Todo eran mangas y vacas pastando; todo era de ella
Dicen su nombre con el respeto que se le tiene a esos seres célebres de carácter sustancioso, pero pocos, entre los vivos, saben algo de Rafaela. La mencionan, por ejemplo, para explicar que van para el “hoyo” que, aunque muerta 77 años, sigue siendo suyo. Una hondonada al pie de la vertiente montañosa del oriente junto a la quebrada Santa Elena, donde las aguas turbulentas se acercan a una gran boca negra para ocultarse bajo la avenida La Playa.
El hoyo de doña Rafaela; pequeño sector del barrio Sucre, enclavado entre Boston, Buenos Aires, Enciso y Caicedo, atravesado por una calle larga, la 53, a la que dan sombra acacias, guayacanes y almendros. Al final de esa calle, cuando el pie de monte gradualmente se eleva, descuella la casa —la de ella—, encumbrada en un pequeño cerro —fachada blanca hueso con zócalos altos verde oscuro—, expresándose con su centenaria presencia. Moldeada por artesanos del barro que hace más de un siglo, a punta de pisón y sobre un cimiento de piedras, levantaron con tapia y bahareque su casa, su casita, su casona, de la misiá Rafaela, que entonces (ocaso del siglo XIX, albor del XX) fue ama y señora de esas tierras.