nietos.
“Rigo está dormido”, explica doña Margarita tras la reja de su casa. “¿Para qué sería?”, amable y hacendosa, viste una falda larga que apenas deja ver su pies gordos embutidos en mocasines negros (la cuadra está tranquila, pasa poco tráfico, en la acera del frente, mirando para un tercer piso, una niña en chores de jean grita sucesivamente: ¡Abuela!). La casa de Margarita, por la que su papá pagó 4.600 pesos cuando era de tapia, queda en una callejuela a la que llaman El Talego, vía ciega conectada con un pequeño camino peatonal para salir a La Toma.
“Yo llegué por aquí cuando tenía siete años, vinimos de Santuario, todo eran mangas y mangas. La verdad yo no sé nada de Rafaela. Dicen que ella era dizque la dueña de todo eso. De pronto alguna persona que viva por allá arriba le dice más, una persona que esté muy vieja”.
Vieja, más vieja que ella y su marido que en las tardes se va a leer al pequeño parque que hay frente a su casa: una placa de cemento donde cada tanto se reúnen los vecinos y celebran bingos, donde se juntan religiosamente los hinchas del DIM a ver fútbol en pantalla gigante, donde en épocas electorales ciertos candidatos al concejo rifan anchetas que ganan los que recuerdan qué número deben marcar en el tarjetón, donde se arman tremendas parrandas sin aviso previo, con bafles que tronan música parrandera, que no se apagará hasta el amanecer, y donde siempre, en las tardes, sentados alrededor de una mesa de concreto que hay en toda la esquina, el mismo parche de viejos cincuentones se instala a jugar ajedrez o cartas, a tomar aguardiente —que no siempre es aguardiente—, a leer libros, periódicos, revistas, a comentar lo que dicen las noticias. Viejos que son carpinteros, cerrajeros, zapateros, mecánicos y, a veces también, viejas, amas de casa... vecinos de toda la vida.
Rafaela era una señora con mucha plata —generosa redentora, filántropa sin biografía—, dicen, en resumen, aunque ni ellos ni sus padres la conocieron, que fue lotiando las mangas, que supuestamente regaló varias, cuando no las vendía por pocos pesos, a esos pobres campesinos llegados de lejos y que en un parpadeo poblaron la ladera.
Uno de esos beneficiados vive diagonal a la quinta, como también le dicen a la casa de Rafaela. Fue el abuelo de Fernando, zapatero, el primer propietario en las tierras de la dueña. Parado bajo el marco de la puerta de su casa, el rostro cónico lo hace ver todavía más alto, dice que donde ahora hay un peladero de tierra amarilla había un árbol de mango al que él, cuando era un niño, le tiraba piedras. Eso sucedió hace setenta años. Y que él bebía agua pura de la quebrada Santa Elena, pescaba sabaletas, y la casa —la de ella— estaba rodeaba de estacones blancos.
Desdobla un viejo manuscrito de fina caligrafía, la punta superior derecha comida por cucarachas, en el que se lee claro que doña Rafaela Moreno de Orrego le vendió esta casa a su abuelo, excombatiente de la guerra de los Mil Días, por 1.600 pesos. ¡Mil seiscientos que no tenía! Le propuso a un amigo comprarla juntos, luego echaron un muro a lo largo por la mitad de la casa, para que cada uno tuviera su parte. Fernando vuelve a entrarse, perdiéndose tras una cortina, y regresa con un cuaderno grande, acolchonado, lleno de recortes de periódicos pegados con Colbón. Es su vieja colección de noticias, la mayoría sobre las promesas del viagra, los efectos nocivos de la yerba, las propiedades curativas de ciertos frutos.
Advierte, sin embargo, que no sabe, que no recuerda nada de Rafaela. “Acá tengo una leyenda de cuando le celebraron los cien años a la casa, esto lo publicó El Colombiano, si quiere le saca una copia. Pero el que le puede dar razón de eso es John Jairo Mesa, él organizó esa fiesta”. La media página del periódico, del 2 de julio del 98, describe, como citando una enciclopedia, que Rafaela era “[…] mujer muy amable, poseedora de gran riqueza, que tenía entre sus propiedades aquellas casitas de bahareque que formarían el actual barrio”.
Dos fotos encabezan la escueta nota, una con un retrato de la susodicha y la otra donde están dos de sus hijas: posan sosteniendo un perrito, recostadas contra una piedra, el pelo corto hasta las orejas cubiertas por los bucles negros. Al fondo se ven la calle polvorienta, una hilera de casas de un solo piso entre la que se distingue la casa de Fernando, la de su abuelo, y atrás, por encima de los tejados cocidas a fuego vivo, las montañas.
De este lado de la calle, donde retrataron a las señoritas Orrego, queda la casa de los Mesa, familia que llegó al barrio hace un poco más de cien años. A la casa original —solariega, amplia y larga— le echaron segundo piso, y al fondo, en el mezanine, John Jairo tiene su taller de carpintería, que, como una ramificación genealógica, se conecta con un pequeño apartamento de dos pisos que él mismo construyó.
Es un señor enérgico, bigote lustroso, negros ojos; se hizo popular por incursionar, hace veinte años, en el negocio de las salchipapas. Entre hervores de aceite escuchó a un político borracho decir que iba a hacer no sé qué por el barrio, cháchara que le fue fastidiando al punto de que un día decidió hacer lo que el otro jamás hizo. Y organizó aquella memorable fiesta para celebrar los cien años del barrio, porque cien es un número importante, rotundo. Aunque según unas viejas escrituras eran 115 los que en realidad cumplía.
“Cuando celebramos eso el barrio tenía ciento quince años, pero ciento quince suena muy maluco, entonces dijimos, vamos a celebrarle los cien años. Se hizo bingo y otras actividades para recoger plata. Y organizamos la quinta, estaba caída. Hicimos unos pasamanos y la pintamos. En la calle pusimos una tarima, contratamos mariachis, conjunto de música popular, hubo fiesta para los niños, competencia de patinaje, reinado infantil de belleza. La fiesta duró tres días: sábado, domingo y lunes festivo”.
Para el aniversario, celebrado en junio de 1998, John Jairo trató de indagar quién era Rafaela. Miriam, una amiga suya, familiar lejana de Rafaela, le pasó las pocas fotos que tenía de ella, que él luego le prestó al reportero, y que las fotos, se queja, nunca volvieron. Miriam sí sabía, comenta, pero Miriam murió hace dos años, llevándose a la tumba la historia de una mujer notable que vivió en un siglo donde las mujeres permanecían confinadas en sus casas, creyendo que sus sueños eran fábula que se hacían polvo en la máquina de coser, en la cocina, en el lavadero.
Y entonces, junto al difunto Gerardo Zapata, padre de los actuales dueños, remodeló la quinta, sostenida con pilastras de comino crespo que John Jairo peló para pintar de verde. Lo que sí sabe con certeza es que allí, antes de pasar a ser casa de alquiler para distintas familias, hubo una escuela, la Manuel Caicedo. Ahí estudiaron sus tías, cuenta, y una de ellas, Dioselina, noventa años muy lúcidos, está abajo, en el primer piso, bordando trapitos en una antigua Singer.
La mirada aguda y clara, las manos hábiles guiando retazos bajo la aguja. Una menuda y candorosa anciana, recogida en un vestido con pechera. Dioselina flor de la ternura.
—Ella te quiere preguntar de cuando fue escuela la quinta —le explica John Jairo, como si le hablara a una niña a la que se le presenta un extraño.
—Yo estudiaba en la escuela. Allá hice primero y segundo.
—¿Cómo era el estudio allá? —continúa su sobrino.
—Allá éramos señoritas… Teníamos que estudiar todos los días. Éramos chiquitas, nos vendían un frasquito e’leche así chiquitico con una arepita.
—Tía, ¿y quién era doña Rafaela?
—¡Ay, yo ni la conocí! Ya vieja fue que me contaron que doña Rafaela era muy bonita y que ahí vivió y que no sé qué, pero yo no tengo idea de cómo era ella. ¿Vos no la tenés pues retratada?
Las fotografías no hablan, tía Dioselina, por más vivaces que sean los ojos del retrato, no se sabrá por qué Rafaela, convertida en una piadosa abuela, tiene los labios prietos en una mueca exhausta. No dirá nada sobre quiénes fueron sus padres, no explicará de dónde tanta fortuna, seguirá la duda sobre si fue a la escuela, no contará si amamantó a sus hijos, si crió a sus nietos; se mantendrá muda aunque en su boca se perciba un leve temblor. No responderá en qué año abandonó El hoyo de Rafaela.
Si los muros hablaran —los la casa de ella—; devuelven, a cambio, un silencio de barro. Muros de tierra y mierda de muchas bestias. Firmes, acústicos, sismorresistentes. Ahora, entre sus muros, una carpintería, que los cubre de aserrín y polvo. Las amplias habitaciones perfumadas con olores de bosque húmedo, madera fresca, madera marchita, barnices, resinas, tabacos rubios de distintas marcas. Y los agudos ruidos de las máquinas con sus discos dentados contra los troncos, el seseo de los cepillos, la viruta en el suelo, el pisss de las pistolas que pintan el pino de caoba, los sonidos se diluyen en el ruidoso fondo musical de Radio Cristal.
En el solar reina el zarzal y la maraña, siguen en pie un árbol de mango y un naranjo, entre su raíces hay una cruz de piedra, desenterrada y vuelta a enterrar por quienes cavaron soñando con guacas. Árboles que Gerardo Zapata, hijo, trepó tantas veces, encontrándose de frente con las zarigüeyas, que también iban por el fruto pero terminaban huyendo de su azote de piedras. Ahí mismo, cuenta, su difunta abuela Lola, quien le compró la casa a un hijo de Rafaela, veía salir un bulto blanco, aunque Guillermo, el hermano de Gerardo y actual dueño de la casa, cree que era negro.
La casa es custodiada por María Auxiliadora, metida en una caseta de cemento con escaleras de granito, que recibe más humo de marihuana que sahumerio. Casa por la que mafiosos ochenteros, que llegaban en carros de lujo, hicieron tentadoras ofertas. Y hasta las constructoras les han dicho “que pa hacer un edificio, que dos torres cabrían, dos torres modernas y altas”. “Esa es la cosa, que le da a uno como pesar venderla. El asunto es que yo no sé si ponen problema pa tumbarla, si eso es patrimonio o qué, pero si no dejan construir, entonces que la restauren siquiera”. “Donde la restauren, mejor dicho, una belleza”.
Los dos hermanos dicen que no saben nada de Rafaela, pero recuerdan: la abuela Lola asando arepas en el fogón de leña; los baños de agua fría en el baño del patio a las dos de la mañana; los gamines que dormían en el zaguán y que a veces se levantaban en medio de la noche diciendo que escuchaban como si alguien arrastrara una cadena; las fiestas decembrinas y aquel junio del 98, el cumpleaños de la quinta, en el que vieron a su padre pintar por última vez los muros de la casa. Lo recuerdan vestido con pantalón blanco y sombrero negro, bajándose de la escalera con la brocha en la mano, cantando como si el pecho le doliera, el coro de un pasillo colombiano: “Qué me dejó tu amor / mi vida se pregunta / Y el corazón responde / pesares / pesares”.