El lunes 2 de noviembre, día de los santos difuntos –o de las ánimas benditas del purgatorio–, el padre claretiano Darío Villegas terminó la misa del último funeral del día en la iglesia Jesús Nazareno a las tres y media de la tarde. Acompañó el féretro hasta la entrada, le dio la bendición antes de que saliera al atrio y despidió a los familiares del difunto. Los “vitrinos” –como le dicen al personal de la funeraria que acompaña los entierros–, de traje sastre las mujeres y saco y corbata los hombres, impecables y ceremoniosos como soldaditos fúnebres, bajaron el cofre hasta la calle y lo metieron en un carro mortuorio blanco de la Funeraria Nazareno estacionado sobre la Avenida Juan del Corral. Los deudos se abrazaron y se despidieron en las escaleras del atrio y en la acera, y se montaron en varios vehículos que los esperaban. El llanto contenido, las miradas en el suelo y las voces bajas dominaban el ambiente. En pocos minutos estuvo lista la caravana para acompañar al difunto al cementerio. El último cortejo fúnebre que desfiló por Juan del Corral el día de todos los muertos partió entonces hacia algún camposanto de la ciudad.
La escena, tan simple, se repite cuatro y cinco veces al día –a veces ocho, nueve–, en la mañana y en la tarde, de lunes a domingo, en la parroquia del barrio Jesús Nazareno, una de las iglesias que más funerales atiende en Medellín. Cuando parte un cortejo, es frecuente ver otro que se detiene al frente de la iglesia, otros vitrinos que bajan el ataúd del carro fúnebre, otros familiares que se reúnen en torno a él en el atrio, otro padre –la iglesia cuenta con cinco párrocos– que los recibe y los acompaña hasta el púlpito para iniciar otra misa exequial. Una noria de duelo y despedida marca el trascurso de los días en el barrio.
Avenida Juan del Corral. Daniel A. Mesa, 1945.
Pocas veces se interrumpe la rutina. Un día un grupo de jóvenes de un barrio popular llega en buses y se baja con una grabadora en la que se oyen las canciones favoritas del fallecido, de reguetón o de salsa, y el acostumbrado recato de Juan del Corral se estremece, o un grupo de militares uniformados, acompañados de una banda de guerra, le agrega a esta avenida con nombre de prócer un tono marcial para despedir a un compañero caído. Pero la mayoría de veces, Juan del Corral, con su doble vía de separador arborizado, aislada de la congestión vehicular, el ruido y el agite comercial de vías vecinas como Bolívar y Carabobo, cortada por el Hospital San Vicente y los puentes de la Avenida Oriental, permanece como un impasible bulevar al que el tiempo de los vivos le es ajeno. Un recordatorio, en el centro de la ciudad, de la Medellín que muere cada día, y el portón de entrada a la que quiere ser en el futuro. Un cul-de-sac cargado de memoria y de ambiciones.
Jesús Nazareno siempre ha estado en tránsito entre lo que deja de existir y lo que viene. Su desarrollo hacia lo que es actualmente tuvo un impulso decidido en los planes de Medellín Futuro de finales del siglo XIX y principios del XX, que buscaban dejar atrás la ciudad atrasada e insalubre y abrirle paso a una metrópoli moderna en la que primaran “los llamados principios rectores o ‘tres gracias’ del urbanismo moderno: circulación, belleza e higiene”, como dice Luis Fernando González en Medellín, los orígenes y la transición a la modernidad: crecimiento y modelos urbanos 1775-1932.
La iglesia que le da nombre al barrio, construida entre 1943 y 1953, sobresale entre el paisaje de casas y locales de dos y tres plantas que pueblan los alrededores de Juan del Corral. Su exterior de color amarillo, con líneas granates que marcan los bloques de construcción y delinean los contornos de los ventanales, la torre del reloj, la cúpula y las puntas en forma de pequeños minaretes que coronan sus flancos le dan el aspecto de un castillo para armar, casi de juguete, aunque en su interior se dé trámite religioso a los más serios asuntos de la vida y la muerte. Algunos vecinos la llaman la “marranita patas arriba”, pues así les parece que luce cuando la ven desde las estaciones Hospital o Prado del metro, que marcan los límites del barrio en su costado oriental.
La fachada posterior de la iglesia, de ladrillo cocido a la vista, que da a la carrera Carabobo, sería la discreta y añeja cola de la marranita de más de cien años de antigüedad. Una puerta de madera terminada en arco, con dos columnas que no sostienen nada –pues se quedaron solas cuando el ensanche de Carabobo se llevó el frontis de la entrada principal de la iglesia– y una torre no muy alta, de unos siete metros, con un campanario sin campana, son los vestigios de la antigua ermita de Jesús Nazareno, construida por iniciativa de Isabel Echavarría a finales del siglo XIX. El 25 de febrero de 1895 “principió animosamente Doña Isabel, secundada por su esposo Don Juan José Echavarría, la ímproba tarea de construir al despoblado una capilla de regulares dimensiones, casi una iglesia, en paraje solitario de amenos prados o potreros y de casi ningún vecindario”, se lee en el libro Comunidad claretiana de Medellín. Derrotero histórico 1925-1975, de Mariano Izquierdo y Carlos Mesa, que se encuentra en la biblioteca que hoy ocupa la antigua ermita, un tesoro con más de catorce mil volúmenes entre libros religiosos y “profanos”, algunos con más de cinco siglos de antigüedad, custodiados en la actualidad por Ángela Chica, la bibliotecaria de los misioneros claretianos que administran la parroquia.
Avenida Juan del Corral. Gabriel Carvajal, s.f..
La urbanización de esta parte de la ciudad había comenzado apenas un par de décadas antes de iniciar la construcción de la ermita, animada por el desarrollo del barrio Villanueva: “Este proyecto de desarrollo urbanístico del norte determinó el crecimiento posterior de la ciudad hacia el denominado Llano de los Muñoces, siguiendo el carretero o Camellón del Llano, la salida de la villa al norte del Valle de Aburrá, un área con mejores condiciones topográficas y de provisión de aguas, en cuyo extremo se construyó entre 1842 y 1845 el Cementerio de San Pedro, con lo que esta área fue un potencial urbanizable desde estos años, siendo ocupado de manera lenta y paulatina por grupos populares, mestizos y mulatos, una condición que la caracterizó por mucho tiempo”, dice Luis Fernando González en el libro antes citado. En sus inicios era un barrio semirrural, “asociado a problemas de higiene […] asociación que también tenía que ver, al igual que con Guanteros, por ser sitio de habitación de gente pobre, mestizos y mulatos, de carácter festivo y levantisco que lo hicieron famoso”. Curioso destino tendría el barrio, pues con los años sería famoso por la construcción de obras dedicadas al cuidado de la salud y de la higiene, antes de que la muerte llegara a reclamar su lugar.
En 1871, por orden del presidente Pedro Justo Berrío, el antes llamado Cementerio San Vicente de Paúl pasó a llamarse Cementerio de San Pedro, y un año después se fundó la primera funeraria del país, la Funeraria Rendón. Luis Fernando Arango Madrid, dueño de la Funeraria San Vicente, ubicada sobre Juan del Corral, y uno de los empresarios fúnebres más reconocidos del país, me cuenta que “la Funeraria Rendón empezó en la Plazuela San Ignacio, pero muy rápido, a principios del siglo XX, se trasladó a la Avenida Juan del Corral, muy cerca de la Avenida De Greiff, en un edificio que hoy ocupa la Papelería Bolívar”.
Por el Camellón del Llano o camino de Bolívar se hicieron frecuentes los recorridos para ir a visitar a los muertos al cementerio y el paso de los coches fúnebres que llevaban los cuerpos de los ricos desde la Catedral Metropolitana. A lo largo de Bolívar se vendían flores traídas desde Santa Elena para atender la demanda de los visitantes.
A partir de 1870, personas naturales como Álvaro Restrepo –en nombre propio o como apoderado de Tomás Muñoz– empezaron a vender lotes en el Llano de la Villa. El poblamiento del sector trajo también la necesidad de transporte para los nuevos habitantes. En 1886, el general Juan Clímaco Arbeláez tuvo el privilegio de implantar un tranvía de mulas, o de “sangre”, uno de los primeros sistemas de transporte público que tuvo la ciudad, que buscaba conectar el centro de la villa con los nuevos desarrollos urbanos y con lugares de esparcimiento como el Llano de los Muñoces y los Baños El Edén. El primer viaje se realizó con éxito el 22 de octubre de 1887, entre la iglesia de La Veracruz y El Edén (hoy Jardín Botánico). “Para el pastaje de los semovientes se adquirió el terreno conocido con el nombre de Llano de los Muñoces; más tarde fue cambiado su nombre por el de Llano de los Belgas [...] se instalaron oficinas, depósitos y pesebreras para las mulas traídas de Bogotá [...] eran corpulentas, enseñadas a otro clima y otros cuidados, sintieron nostalgia de su tierra y fueron muriendo prontamente”, cuenta Lisandro Ochoa en Cosas viejas de la Villa de la Candelaria. El general vendió pronto la empresa a una compañía belga –de ahí el nombre de Llano de los Belgas o “manga de los belgas”– que no pudo llevar el tranvía más allá de El Edén y liquidó la compañía. La construcción del Hospital San Vicente de Paúl entre 1913 y 1934, en el lugar dejado por las mulas del tranvía, transformó el Llano de los Muñoces y condujo al barrio Jesús Nazareno en la dirección planeada para la ciudad. “Con la construcción del hospital se regularizó e incorporó este barrio de acuerdo con el plan del Medellín Futuro, sumando a los viejos conectores del Camellón de Bolívar y el Carretero Norte el eje de la Avenida Juan del Corral”, dice González en su libro.
El primer plano de Medellín Futuro, de la última década del siglo XIX, tenía como antecedente las propuestas de médicos higienistas como Francisco Antonio Uribe Mejía y Ramón Arango, quienes concebían la higiene no solo como una forma de conservar la salud, sino también de embellecer y mejorar el entorno. Los médicos de la época le daban a la clase dirigente recomendaciones sobre la necesidad de construir nuevos cementerios, desaguar pantanos, canalizar el río, construir alcantarillas, conducir el agua por tubos de hierro, mejorar el alumbrado público y los empedrados de las calles y plazas, recolectar las basuras diariamente y plantar árboles.
Jesús Nazareno sería el resultado del desarrollo y evolución de esa concepción higienista de la ciudad, representada no solo en el Hospital San Vicente y sus pabellones que permitían la circulación del viento, sino también en la construcción en 1915 de la Escuela Modelo, a cargo del arquitecto Dionisio Lalinde, que sirvió de ejemplo para la construcción de escuelas en varios municipios del departamento. Era una edificación con patio central, jardines, amplios corredores, de estilo moderno con referencias clásicas para acentuar la idea de “templo del conocimiento”. En la Guía ilustrada de Medellín de Germán de Hoyos Misas (1916) se dice que era “un moderno y hermoso edificio […] circuido en sus tres frentes por pequeños jardines, con hermosas fuentes y verja de hierro”. Era la “arquitectura higiénica” aplicada al espacio escolar.
El concepto en boga de los parques educativos como motores de transformaciones sociales tiene su principal antecedente en la esquina de Juan del Corral con la calle 59, en el mismo edificio donde hoy funciona el Centro de Idiomas del Instituto Tecnológico Metropolitano, cerca del límite sur del barrio. Se puede decir que Jesús Nazareno comienza y termina con dos referentes del interés de la ciudad de principios del siglo XX por cuidar la salud de sus habitantes. Cien años después, al frente del Centro de Idiomas, sobre Juan del Corral, hoy tiene su sede la Funeraria La Esperanza, que da cuenta de la reciente vocación del barrio por cuidar a los muertos.
El diseño de la Avenida Juan del Corral respondió al deseo de las élites de construir una ciudad moderna, de calles amplias, arborizadas y con andenes para poder pasear. “Así, con las calles rectas, de dieciséis metros de ancho, se garantizaba el principio de que el aire y la luz debían circular en abundancia. No se debía ahorrar ni aire ni luz y, por el contrario, se debía procurar que el viento eliminara los gases mefíticos y miasmas, a la vez que el sol impedía las humedades, lo que se pensaba no ocurría con las calles curvas y estrechas, proclives a situaciones malsanas”, explica González.
Una ciudad moría y otra nacía. Atrás quedaba la Medellín antigua, de calles estrechas y tortuosas, para darle paso a la Medellín moderna, de calles anchas, rectas y aseadas. La Avenida Juan del Corral apareció como tal a partir de 1916, cuando por acuerdo municipal se le dio el nombre del dictador momposino, “uno de los más esclarecidos varones que tuvieron actuación destacada en la guerra de independencia, y cuyo nombre es pronunciado en Antioquia con respeto”, como afirma Pedro Rodríguez Mira en Significado histórico del nombre de algunas calles y carreras de la ciudad de Medellín.
Cuenta Ricardo Olano en sus memorias que el desarrollo de la avenida, que se proyectaba desde la calle Perú –cerca de la Avenida De Greiff– hasta el Bosque de la Independencia, “tuvo muchas vicisitudes y alguna vez el Concejo trató de suprimirla en vista de las dificultades que estaba costando la compra de fajas; pero logramos que se conservara. Cuando se hicieron los planos del Hospital San Vicente yo influí con D. Alejandro Echavarría para que situara los edificios siguiendo las líneas de la avenida y así lo hizo. Hacia el norte del Hospital los urbanizadores del barrio Sevilla continuaron la avenida en su terreno”. En 1932, el Concejo autorizó un paseo central con árboles.
Las características de la avenida hicieron que familias pudientes como los Olano, los Echavarría, los Escobar, los Toro, los Mejía, los Vásquez y los Ospina construyeran en los alrededores sus casas, viviendas de uno y dos pisos con mansardas y fachadas de líneas rectas y estilo moderno, muchas de las cuales hoy albergan las funerarias que le dan a Juan del Corral la apariencia de un panteón o de un paseo comercial de la muerte.
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Los nuevos planes del futuro de Medellín pasan otra vez por Jesús Nazareno, uno de los cuatro barrios del llamado “Distrito de la Innovación” –o Medellínnovation, como lo llaman los vecinos–, junto con Sevilla, San Pedro (también conocido como Lovaina, aunque la “innovación” prefiera llamarlo con nombre de santo) y El Chagualo, 114 hectáreas de las mejores tierras del norte de la ciudad.
El símbolo del Distrito de la Innovación es un edificio acorazado llamado Ruta N, recubierto de láminas color naranja semiabiertas que parecen un inmenso filete de atún con cortes verticales, y ubicado en lo que se conoce como “manzana de la innovación” (esa última palabra es todo un leitmotiv por estos días y estos lugares), sobre la calle Barranquilla, entre Carabobo y la Avenida del Ferrocarril, justo al frente del límite norte de Jesús Nazareno, que se extiende hacia el sur en forma de trapecio hasta los puentes de la Avenida Oriental, con la carrera Bolívar como límite por el oriente y la Avenida del Ferrocarril por el occidente.
En el interior de la coraza, en una salita de reuniones con ventanales que dejan ver una especie de representación del bosque tropical en la entrada del edificio y jardines colgantes en una de las fachadas interiores, Iván Rendón, sociólogo de Ruta N –la instancia de la alcaldía de Medellín encargada de promover el Distrito de la Innovación–, me explica que el distrito es “un plan estratégico que define que en este territorio se deben incentivar y potenciar la ciencia, la tecnología y la innovación como alternativas económicas de la ciudad”. Dice Rendón que alrededor de Ruta N hay asentadas cerca de setenta empresas de ciencia, tecnología e innovación que generan dos mil empleos “altamente calificados y bien remunerados”.
“De esta cuadra se supone que no van a tocar esta casa, el ancianato y la guardería El Principito Feliz –me dice Liliana Escobar, una jubilada del magisterio de 63 años, que hace más de cincuenta habita la casa con el número 61-63, ubicada sobre Juan del Corral, a medio camino entre la iglesia y la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia–. Lo demás no corresponde con los planes de Medellínnovation, que quiere que esto por aquí sea ciencia, salud y tecnología pero tiene que respetar las casas viejas. Yo estuve catequizando a mi madre para convencerla de que nos fuéramos y ya me había aceptado, pero luego nos llegó la resolución que decía que por ser la nuestra una casa de más de cien años no la tumbaban”.
La “sociedad del conocimiento” se abre paso por las calles de un sector en el que las élites de Medellín decidieron construir, en el siglo pasado, una ciudad que respondiera al pensamiento dominante de la época, aunque años antes hubieran sido los muertos –como quizás lo sigan haciendo ahora– los que señalaron el camino hacia la primera urbanización de la zona norte de la ciudad.
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Sobre Juan del Corral, en espacio de cuatro cuadras –entre las calles 58 y 62–, está asentado el mayor número de funerarias de la ciudad: doce en total (más dos salas de velación). Todo un “clúster de la muerte”, como dicen algunos con cierta ironía. Por eso es conocida como la “calle de los muertos”. “Todo empezó con los Rendón”, me dice Luis Fernando Arango Madrid en su despacho de la Funeraria San Vicente.
La funeraria ocupa media cuadra entre las calles 61 y 62, con un local de fachada blanca y lisa, que más parece una bodega, hecha de la unión de varias casas. En la parte trasera, donde está el parqueadero, limita con el emblemático local de lo que fuera la Editorial Bedout, recientemente adquirido por la Universidad de Antioquia para construir la nueva sede de su Facultad de Salud Pública.
La oficina de Arango Madrid no tiene puerta y está a unos pasos de la entrada principal, cualquiera puede confundirlo con un empleado más. Allí atiende a deudos, clientes y empleados. Es uno de los personajes más reconocidos del barrio. Famoso por su generosidad, muchas personas de escasos recursos se le acercan para que les ayude a enterrar a sus seres queridos. También se precia de tener una de las colecciones de autos fúnebres clásicos más grande de América Latina –en el desfile de autos clásicos de 2012 exhibió veintiuno–, de haber prestado el coche fúnebre que se usó en el entierro de Hugo Chávez –con toda la novela que supuso el regreso al país del Lincoln modelo 98, confiscado por la Dian y luego subastado–, y de haber aportado el carruaje tirado por caballos en el que se pasearon por Medellín los restos de la Madre Laura después de ser santificada.
Es común verlo por el barrio muy elegante, de traje oscuro y corbata roja, como si fuera el modelo del uniforme de sus empleados. ancha y el pelo negro peinado hacia atrás. “Luego les pareció a los otros más fácil llegar a una zona donde ya había una o dos funerarias –me sigue contando–. Había un ritual de escoger los cofres en familia. La gente traía hasta a los nietos. Somos antioqueños, y había la costumbre de no comprar en la primera funeraria a la que se entrara, sino ir y cotizar en dos o tres. Así se consolidó el sector funerario aquí. Como empresario uno no pensaba en ponerla en un lugar diferente, porque había una idea de que las funerarias quedaban en Juan del Corral, aunque en un principio no hubiera muchas. La zona de las funerarias viene de la década del cincuenta”.
En su cabeza está la historia no escrita de las funerarias de la ciudad. Recuerda con nombres, ubicación y fecha de fundación todas las funerarias que han estado ligadas a la Avenida Juan del Corral. Me cuenta la historia de José de los Santos Rendón, el ebanista de muebles finos que terminó haciendo féretros por encargo de los ricos de Medellín. Antes no era bien visto que se hiciera un ataúd sin que alguien hubiera muerto, así que Rendón los hacía cuando la persona fallecía. “Las familias se seguían encargando de todos los preparativos para llevar los cuerpos de sus seres queridos a la disposición final, inclusive de la construcción de cofres rústicos que se utilizaban como andas para transportarlos en hombros hasta los cementerios. Pero ya en el siglo XX, sobre todo para los ricos, había unos carretones. La Rendón fue la primera que trajo un coche fúnebre, que era una carroza de tracción animal”.
Tuvieron que pasar cuarenta años desde la fundación de la Funeraria Rendón para que Medellín tuviera la segunda empresa de servicios fúnebres, la Betancur, fundada en 1912. “La Betancur empezó en Carabobo, al frente del Palacio Municipal, y se pasaron para Juan del Corral, al calorcito de la Rendón, en la década del treinta. Después llegaron Fraternidad, en el 48; Metropolitana, en el 50; Medellín y Moderna en el 51, y la Imperial en 1963. Todas estaban ubicadas antes de los puentes de la Oriental”. Como si me estuviera haciendo un dictado, me mira y continúa: “Luego llegaron la San Fernando, en el 64; San Luis, en el 65; San Ignacio y Nazareno, en el 66; Campos del Recuerdo, en el 72; La Inmaculada, del 73 al 82; Ser, en el 74; San Vicente, en el 80; El Socorro, en 1983 (fundada en 1979 en Bolívar); La Esperanza, en el 85; la Gómez, en el 86 (también empezó en Bolívar en 1968)”. Hace una pausa, piensa y enumera las que han desaparecido: Fraternidad, Metropolitana (que se convirtió en Santa Clara), Imperial, Moderna, San Ignacio, San Fernando, Rendón y Campos del Recuerdo. Y luego sigue la lista: “San Juan Bautista, en el 91; Vivir-Los Olivos y Los Olivos, en el 98 (aunque esta última empezó en Manrique en 1979); Sagrado Corazón, del 98 a 2003; Cootrafa Social, en 2002… Espero que no se me olvide ninguna”.
Le pregunto por la suya y por su relación con el barrio y con la Avenida Juan del Corral: “Nací en Juan del Corral, donde ahora es la IPS Universitaria; me crié en Juan del Corral, en el barrio Sevilla; estudié en la escuela Juan del Corral, cerca a lo que llamábamos El Bosque; en 1971 fundé la funeraria a veinte metros de Juan del Corral, en la calle 67 entre carreras 51C y 51D, al frente de Policlínica, y en 1980 la pasé para donde estamos hoy, sobre Juan del Corral”. Luis Fernando es ciertamente “el hombre de Juan del Corral”, como lo llamaba el locutor Rubén Darío Arcila cuando lo saludaba en sus trasmisiones de ciclismo. En Juan del Corral aprendió a ganarse la vida. Cuando era niño, en los años sesenta, le daban unas monedas por sellar los tiquetes de las apuestas de fútbol y de carreras de caballos: “Jesús Nazareno era la iglesia de los ricos de Medellín, porque en Prado estaban los banqueros, los industriales, los comerciantes, los empresarios, el alcalde y el gobernador. Juan del Corral tenía tres quioscos sobre el separador, entre la calle 61 y la Facultad de Medicina, que se llenaban de gente muy elegante y mujeres muy bonitas cuando había misa los sábados en la noche. Los hombres jugaban al Totogol y al 5 y 6, y yo iba y los sellaba a Las Dos Tortugas o a El Raudal. Aquí se inspiró la carrera 70, los domingos venía gente con ollas a comprar mondongo al restaurante de las Mejías, muy allegadas a la parroquia. Era la avenida más hermosa de Medellín, llena de palmeras, unas ocho en cada cuadra; ahora solo quedan tres o cuatro al frente de la Facultad”.
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A la par –o en contraposición– de las funerarias, en Jesús Nazareno tienen asiento importantes instituciones dedicadas al cuidado de la vida, que hacen parte del llamado “clúster de la salud” de la ciudad, íconos del pasado, el presente y el futuro del barrio: el Hospital San Vicente Fundación que ofrece “medicina para la vida”, como dice su eslogan; una de las sedes de la IPS Universitaria; las Facultades de Medicina, Odontología, Enfermería y Salud Pública y la Sede de Investigación Universitaria (SIU) de la Universidad de Antioquia, donde aprenden e investigan profesionales dedicados a entender, componer o mejorar la vida humana; y el más reciente Parque de la Vida, un edificio con antejardín –que muy innovadoramente ahora llaman “parque”– donde se realizan actividades enfocadas en la salud de las personas.
Los habitantes del barrio, en su mayoría adultos y personas de la tercera edad, viven en casas de dos y tres pisos entreveradas con los locales comerciales que abundan en todas sus calles. Durante el día se ve gente dedicada a los más variados oficios, en talleres de mecánica, depósitos de materiales, almacenes de servicio técnico, pequeñas fábricas, ventas de repuestos y de taxis, restaurantes, tiendas, panaderías, papelerías, tabernas, discotecas y hoteles. En la noche, cerrado el comercio, la soledad monta guardia en las calles y solo deja ver algunos personajes oscuros que le dan rostro a la inseguridad de la que tanto hablan los vecinos del barrio.
Fanny Díaz, quien vive hace 43 años en una casa ubicada sobre la calle 61, cerca de la esquina con Carabobo, y flanqueada por talleres de mecánica automotriz, dice que por la noche no puede salir. “En el día me cuidan los mecánicos, pero en la noche y los fines de semana es muy solo. En la esquina de Carabobo había una plaza de vicio, funcionó como veinte años, casi no los sacan de ahí”, dice, y recuerda que cuando llegó al barrio, a principios de los setenta, vivía gente “muy bien, de caché”, en particular sobre la Avenida Juan del Corral, pero la llegada de varias funerarias a partir de los años ochenta hizo que muchas de esas familias vendieran sus casas. Luego vendrían años en los que la violencia del narcotráfico haría florecer el negocio de los enterradores, que en Juan del Corral encontraron tierra abonada. Y los vecinos que quedaron se acostumbraron a la presencia de los muertos.
Desde entonces, en Jesús Nazareno la muerte no descansa, atareada en su ritual de despedida los 365 días del año, las 24 horas del día. Las funerarias no cierran a ninguna hora, ningún día. A diferencia de las demás calles, donde la soledad habita en las noches, en Juan del Corral siempre hay algún representante del más allá dispuesto a servir de compañía. “Los funerarios nos cuidan cuando llegamos a la casa por la noche, y como siempre tienen las luces prendidas no hay problema en caminar por la calle”, dice Liliana Escobar sentada en la sala de su casa. “Si usted ve la participación de la gente en los entierros, usted dice que están más vivos los que están en la caja. No contestan nada, el padre tiene que pedirles que se levanten”, cuenta Amparo Valencia, la madre de Liliana, que se ha unido a la conversación.
La vivienda, de pocos metros de frente, se extiende por un largo corredor hasta dos solares que dan a la carrera Carabobo, tiene parqueadero, siete habitaciones, patio y un pozo antiguo que todavía utilizan como ducha. Antes de pertenecer a la familia de Amparo, vivió en ella Alberto Jaramillo Sánchez, quien fue tres veces gobernador de Antioquia. Al lado queda la Funeraria El Tesoro. “Una ventaja grande es que tenemos misa a diferentes horas. Ha habido funerales hasta después de la misa de seis de la tarde”, dice Amparo. “A las funerarias les queda muy fácil descargar sus fríos aquí y no llevárselos para otra parte. Es un problema para el parqueo del carro, bloquean la calle y hay que esperar a que pase el entierro para salir. Cuando es de conductores es miedoso porque bloquean las vías con los taxis, pero cuando es de un policía volamos a oír la música de la banda que traen. El barrio no es triste porque tengamos que estar despachando muertos. No hay nada más delicioso que sentarse en las escaleras de la iglesia a conversar con los vecinos, es como la sala de la casa”, explica después Liliana.
Hay barrios en los que la vida gira en torno a los horarios de trabajo de sus habitantes, obreros que caminan en la madrugada hasta la parada del transporte público, profesionales y ejecutivos que sacan sus carros de los parqueaderos de sus casas o edificios; o a la vía principal, congestionada todo el día, atiborrada de comercio, donde se compra la comida diaria y se hacen las vueltas del hogar, se toma café viendo pasar gente, se escucha música o se bebe aguardiente; o al parque lleno de niños, chucherías y fieles que van a misa los domingos. Hay gente que hace deporte, sale a caminar o se sienta en el balcón a chismosear o a leer la prensa. Pero en Jesús Nazareno, en particular en los alrededores de la Avenida Juan del Corral, la gente ve desfilar entierros mientras espera que los planes de la Medellín futura, que sigue por el camino que los muertos señalaron a mediados del siglo XIX, le cambie otra vez el paisaje al barrio.