Una placita de Flores
Paula Camila O. Lema
Fotografía Archivo histórico BPP

Placita de Flórez. Gabriel Carvajal, s.f.


La Placita de Flórez rara vez duerme. Hoy, martes de octubre, despierta antes de las cuatro a.m., más temprano que los lunes, extensión del santo día en el que hasta una plaza de mercado descansa. A esta hora todavía oscura –las cinco– se ven flores sobre el parqueadero lavado por la lluvia nocturna. Flores en baldes, embaladas, envueltas en plástico, arrumadas en el piso a la espera de la mano que las arreglará para la venta. Flores que delimitan los puestos de dos o tres metros cuadrados de los vendedores, entre los que pasan bulteadores, algunos con costales de papas, que es lo único distinto que a esta hora se mueve en la Placita de Flórez. Así, con zeta, aunque sean flores lo que la mantiene despierta, por el empresario que la construyó entre 1888 y 1891, después de que las élites de la ciudad decidieran que era de mal gusto tener un mercado público en la Plaza Mayor, “lleno de vivanderas, negros, mestizos y mulatos –como afirma el arquitecto e historiador Luis Fernando González–: ya no veía bien que esa suciedad y esa podredumbre se tomaran la plaza de una ciudad que se estaba convirtiendo en importante”. Entonces, para transformar la Plaza Mayor en Parque Berrío y sacar de allí a los mercaderes, le concedieron al señor Rafael Flórez un terreno para que construyera lo que primero se llamó Mercado de Oriente por su estrecho vínculo con esa región antioqueña.

Olguita deme un tinto, Olguita una aromática, Olguita un perico, le dicen a la dueña del caspete verde que hay en el costado sur de la plaza, mujer amable pero seria de pelo cobrizo muy corto. Olguita, explica un señor, porque “cuando una persona es buena gente la tratan con el diminutivo”. Dice Olguita que los viernes y sábados son los días que más madruga la plaza, a las tres (y a veces antes), y que en ciertas fechas –días de madre, de la mujer, del amor y la amistad– no duerme y los vendedores llegan desde las 7:30 de la noche anterior para preparar las flores que luego venderán a floristerías, cementerios, casas de banquetes, revendedores de barrios e iglesias.

Placita de Flórez

A Olguita le han contado que antes de que ella llegara, hace unos quince años, “esto era abierto y eso era el gentío”. En este lugar donde la noche florece hay vendedores hijos de vendedores nostálgicos de Guayaquil, y tal vez por eso muchos ignoran que el de Flórez fue el primer mercado cubierto de la ciudad. Pero el primer esplendor del Mercado de Oriente fue breve, pues Coriolano Amador, prohombre antioqueño, logró desarrollar su proyecto inmobiliario en Guayaquil y construir allí, en 1894, una plaza de mercado cubierto que en poco tiempo se volvió la más importante. Y en 1895 la concesión del Mercado de Oriente cambió de manos y la plaza entró en decadencia. Después fue circo de toros, tiradero de basuras y escenario de furtivos encuentros amorosos, hasta que un par de comunidades religiosas lo convirtieron en centro de enseñanza, taller, escuelita de artes y oficios, centro asistencial, y a finales de los años treinta recuperó en parte su vocación de plaza de mercado. Después, mucho después, llegaron las flores. Aún no amanece y el cielo amenaza lluvia. La plaza huele a flores y a forraje, y en el caspete oloroso a frituras un parlante escupe Radio Cristal: música guasca y cada tanto un reporte noticioso: “Atención-alerta-insólito-increíble, captura de exfuncionarios de banco que realizaban transacciones bancarias sin permiso de sus propietarios”. Hasta las seis de la mañana estará cerrado el mercado cubierto, “proyecto arquitectónico de una calidad extraordinaria”, según González, por su espacialidad, luminosidad y ventilación. La plaza de ahora, de la que habla González, no es la de Flórez sino la que construyó en una de sus mitades –la del norte– el arquitecto austriaco Federico Blodek entre 1951 y 1953, como parte de un proyecto de los dueños de la ciudad para descentralizar la actividad de Guayaquil, ya cercana al colapso, mediante la construcción de plazas satélites en varias partes de la ciudad. De la plaza de finales del XIX lo único que queda son algunas fachadas, pintadas de colores, de los edificios comerciales diseñados por el francés Charles Carré en la carrera 40, convertidas en cigarrerías y distribuidoras, enfrente de la Institución Educativa Héctor Abad Gómez que se levanta en la mitad sur de la antigua plaza, cuya vocación educativa resistió al paso de los años.

Sentada ante el caspete una mujer recién bañada fuma y toma tinto. Al lado, un par de empleados de una floristería cortan y deshojan tallos. Doña Martha, señora menuda de piel curtida y surcada de arrugas, envuelta en buzo, bufanda y gorrito de lana, pide un Milo pequeño: “Tengo como un frío en los huesos”, dice. Cuenta Olguita que doña Martha es uno de los pocos vendedores de la plaza que cultivan, y que proviene, cómo no, del corregimiento de Santa Elena. La mujer recién bañada está acompañando a William, bogotano, geógrafo que está haciendo su tesis de maestría sobre industrias culturales y eligió las flores de Medellín por su feria tradicional. Le dijeron que tenía que venir a esta plaza, y ahora parece un poco decepcionado porque los cultivadores son apenas un puñado, las flores no provienen de Santa Elena y casi todas son de los sembrados de exportación del Oriente antioqueño (La Ceja, El Retiro, Rionegro). Además, le dicen, ningún silletero cultiva lo que desfila en feria “porque no es rentable”.

Las gérberas, los lirios, las astromelias, los pompones, los crisantemos y los girasoles son de Oriente. Las rosas y los claveles son de Bogotá. Y de Santa Elena es todo lo que vende doña Marta –cartuchos, agapantos, gladiolos, estrellas de Belén, siemprevivas, orquídeas– en el pequeño puesto que comparte con Jorge, señor de cincuenta años que también es de Santa Elena, hijo de vendedor de flores: “El único problema aquí es que somos muchos vendedores, hay que repartise la plata entre mucha gente. Uno aprendió a conseguir la comida, pero plata no se consigue ya. Y qué más vamos a hacer, si no sabemos hacer nada más”, dice.

Placita de Flórez

A las ocho de la mañana, cuando saquen a los vendedores para dar puesto a los carros, algunos moverán las flores a los negocios de la Avenida Giraldo, floristerías que comparten jornada con la plaza y desde la madrugada ocupan la acera con mesas llenas de arreglos. Otros –pocos– se trasladarán a los locales del primer piso de la plaza, donde están las flores –de verdad y artificiales–, y las carnicerías y las pesquerías y algunas salsamentarias. En las carnicerías, hombres de blanco y guantes de malla amolarán cuchillos con los que tasajearán sangrientos cortes, y alguno desfilará con una cabeza de vaca con ojos abiertos y ensangrentados parches de pelo. Carniceros y tenderos dirán “a la orden” al paso del potencial cliente, como lo harán en el sótano los vendedores de frutas y verduras, y en el segundo piso los comerciantes de viveros, tiendas de productos esotéricos, botánicos y naturistas, entre el olor a cítricos y a yerbas, a ortiga, a eucalipto y a caléndula, a ruda a sauco a manzanilla. Bajo el débil sol de esta mañana fría, junto a la entrada de la carrera 40, empezará a hacerse el día el peruano que vende “desayunos nutritivos”, mejunjes con quinua, chía y sábila que despulpará diestramente con la ayuda de una cuchara. Por el parqueadero dará su vuelta matutina la negra vendedora de chontaduro que levantó a sus hijos con ese fruto seco y tierroso, y la vendedora itinerante de tintos y aromáticas encomendará a Dios el día mientras los madrugadores desayunan chuzos de sonrosada carne junto a un humeante puesto ambulante.

La burguesía de ahora nada dice porque merca en supermercados y almacenes de cadena, pero qué diría la de finales del siglo XIX si viera la basura arrumada en las esquinas, si escuchara el rumor de que en las escasas horas muertas las ratas invaden la plaza, si se fijara en la callejosa a duras penas vestida que acumula cajas de cartón junto a las salsamentarias y distribuidoras del lado occidental, que en ese punto hiede a orina y a vegetales descompuestos. Difícilmente estaría orgullosa de los empleados de esa cooperativa contratada por la Placita que barren hojas, ramas y pétalos hasta dejar impecable el parqueadero.

Por fortuna ya no importa, la ciudad ha crecido tanto y tanto ha cambiado que ha tenido que hacer lugar para todos, ricos y pobres, y el Centro, al igual que esta plaza, es la expresión de su vida popular. Por eso mañana será otro día, otra madrugada de flores en la Placita de Flórez de Medellín.

Placita de Flórez
 

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